jueves, 27 de septiembre de 2012

Tintinofilia



Me confieso tintinófilo. Lo soy casi desde el momento en que leí “La estrella misteriosa”, tebeo que robé a un compañero durante una excursión organizada por el colegio de curas en el que sufrí condena, en uno de los hechos delictivos menos condenables de mi niñez. Estaba totalmente justificado,  esa portada maravillosa con Tintín perplejo ante una seta gigante no podía sino invitarme a un universo que debía conocer.

También fui un entusiasta de Asterix pero cada vez me parecía más simple, con recursos demasiado fáciles frente a la complejidad y densidad del universo de Hergé. Por no hablar de que Asterix, el presuntamente progresista, es un defensor del nacionalismo más vulgar y chauvinista, mientras que Tintín, conservador y católico, nos vacuna contra este tipo de veleidades.



El que Tintín sea un hijo de la derecha belga más reaccionaria es algo que me molestó durante un tiempo. No concebía que pudiera gustarme una historieta nacida para difamar la revolución soviética y para difundir valores cristianos ultraconservadores. Todo eso es cierto, Hergé coqueteó con el Partido Rexista de Leon Degrelle, estuvo mucho tiempo vinculado al padre Wallez -su mentor en el periódico “El siglo XX”- y su actuación durante la ocupación nazi fue muy poco defendible. Pero creo sinceramente que Hergé era un ingenuo en algunas cosas y sobre todo, era una buena persona. Los valores que defiende son los de un scout bien intencionado y fue transformándose en un formidable humanista con alto sentido de la justicia y defensor de las causas nobles. Tintín acaba trascendiendo las diferencias entre derecha e izquierda para alcanzar la categoría de héroe universal, un héroe lúcido que sabe resolver con humor y eficacia los problemas.

La pureza y bondad del héroe requería un grafismo adecuado a sus intenciones. Es la famosa “línea clara”, la estética de trazos precisos, colores planos y sin sombreado -salvo alguna rara excepción-, con exquisito cuidado en los detalles y en el diseño de fondos. El trabajo de documentación de Hergé es uno de sus grandes aciertos, gracias a esto configura una realidad creíble para que su imaginario funcione.
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Ciertamente la evolución desde la torpeza de "Tintín en el país de los Soviets" hasta el clasicismo de "Stock de coque" es enorme. Las dos primeras historias, "Tintín en el Congo" y "Tintín en América" las considero de aprendizaje, a partir de aquí Hergé encuentra un mecanismo que le servirá para lograr el factor de identidad. Es el enigma que activa la curiosidad, algo insólito que enlaza unas peripecias en las que Tintín está corriendo permanentemente. Hasta “El cangrejo de las pinzas de oro” las historias no son lineales sino tramas complejas que se van enredando y que el protagonista debe descifrar. Son peripecias laberínticas que justifican la comparación que se ha hecho con el Hitchcock del periodo inglés.

Cuando me encontré por vez primera con “La estrella misteriosa” todavía no sabía que es un álbum clave en la evolución de la serie. El laberinto empieza a transformarse en un universo luminoso en el que la aventura colectiva, con la progresiva importancia de maravillosos secundarios, tendrá a Julio Verne como inspirador. Con esa obra maestra absoluta que es “Aterrizaje en la luna” Hergé se da cuenta de que ya no hay más mundos que explorar, inicia entonces un repliegue manierista nacido del dominio total sobre el universo familiar. Tintín ha creado ya un mundo estable materializado en Moulinsart que en las siguientes aventuras será agredido desde fuera, obligando a los protagonistas a restablecer la tranquilidad. Los siguientes álbumes, “Stock de coque” -una de mis preferidas- y “El asunto Tornasol” son obras de narración extremadamente compleja que vuelven a las intrigas laberínticas combinándolas con el pleno dominio del relato de aventuras.



La aventura que más tardé en disfrutar es “Tintín en el Tíbet”, creo que era demasiado adulta para el tiempo en que la leí. Los malos han desaparecido y el argumento es de una simplicidad desarmante, pero cuando la leo ahora me parece la más intensa y sentida de todas las obras de Hergé. Se dice que Hergé trataba de purificarse, con el blanco de la nieve que domina la historia, de sus culpas por haber abandonado a su mujer. Pese a ello tiene una comicidad extraordinaria y considero que el personaje de Haddock, el mejor secundario de la historia del cómic, adquiere aquí niveles de genialidad suprema.

