viernes, 10 de mayo de 2013

Houellebecq, profeta del desaliento: "El mapa y el territorio".


En la presentación de la obra de Houellebeck que protagonizaría nuestra siguiente tertulia, me planteaba si estamos ante un escritor de primer orden o ante un autor cuya vanidad supera ampliamente su calidad artística. No es cuestión de resolver con un juicio sumario, y a partir de una sola obra, la decisión de lanzar a Houellebeck al pozo de los farsantes literarios, entre otras cosas porque carezco de la legitimación suficiente como para despreciar a un creador cuyas virtudes y conocimientos superan hasta lo infinito las de este pobre patán que les habla. Dejo bien claro pues que Houellebecq me parece un escritor de raza, con un talento superior y, fiándome de las informaciones recibidas de gente que conoce bien su obra, estoy convencido de que está entre los escritores más importantes de la actualidad. Mis impresiones se limitan a “El mapa y el territorio”, la novela por la que Houllebecq, tan discutido como admirado, consiguió el máximo premio de las letras francesas, circunstancia sobre la que lanzo la pequeña duda que me asalta siempre cuando se concede el oscar a un famoso actor que, con una carrera avanzada, había sido hasta entonces olvidado por la Academia.


 
 
A ver, he leído críticas ditirámbicas sobre esta novela.... que si una poderosísima reflexión sobre la vida, que si un tratado sobre arte contemporáneo, que si la genialidad de Houellebecq retratándose a sí mismo. Pues bien, debo ser un tipo con sensibilidad escasa para determinados alardes de genialidad, porque lo único que he descubierto es una obra bien escrita, poco complicada, fluida en su desarrollo, que evoluciona desde una serie de elucubraciones sobre arte moderno hasta convertirse en una especie de novela negra resuelta de manera discutible y con un epílogo final, en plan desesperación nihilista, que apenas te saca de la indiferencia.

 

Vayamos por partes. El protagonista de la novela es un fotógrafo llamado Jed Martin, versión Houllebecq de aquel Josep Torres Campalans del que se sirvió Max Aub para elaborar su particular crítica hacia la especulación comercial del arte contemporáneo. La creación de Houllebecq no es tan elaborada ni pretende engañar al lector sobre la veracidad del personaje, Jed Martin es un artista poco vocacional que inicia un irresistible ascenso en el mundo del arte gracias a su habilidad fotografiando mapas Michelín. Un mérito artístico tan peculiar como descubrir belleza en los encuadres de un mapa Michelín, deja pocas dudas sobre el carácter irónico del personaje y nos predispone para una crítica sustanciosa hacia determinados movimientos artísticos de valor discutible. En efecto, hay una crítica que algunos dicen descarnada hacia el mundillo del arte, y hacia determinada élite social francesa, a través de una serie de personajes más o menos relevantes con los que se va encontrando Jed Martin.
 
 

Es posible que en sus obras anteriores Houllebecq se haya mostrado como un acerado crítico de la sociedad actual, supongo que por eso ha adquirido esa imagen de enfant terrible y por eso sus opiniones tienen notable relevancia mediática, incluso causando cierto escándalo (por aquello de la misoginia, la forma de tratar el tema sexual, el evidente rechazo al Islam); pero si esperábamos una diatriba agudísima hacia la banalidad de un arte supuestamente moderno, elevado a los altares por galeristas sin escrúpulos, nos vamos a llevar una decepción. Las agudezas de Houellebecq, aparte del trampantojo general que supone el éxito de Martin, se limitan a darle un buen repaso a Le Corbusier, terreno abonado porque el arquitecto suizo suscitaba tantos odios como adhesiones, y a un lamento más o menos difuso por la pérdida del “aura” en el arte contemporáneo, en un plan que ni de lejos roza las argumentaciones de Walter Benjamin. Todo muy posmoderno y bastante superficial. Sí, de acuerdo, arte despersonalizado, funcionalismo sin rostro humano, seducción tramposa para ricos advenedizos sin la más mínima noción artística.... nada nuevo, no creo que el mundo del arte vaya a sufrir una catarsis tras las revelaciones de “El mapa y el territorio”.

 
 
Con la incorporación del propio Houellebecq como personaje el relato toma un giro sorprendente, incluso el ritmo es más ágil, y ello a pesar de que todo esto suena a nueva provocación, muy en eso tan francés que llaman “épater le bourgeois”, para entendernos, asustar un poquito a los bienpensantes pero sin molestarles demasiado. La imagen que proporciona de sí mismo el autor es, en principio, muy poco generosa: un tipo arrogante, poco afable, huidizo, misántropo, sucio y vicioso, todo un conjunto de taras que alimentan la imagen de marginal con la que Houellebecq se siente tan cómodo. La verdad es que tan lamentables características disimulan con dificultad el narcisismo de Houellebecq, que se está divirtiendo muchísimo con su ocurrencia. Y la ocurrencia concluye con su propia muerte, no una muerte cualquiera, un asesinato espeluznante en el que el cuerpo del escritor es mutilado salvajemente para formar parte de una horrenda representación artística.
La desaparición y muerte de Houellebecq lleva el relato a los márgenes de la novela negra, cuestión a considerar por la habilidad del autor para manejarse en registros diferentes sin dejar de ser interesante. Jed Martin cede el protagonismo a un peculiar comisario de policía encargado de la investigación del caso; la perspectiva cambia y se abren una serie de planteamientos muy sugerentes, varios interrogantes respecto a lo ocurrido que, esto es innegable, atrapan al lector. Sin embargo, del mismo modo que la obra en general provoca la sensación de falta de cohesión, de incapacidad para ofrecer una exposición convincente más allá del brillante envoltorio, la narración del crimen concluye de manera insatisfactoria. Tantas expectativas acaban en una resolución decepcionante y previsible que nos hace pensar en algo que ya sospechábamos: a Houllebecq le interesa el asunto de su desaparición a modo de juego con el lector, e incluso como exhibición vanidosa, pero no tiene ningún interés en una trama que resuelve con demasiada facilidad y hasta desgana.

Es en la relación con el padre y en el ajuste de cuentas posterior donde advierto la mayor sinceridad, tal vez las páginas más intensas y conmovedoras de una novela que, en su reflexión sobre la crisis de la sociedad occidental o sobre la soledad a la que parecemos condenados, no llega a descubrirnos nada que resulte especialmente revulsivo. No hay muchas razones para la esperanza, es verdad, más bien para entregarse a la melancolía y la frustración ante una vida muy poco enriquecedora. Mi pequeña duda , que comparto con ustedes, admiradores incondicionales de Houllebecq, sigue siendo la del principio: puede que “el autor de Plataforma” crea sinceramente en su papel de profeta de la decadencia pero yo -al menos de momento y tras “El mapa y el territorio”- solo veo a un hábil protagonista de ese mundo de simulacros y vanidad que nos presenta con supuestas intenciones críticas.