domingo, 26 de enero de 2014

Kobo Abe: La mujer de la arena.

Les aseguro que no me interesa demasiado contemplar cómo crece la hierba, ni siento un gran entusiasmo ante la escena de unos señores inmóviles y con máscaras raras que hablan enfadados, pero me gusta mucho el cine japonés. Bueno, siendo objetivos esto no deja de ser una simpleza; podría decir también que tengo debilidad por el cine americano, por el francés, o por el italiano, porque estaría hablando de grandes películas y no de la cantidad de subproductos que han llegado a nuestras pantallas. La cinematografía japonesa es lo suficientemente ignota como para relacionarla únicamente con los grandes clásicos o con obras de prestigio actuales, como las animaciones de Miyazaki o los sorprendentes dramas policíacos de Takeshi Kitano. Pero el interés actual deriva del descubrimiento en los años cincuenta, a partir de algunos éxitos en festivales de prestigio, de un cine sorprendente, complejo y lleno de matices estilísticos, que expresaba el tenso conflicto entre el peso de la tradición propia y la apertura hacia corrientes de influencia occidental.
Mis directores preferidos son los que siempre se han considerado como más opuestos: Kurosawa, autor de impresionantes historias de samurais con resonancias shakespearianas. Y Ozu, con sus poéticas narraciones de un Japón que asimila con dificultad el tránsito hacia una sociedad cada vez más occidentalizada. Sin embargo, la película que me causó una mayor impresión no era de Kurosawa ni de Ozu sino de un director mucho menos conocido, Hiroshi Teshigahara, que firmó una extraña y fascinante historia llamada “La mujer de la arena”. Era imposible no quedar atrapado por las imágenes surrealistas de un sueño agobiante en el que dos personajes luchan contra la arena, terrible amenaza que exige titánicos esfuerzos para sobrevivir.
Teshigahara crea una obra maestra del cine japonés, cierto, pero aparte del talento indudable del director, el extraordinario guión del que se sirve procede de uno de los escritores más deslumbrantes en lengua japonesa, Kobo Abe. A medio camino entre la realidad y la fantasía onírica, Abe escribe novelas y relatos cortos que acusan la influencia de la cultura occidental que se impone tras la Guerra, asimilando corrientes como el surrealismo o el existencialismo y abriendo el paso hacia la renovación de la literatura en su país. Se puede decir que Abe es el escritor japonés más cercano al mundo kafkiano, un Kafka poético, pasado por la interpretación existencialista de Camus y con algo de filosofía zen, por aquello de la renuncia como forma de conocimiento.
El argumento tiene la misma lógica alucinada de las novelas kafkianas: un profesor de escuela aficionado a la entomología se dirige hacia una aldea de la costa para encontrar nuevos tipos de insectos. Cuando llega al pueblo, lugar extrañamente amenazado por la arena, los lugareños le ofrecen alojarse en la casa de una mujer situada en el fondo de un hoyo. La arena parece impregnarlo todo, pudrirlo todo, condicionarlo todo.... Al poco, el hombre se da cuenta de que ha sido secuestrado: la mujer perdió a su marido, engullido por una tormenta, y los vecinos le han buscado un nuevo compañero que le ayude a acarrear la arena, trabajo imprescindible para evitar la desaparición de toda la comunidad. El urbanita no se resigna a su destino, que se le asemeja atroz, y lucha una y otra vez por escapar en un esfuerzo inútil que finaliza cuando consigue encontrarse a sí mismo en una experiencia que le justifica.
Es inevitable buscar interpretaciones alegóricas en una historia cuyos elementos sugieren continuamente ideas sobre la condición humana. La ideología marxista, presente en la formación del autor y que le llevó a la militancia política, nos permitiría afirmar que en la resistencia insolidaria del protagonista hay una evidente lección social: el bien colectivo no admite el egoísmo disidente. O incluso podemos detectar un reflejo de la sociedad japonesa, que no acepta fácilmente las expresiones de individualidad y acaba arrinconándolas en muros de aislamiento. Sin embargo, estoy convencido de que la transformación social no es posible sin un proceso individual que empieza, como dirían los existencialistas, por la conciencia del absurdo. Me refiero al absurdo de la falta de esperanza en un mundo que carece de sentido, o mejor dicho, de trascendencia. Pensar otra cosa es tanto como aceptar la aniquilación del ser humano; es imprescindible saberse libre para continuar luchando contra una realidad que siempre es insatisfactoria. “Hay que imaginarse a Sísifo dichoso”, decía Camus, y esto es lo que acaba descubriendo el protagonista de la novela: la eterna tarea de acarrear arena, que la mujer realiza sin más sentido que la obligación de sobrevivir, tiene una posible redención. Le ha permitido el despojamiento, el abandono de todo lo que es inútil y que traía de su vida en la ciudad, la conciencia de que el reconocimiento externo no es una justificación necesaria. Será en su cautiverio donde encuentre la verdadera libertad, en un pozo dentro del pozo. Es entonces cuando consigue la independencia gracias a su descubrimiento del agua, que no es sino la certeza de que está preparado para enfrentarse al mundo.
La mujer es una resistente que ha asumido que su vida es una lucha constante y solidaria con su comunidad, el hombre quiere comprender sus razones porque todavía no ha accedido a la verdadera lucidez. Cuando lo consiga, tras un periodo de introspección, ya no querrá huir porque ha accedido a la más importante de las conquistas: la capacidad de elegir. Y el lector asiste a este proceso interior mientras, casi literalmente, siente en cada página el sabor de la arena, el peligro inminente de las dunas o el agobio de un sol abrasador.