Hergé da otra vuelta de tuerca con “Las joyas de la Castafiore”. Ya no hay ni aventura, ni viaje, ni malos, todo se ventila en Moulinsart con una magistral comedia de salón que parece el homenaje a los tintinófilos que nos identificamos con un universo cada vez más barroco y denso.



Las dos últimas aventuras sufren la inevitable decadencia, es como si con “Las joyas de la Castafiore” hubiera quedado agotado el repertorio de posibilidades narrativas y solo restaran revisitaciones rutinarias; claro que un álbum flojo como “Vuelo 714 para Sydney” sería la obra cumbre de cualquier otro creador. Lamentablemente Hergé no pudo acabar “Tintín y el arte Alpha”, yo sin embargo he podido leer un intento de completar esta última obra realizado por un canadiense llamado Yves Rodier. Es solo un pálido reflejo del mundo de Hergé y ni el argumento ni el dibujo están a la altura del maestro.


A veces pienso que durante mi juventud leí y releí tantas veces las historias de Tintín que me saturé de ellas. Sin embargo, no hace mucho decidí regresar a "Tintín en el Tíbet". No fue el retorno sentimental y condescendiente con el que he vuelto a leer en algún momento las aventuras fascistoides de "El guerrero del antifaz", fue recuperar la obra de un artista que llevó el cómic a niveles de complejidad y belleza irrepetibles.



sábado, 22 de septiembre de 2012

La escritura que sana. "El mundo", de Juan José Millás.


Siempre ha tenido Millás un tono de sutil ironía y de surrealismo que despliega con elegancia en sus artículos. Sin duda domina como pocos la forma breve, que convierte en un pequeño cuento moral o en un ataque despiadado contra el poder, como un golpe seco por el magistral manejo de la economía de medios. Conforme se ha ido degradando la situación del país, cuando ya no ha quedado más remedio que posicionarse sin excusas, Millás ha vuelto más descarnado su estilo y ha acentuado la dureza de la crítica. Yo diría que ha reservado para las formas más amplias su lado personal e íntimo, esa necesidad que muestra en muchas de sus obras de realizar un proceso psicoanalítico que le sirva de terapia frente al dolor del pasado.
 
 

Una curiosa metáfora articula “El mundo”, novela con la que el señor Lara pensó que podía sacar un notable rendimiento económico si le concedía el premio Planeta. Nos cuenta el autor que su padre presumía de haber sido el primero en fabricar un bisturí que cauterizaba la herida mientras la producía. Abrir sus heridas mientras intenta que sanen, tal parece ser el sentido de lo que nos va a contar Millás sobre el mundo.

Para determinados autores, en realidad puede que sean la mayoría, la escritura posee un valor terapéutico. Kafka tenía la sensación de ser barrido cuando no podía escribir, era una forma de autoanálisis –casi un asedio- con la finalidad de encontrar las causas de su sentimiento de culpabilidad. Entre los años cuarenta y cincuenta nace en España una generación de escritores que parecen estigmatizados por una fisura inconfundible, la conciencia de la educación castradora y la frustración de la esperanza en los nuevos tiempos. Las novelas de Millás, además de esos elementos tan personales que derivan de su gusto por lo insólito, o incluso un cierto surrealismo, producen esa misma sensación de desconcierto que anhela algo así como la justificación de lo vivido. En “El mundo”, tal vez la más sentida de sus novelas, aprecio ternura, humor y también cierta mala leche del adulto que siente esa conciencia de frustración y de culpa. Por eso bucea en su pasado con la íntima esperanza, no de liberarse de sus traumas o miserias, sino de aligerar en parte el dolor que pudieron provocarle.
 
 

La tarea de hacerse adulto y adaptarse al mundo no es nada fácil, exige poner orden en nuestros recuerdos, encontrar el sentido en el caos de la infancia para llegar a reconocernos. No estoy seguro de que todo lo que nos cuenta Millás sea cierto pero esos diferentes episodios -algunos me recordaban a los niños de la posguerra que relata Carlos Giménez en “Barrio”, otras veces veía al Antoine Doinel de “Los cuatrocientos golpes” en busca de la playa liberadora- nos hablan de una época de tonalidades grises, muy poco gratificante, solo soportable mediante el escapismo y la fantasía. Es el trauma de una época pero también, en esos retazos de una vida, se conforma el alma de un personaje llamado Juanjo Millás.
 
