domingo, 28 de abril de 2013

Una cuestión de honor. "El duelo", de Joseph Conrad.


Con cada obra de Conrad que cae en mis manos me convenzo más del lamentable error en el que he vivido durante mucho tiempo. Desde pequeño se acostumbra uno a ver relacionados los nombres de Conrad o de Stevenson con la literatura juvenil y, casi sin darte cuenta, acabas pensando que son autores menores, dignos para iniciarse en la lectura pero que se dejan de lado cuando pedimos algo más que emocionantes aventuras marinas.
Un error, ya les digo. De momento es muy probable que si llegas demasiado pronto a alguna obra de Conrad -les hablo por experiencia- te sientas perdido en el alucinante viaje hacia el horror que es "El corazón de las tinieblas". O te acabes impacientando, a pesar de su brevedad, con la calma que atraviesa toda "La línea de sombra". Pero al llegar a un cierto grado de madurez te das cuenta de que no estás simplemente ante un maestro de la aventura sino ante un artista de elaborado y cuidado lenguaje -propio de quien decide expresarse en una lengua que no es la suya- al que le preocupan la psicología de sus personajes, las motivaciones, los hechos siempre contradictorios que conforman la existencia humana. En su magnífico prólogo a "El negro del Narciso" -una joya literaria en sí mismo y toda una declaración de intenciones- Conrad apela al objetivo más noble de una obra de arte: la búsqueda de la esencia, de lo que es perdurable, descubrir la verdad y exponerla a la luz. Por haber alcanzado estos objetivos de la manera más sencilla tengo devoción por "El duelo", porque carece de artificio y porque con una admirable economía de medios dibuja una obra arrebatadora, un relato puro que nos conduce a las zonas más oscuras del alma, allí donde encontramos las motivaciones -no siempre dignas- de nuestros actos.

El duelo” (o “Los duelistas”) es la historia de una lucha que no parece tener final, disputada en diferentes momentos y lugares porque los dos soldados del Ejército napoleónico enfrentados escapan una y otra vez a la muerte. Conforme avanza el relato nos vamos dando cuenta, como D'Hubert, uno de los duelistas, que la inquina que siente el otro contrincante, Feraud, va más allá de la difusa ofensa que dio origen al primer duelo. Feraud está poseído por una obsesión que en apariencia se origina en el honor mancillado, aunque la realidad es más compleja, un conflicto en el que se mezcla la locura y el odio de clase. Con poco esfuerzo, y conociendo el escaso gusto que tenía Conrad por la violencia revolucionaria, podemos identificar la obsesión de Feraud -en "Los duelistas", la espléndida película de Ridley Scott se remarca esta idea en su escena final- con las ansias de dominio de Napoleón que llevaron a Francia al desastre.


No niego la asimilación napoleónica, incluso -a pesar de las ideas de Conrad- creo que hay cierta fascinación por el bonapartismo que puede rastrearse también en la posición mucho más escéptica de D'Hubert. Sin embargo no es la cuestión política -muy leve- lo que me cautiva del relato, sino un hecho que podemos situar en nuestros temores más íntimos: la fatal irrupción de lo inesperado. Ni la agudeza ni el valor de D'Hubert son capaces de oponerse a un encadenado de acontecimientos que le desbordan y se aferran a él para siempre. Es lo que Maquiavelo llamaba “la fortuna”, a la que el príncipe más virtuoso está sometido y que es capaz de alterar cruelmente un destino que se antojaba esplendoroso. Y todo por un “asunto de honor”, el que Feraud entiende que ha sido robado por D'Hubert, al ir a arrestarlo, y el que impide al propio D'Hubert eludir la fatalidad en la que se ve envuelto.

 
El destino reservado a D'Hubert pone en juego los estrechos límites que hay entre la integridad y la cobardía, de ahí que nos situemos inmediatamente en la perspectiva de un personaje que ve perturbada su estabilidad ante lo inesperado y tiene que actuar en consecuencia, salvando su dignidad y su honor. Pero Conrad introduce un elemento que dota al relato de un evidente contenido irónico, más allá de la simple crítica antibonapartista: el enfrentamiento entre los dos húsares, que adquiere caracteres legendarios a ojos de sus compañeros de armas, surge de un motivo que es cada vez más difuso y absurdo.

En la guerra no existe la lógica o la razón, a menudo se origina por un asunto que, al final, nadie sabe muy bien cuál es pero acaba atrapando a los contendientes en una red infernal de la que resulta imposible escapar. Ante esto hay quien asume el combate permanente como su estilo de vida y es incapaz de concebir otro modo de justificar su existencia; en “El duelo” encontramos un ejemplo de este tipo de personas, es la obcecación y violencia de Feraud opuesta a la sensatez, el equilibrio y la moderación de D'Hubert. A pesar de que acabamos comprobando que ambos personajes son casi complementarios y que cada uno de ellos dota de sentido al otro, podemos identificarlos como arquetipos de dos posiciones ante la vida radicalmente diferentes. Por un lado los que tienen como objetivo imponerse a los demás mediante la violencia, por otro los que piensan que la paz y la convivencia son posibles, aunque para ello haya que ganárselas haciendo frente a los fanáticos de turno.

Seguramente esta asimilación no corresponde con los personajes creados por Conrad pero, no sé, a lo mejor la vida no es más que una disputa entre los D'Hubert y los Feraud. Vivimos en una democracia secuestrada en la que el debate de ideas no tiene cabida; como Napoleón, tras su 18 de Brumario, las instituciones nacidas para asegurar la democracia han acabado convirtiéndose en una farsa, mientras los debates en los que nadie se escucha ni quiere entender escenifican un simulacro en el que lo único que cuenta es machacar al otro. Estamos rodeados de individuos que solo admiten el combate para aplastar al enemigo y apaciguar su rabia, incapaces de convencer a la ciudadanía sin coacciones ni mentiras. Pero hay una diferencia importante entre los Feraud de hoy y el personaje de Conrad: a aquellos les falta valentía para llevar sus convicciones hasta el final y son muy capaces de recurrir a métodos que al mismo Feraud le causarían repugnancia. En estos tiempos el honor ni siquiera sirve de excusa.