lunes, 16 de septiembre de 2013

Chejov: entre la comprensión y la denuncia.

Si durante la dictadura franquista un ciudadano se tomaba un respiro, entre gloriosas hazañas futbolísticas o raciales corridas de toros, y pretendía leer un libro que valiera un poco la pena, es muy probable que tuviera que recurrir a la editorial Austral. Con las limitaciones propias de los tiempos que corrían, esta filial argentina de Espasa-Calpe inició una estupenda colección de libros de bolsillo que proporcionó a los españoles de entonces obras de variado contenido, siempre que no plantearan demasiadas dificultades a la censura del Régimen. La colección tenía infinidad de títulos y se alargó hasta que Alianza Editorial, publicando obras sin restricciones y mejor traducidas, acabó dejándola un poco anticuada. Debo reconocer que sentía una especial debilidad por los libros de Austral, cuyo índice repasaba a menudo para encontrar nuevas rarezas que solo a un tipo con intereses algo desbaratados podían llamar la atención. Allí empecé a leer el teatro de Shakespeare en las discutibles traducciones de Astrana Marín, o los delirios de Schulten sobre Tartessos, y una maravillosa crónica de las hazañas -y crueldades- de los almogávares en tierras de Bizancio. La peculiaridad de esos libros era su sobrecubierta de diferentes colores, según se tratara de novela, teatro, poesía, historia, ciencia....Los azules eran los libros de cuentos o relatos breves, mis preferidos, porque uno era joven y si había que afrontar un clásico mejor que no te diera tiempo a aburrirte.

 


La colección Austral sirvió para que descubriera a Chejov en uno de esos volúmenes azules, con una pequeña selección de relatos humorísticos encabezados por la deliciosa obra que le daba título, "Historia de una anguila". Nadie reivindicaría estas brevísimas historias, levemente agridulces, como lo mejor de la producción chejoviana; quedan lejos de sus obras de madurez, pero yo las recuerdo como uno de esos momentos en los que te olvidas de todo y solo existe la gozosa lectura de hechos y costumbres que te parecen muy cercanas, aunque sean de la vieja Rusia. Desde ese momento siento una cada vez mayor afinidad por su obra y una creciente simpatía por el personaje, cosa que no es imprescindible -hay maravillosos escritores cuyas actitudes me resultan repugnantes- pero siempre ayuda descubrir un poco de coherencia entre el autor y su obra. No es que fuera el modelo de virtud que crearon sus biógrafos soviéticos, era simplemente un hombre preocupado por las miserias materiales y espirituales de sus semejantes, que trató de poner remedio en lo que pudo como médico y como literato. Chejov fue un crítico severo con la realidad rusa, hecha de miseria e incultura para los desfavorecidos, los campesinos y trabajadores rusos expoliados por una aristocracia envilecida y corrupta. Su obra, aparentes relatos banales de costumbres, posee una melancolía que te va envolviendo hasta descubrir, con delicadeza, las fragilidades del alma humana y las miserias de una sociedad injusta.

 
Nunca se abandona totalmente a Chejov; te alejas varias veces pero regresas siempre, porque hay obras y autores que son como un refugio y sabes que te van a producir de nuevo la impresión que recuerdas como una experiencia extraordinaria. Una experiencia que será tanto más intensa porque no procede de grandes personajes o de historias poderosas; es la profundidad sacada de lo que aparenta intrascendente y vulgar, la poesía de lo cotidiano.
 
Alejado del romanticismo exaltado de Pushkin o Turgueniev, menos misterioso que Gogol, cuesta equiparar tambien a Chejov con las dos figuras más poderosas de la literatura rusa. Tolstoy y Dostoievsky son verdaderos titanes que casi están por encima de su obra, ese tipo de personalidades que los americanos titulan con bastante acierto como "bigger than life". Chejov es otra cosa, un humanista que intenta comprender en lo posible la maltrecha sociedad rusa, sin desprecios ni actitudes altivas. No describe un mundo despiadado e irremediablemente condenado a la ruina, ama demasiado a sus semejantes como para abandonar toda esperanza de regeneración. Conoce la injusticia social, más irrespirable todavía por la corrupción moral que conlleva un régimen autocrático, pero se niega a aislarse de la podredumbre para no ser infectado. Está criticando un mundo que es el suyo y por el que siente un profundo cariño, por eso trata de implicar a sus lectores poniéndoles frente al problema y esperando, de algún modo, que sientan la necesidad de cambiar las cosas. La moralina es un recurso de los malos escritores, Chejov nos presenta la realidad tal y como es para que el lector reconozca, en las miserias y frustraciones de los personajes, un espejo incómodo.
 
La sutil aproximación a los problemas sociales de su tiempo, requiere un tipo de narrativa que deje veladas las evidencias y sugiera más que demuestre. Dijo Hemingway que un buen cuento es como un iceberg, con cuatro quintas partes sumergidas, y tal que así son los relatos de Chejov: historias que hay que desentrañar entre líneas, detalles que permiten al lector elaborar una gran parte de la historia, ambientes que nos llevan de manera tenue hacia lo esencial. Nunca vamos a obtener todas las respuestas porque es imposible abarcar la complejidad del alma humana, "solo los imbéciles y los charlatanes creen comprenderlo todo."

En alguna ocasión he escuchado que los rusos y los españoles tienen ciertas peculiaridades comunes en el carácter, idea que resulta sorprendente si atendemos a los tópicos turísticos del tipo español alegre, abierto y optimista. La realidad es que la personalidad de este país lleva mucho tiempo forjándose a base de derrotas; el fatalismo y la desidia que refleja la gran literatura rusa no me parecen demasiado ajenos y el resultado, una sociedad degradada por la corrupción y el conformismo, nos es tristemente familiar. Esto es lo que nos muestra Chejov, una sociedad incapaz de reaccionar que sufre una pasividad trágica, aunque para la denuncia utilice la ironía y un delicado sentido del humor en el que hay poco espacio para el odio. Como en la Rusia de Chejov, los españoles han aprendido a convivir con la injusticia, a asumir la situación existente con resignación y sin apenas voluntad de cambio, o capacidad para plantar cara al abuso y la mentira. Chejov no culpaba a sus protagonistas, víctimas de la injusticia de una sociedad lamentable en la que era fácil que las pequeñas y grandes miserias salieran a la luz; optó por mostrar esas miserias para que acabaran sirviendo de revulsivo. Estoy convencido de que su obra ayudó a socavar los cimientos de la autocracia zarista, porque la conciencia de la injusticia acumulada acaba siendo irresistible. La pasividad golpeada genera una presión difícil de contener, hasta culminar en el estallido incontrolable que borra toda la vieja sociedad. Más o menos esto es lo que ocurrió en 1917, será interesante comprobar la presión que son capaces de soportar en otros lugares.