 
No puedo decir que haya quedado deslumbrado por la literatura de Millás, creo que tiene el talento de aquellos que hablando de sí mismos están tratando en realidad cuestiones que nos llegan a lo más íntimo: la angustia existencial, la soledad, la muerte. Fue una querida amiga la que quiso que conociera la parte más personal de quien ya admiraba como eficaz articulista que ejerce de mala conciencia del poder. Me he encontrado con una perspectiva de novelar diferente, imaginativa, insólita, pero tan penetrante como cuando utiliza su bisturí para diagnosticar los males de nuestro tiempo.

 

martes, 11 de septiembre de 2012

"La conciencia de Dios". Sobre Caín, la Biblia y Saramago.



Entre los considerables cambios que se produjeron en mi adolescencia hubo uno menos aparatoso que otros pero que acabaría resultando fundamental en mi mentalidad adulta: evolucioné desde un vago instinto anticlerical, producto de mis experiencias en un colegio de curas, a un discurso radical contra toda forma de religión. Mi padre, que siempre ha estado atento a descubrir la culpabilidad que se oculta en mis ideas más vehementes, pretendía demostrar que en realidad buscaba a Dios desesperadamente, solo así se explicaba mi obsesión iconoclasta. Reconozco que en el ateo hay algo de impositivo, se aproxima peligrosamente al fanatismo por esa pulsión suya de querer derribar a Dios a toda costa. A mi pesar, debo encuadrarme en esta categoría porque uno se vuelve intolerante cuando se enfrenta a la intolerancia; el temor a la dictadura del excluyente acaba obligando a una lucha sin tregua que no acepta pactos. Preferiría el escepticismo de quienes viven ajenos a la religión, allí donde las banderías religiosas han dejado de ser una preocupación. Pero claro, esto supone un grave problema: el escéptico no está dispuesto a combatir y, como aquellos intelectuales paganos que se burlaban de los delirios de los primeros cristianos, tiene todas las de perder ante los fanáticos.

 


Cuando Saramago escribe “El evangelio según Jesucristo” o “Caín” creo que está animado por una convicción muy similar. Está lejos de la rabiosa violencia de Fernando Vallejo, el autor de “La puta de Babilonia”, Saramago es un tipo elegante y bastante respetuoso, solo que considera que no hay más Dios que nuestras obras y que la fe en ese demiurgo ridículo que protagoniza la Biblia es una impostura impresentable. En definitiva, un ateo en el sentido más ilustrado y vindicativo de la palabra que cree en el hombre sin tutelas, en un mundo sin amenazas ni oscurantismos y en que podemos ser mejores libres de dogmas y poderes metafísicos que no hacen sino crear vanas ilusiones.

 
Comparto esta aspiración humanista de Saramago, sin embargo tengo la impresión de que la crítica que se propone en “Caín” alcanza un corto vuelo. Me explico, la educación católica tiende más al catecismo adoctrinador que a la lectura de las fuentes directas pero, quien más quien menos, la mayoría hemos leído el Antiguo Testamento y sabemos que solo haciendo un ejercicio de hipocresía se pueden ignorar las contradicciones, errores y crueldades sin límite de las que están plagadas las Escrituras. La imagen que de la divinidad se ofrece en el Antiguo Testamento podría calificarse sin demasiado riesgo como blasfema: un Dios vengativo y despiadado, que manda arrasar ciudades y cometer genocidios. No solo es un modelo de crueldad, es un artífice muy poco hábil al que se le sublevan los ángeles, le sale un hombre imperfecto que ha de castigar continuamente y, a pesar de su omnisciencia, parece que a cada paso le sorprendan los acontecimientos. Un desastre, no hace falta ser Porfirio ni Reimarus para escandalizarse por tal acumulación de despropósitos y, la verdad, Saramago no resulta demasiado original.



Ni mucho menos pretendo decir que leer un libro como “Caín” te haga lamentar el tiempo empleado, simplemente creo que no nos descubre nada sobre el horror de una lectura literal de la Biblia o cuando nos sugiere que Dios no es de fiar. A la Iglesia, a pesar de la aparente solidez de su entramado, le molesta mucho que perturben su tranquilidad y se pone de los nervios cuando alguien le presenta en toda su desnudez la inconsistencia de sus libros sagrados. En este sentido me interesa “Caín”, por los lamentables ataques que iba a sufrir su autor por parte de articulistas meapilas y paniaguados diversos al servicio de la clerecía. No solo por eso, me gusta también que Saramago reivindique a Caín, uno de esos personajes maltratado injustamente por las exigencias del guión: Caín representa en el Antiguo Testamento lo que Judas en el Nuevo, el malo que requiere toda historia.


Desde aquel sensato análisis de cierto político sudamericano, Juan Bosch –la difamación contra Judas fue una cuestión de lucha por el poder-, hasta el reciente descubrimiento de su evangelio apócrifo, Judas ha contado con algunos abogados dispuestos a defender su causa; al fin y al cabo, bien mirado, fue el instrumento de un plan preconcebido por su propia víctima. A Caín se ha dedicado menos interés en su defensa, puede ser porque su crimen parece menos terrible perdido en el simbolismo del Antiguo Testamento, o porque aún resulta más evidente que el responsable intelectual del asesinato de Abel es un Dios caprichoso y desagradecido.



A partir de un hecho de tan clamorosa injusticia surge en Saramago la idea del itinerario de Caín por diferentes episodios bíblicos, itinerario en el que un Caín progresivamente indignado confirma la escasa autoridad moral  que exhibe el Sumo Hacedor. Cada historia de la Biblia, una parte fundamental de nuestro bagaje cultural, constituye una prueba  sobre el carácter tiránico de Dios. Y es Caín quien actúa como testigo, como conciencia crítica que persigue a Dios y a sus seguidores para demostrar que la obediencia incondicional al tirano es el medio que los poderosos han elaborado para someter y controlar a los fieles.


Solo mediante un elevado grado de perversión, o mediante una concienzuda labor deshumanizadora podemos aceptar las doctrinas fundamentales del cristianismo. Yo admito que estaría más tranquilo si tuviera la certeza  de que un señor de barba blanca escucha mis plegarias cada noche, o mejor aún, si confiara en que un Dios –pónganle el nombre que quieran- está dando sentido a mi existencia y me prepara una vida en el más allá de lo más gratificante. La perspectiva de mi desaparición de este puerco mundo siendo pasto de los gusanos me parece lamentable, incluso una falta de respeto después de haber tenido que soportar en esta vida a determinadas personas. No es que me lo tome con la tranquilidad de un Epicuro o un Séneca,  digamos que intento ser deportivo. O mejor, creo que pensar que estamos solos, sin tutelas ni servidumbres divinas, puede ser algo inquietante, pero también nos ofrece una oportunidad extraordinaria para decidir por nosotros mismos.

 
En el fondo, esta es la propuesta de Saramago, aceptémosla en buena hora y antes de que sea demasiado tarde.


 

sábado, 1 de septiembre de 2012

Una noche de angustia. Sobre "El teniente Gustl", de Arthur Schnitzler.

Me gustan las novelas narradas en primera persona, les concedo de inicio un poder de convicción que solo requiere cierta verosimilitud y coherencia por parte del autor. Que te identifiques o que sientas alguna simpatía por el protagonista ya es otra cuestión; por ejemplo, en el ejercicio de introspección de este genial monólogo interior de Schnitzler descubrimos a un perfecto imbécil, un individuo patético y angustiado que resulta tan ridículo como el sentido del honor al que parece dispuesto a entregar su vida. No es que el honor sea un concepto que valore demasiado, es que en Gustl, este tenientillo austriaco, resulta especialmente patético, carente de sentido y propio de una sociedad con claros síntomas de enfermedad. Verán, les explico, tengo una molesta sensación de rechazo cuando me tropiezo con los elementos más reconocibles que caracterizaron al Imperio Austro-húngaro, todo parece sufrir un irrefrenable proceso de degradación y me vienen a la cabeza imágenes de decadencia, como en aquel ballet de Ravel, "La valse", en el que la apariencia amable y sonriente de la música acaba derivando hacia la tragedia. La performance no podía ser más explícita: los bailarines, representantes del esplendor del Imperio, son en realidad cadáveres que van perdiendo la máscara brillante y despreocupada para que, finalmente, quede solo podredumbre.  

La Viena imperial era decadente y frívola, sí, pero parece que en estas sociedades en descomposición es donde mejor florecen los grandes intelectuales, los creadores y científicos más avanzados que anuncian el desastre que oficialmente se reprime y oculta. También España se resistía a afrontar y resolver sus problemas de fondo, aunque por aquí necesitamos una derrota de dimensiones considerables para que nuestra intelectualidad intentara descubrir una realidad que era ignorada de manera casi indecente. A la búsqueda de esa realidad oculta en las profundidades del inconsciente se lanzará, en una Viena en ebullición cultural, Sigmund Freud, colaborando en la labor de zapa sobre los fundamentos de la cultura occidental que habían iniciado Marx y Nietzsche y que se ha venido en llamar "filosofía de la sospecha". No es por casualidad que aparezca el nombre de Freud cuando se trata de comentar a Schnitzler, ambos se mostraron mutuo respeto y no excesivo afecto, pero es evidente el interés de Schnitzler por indagar en el inconsciente de sus personajes de una manera que al mismo padre del psicoanálisis le resultaría muy familiar.  

El interés por la mente no excluye la preocupación social, sin embargo no creo que Schnitzler, escritor de talante progresista y lúcidamente crítico, tuviera veleidades reformadoras, me da a mí que era tan consciente de lo irremediable del mal de su tiempo que se limitaba a poner de manifiesto las contradicciones, sin optar por ningún tipo de proyecto de transformación o revolucionario. Cuando toda tentativa para mejorar el mundo está destinada al fracaso solo queda el decadentismo de un Klimt, que parece regodearse en su pintura enfermiza, o el refugio casi narcisista en el yo como método de defensa ante el derrumbe de los vínculos sociales. Algo de esto le ocurre a Schnitzler, con una salvedad, la ciudad de Viena se convierte en su personaje principal, el espacio que lo explica todo y alrededor del cual se mueven el resto de sus criaturas, cuya psicología solo puede entenderse en su relación con la ciudad imperial.  

Allí transcurre este relato protagonizado por un típico representante de la élite hedonista y aparente del Imperio. Nuestro hombre, un joven militar del glorioso ejército austriaco, asiste a una representación de ópera para mantenerse ocupado antes del duelo al que se ha comprometido al día siguiente. Adivinamos escasa seriedad en el personaje, como si la proximidad de una probable muerte en el campo de honor no fuera con él; por eso, lejos de la gravedad que requiere el caso, se comporta con la chulería y los malos modos que acompañan a quien se cree que es alguien por vestir de uniforme. Pero entonces se produce el hecho que desencadena su angustia: un simple pastelero, harto de la exhibición de prepotencia, pone en su sitio al orgulloso militar impidiéndole, en una escena de connotaciones sexuales más que evidentes, que saque su espada. Un duelo con otro militar es una cosa, pero ser humillado por un infame miembro de las clases menesterosas es más de lo que el atónito Gustl puede soportar: solo queda lavar el honor mediante el suicidio. A partir de aquí asistimos a la larga noche de falsa agonía de Gustl -nunca conseguirá convencernos de que va a suicidarse realmente-, con Schnitzler al margen de la función narradora para que sea el personajillo quien nos de cuenta de su miseria moral, mientras conceptos como la dignidad o el honor se hunden en la banalidad.  

La quiebra se ha producido en la conciencia de Gustl, el orgulloso soldado no es más que un arrogante y un cobarde incapaz de poner en práctica los valores que él mismo se atribuye. Esta impotencia flagrante quedó reflejada en uno de los más conocidos aforismos de Schnitzler, "cuando el odio se acobarda, sale a la calle enmascarado y se hace llamar justicia"; en este caso el odio acobardado de Gustl es odio social por el agravio de un hombre insignificante, tal vez un socialista, y la máscara que utiliza no es la de la justicia sino la del honor mancillado. La personalidad enfermiza de Gustl hace intolerable que su conciencia le recuerde su culpa de honor, aunque intuimos que algo va a ocurrir eliminando la pesada carga del suicidio. En realidad aquello que está provocándole la angustia es lo que puedan pensar los otros respecto a la sucedido; cierto que los mecanismos mentales del personaje ya están en marcha para enmascarar la verguenza, lo que no puede es evitar que sus iguales le consideren un cobarde. La fortuna se pondrá finalmente de su parte y al lector le queda la irremediable sensación de que no solo Gustl, es toda una forma de vida la que ha encontrado en el último momento una salvación ficticia que solo retrasará un poco más el desastre.