Les
aseguro que no me interesa demasiado contemplar cómo crece la
hierba, ni siento un gran entusiasmo ante la escena de unos señores
inmóviles y con máscaras raras que hablan enfadados, pero me gusta
mucho el cine japonés. Bueno, siendo objetivos esto no deja de ser
una simpleza; podría decir también que tengo debilidad por el cine
americano, por el francés, o por el italiano, porque estaría
hablando de grandes películas y no de la cantidad de subproductos
que han llegado a nuestras pantallas. La cinematografía japonesa es
lo suficientemente ignota como para relacionarla únicamente con los
grandes clásicos o con obras de prestigio actuales, como las
animaciones de Miyazaki o los sorprendentes dramas policíacos de
Takeshi Kitano. Pero el interés actual deriva del descubrimiento en
los años cincuenta, a partir de algunos éxitos en festivales de
prestigio, de un cine sorprendente, complejo y lleno de matices
estilísticos, que expresaba el tenso conflicto entre el peso de la
tradición propia y la apertura hacia corrientes de influencia
occidental.
Mis
directores preferidos son los que siempre se han considerado como más
opuestos: Kurosawa, autor de impresionantes historias de samurais con
resonancias shakespearianas. Y Ozu, con sus poéticas narraciones de
un Japón que asimila con dificultad el tránsito hacia una sociedad
cada vez más occidentalizada. Sin embargo, la película que me causó
una mayor impresión no era de Kurosawa ni de Ozu sino de un director
mucho menos conocido, Hiroshi Teshigahara, que firmó una extraña y
fascinante historia llamada “La mujer de la arena”. Era
imposible no quedar atrapado por las imágenes surrealistas de un
sueño agobiante en el que dos personajes luchan contra la arena,
terrible amenaza que exige titánicos esfuerzos para sobrevivir.
Teshigahara
crea una obra maestra del cine japonés, cierto, pero aparte del
talento indudable del director, el extraordinario guión del que se
sirve procede de uno de los escritores más deslumbrantes en lengua
japonesa, Kobo Abe. A medio camino entre la realidad y la fantasía
onírica, Abe escribe novelas y relatos cortos que acusan la
influencia de la cultura occidental que se impone tras la Guerra,
asimilando corrientes como el surrealismo o el existencialismo y
abriendo el paso hacia la renovación de la literatura en su país.
Se puede decir que Abe es el escritor japonés más cercano al mundo
kafkiano, un Kafka poético, pasado por la interpretación
existencialista de Camus y con algo de filosofía zen, por aquello de
la renuncia como forma de conocimiento.
El
argumento tiene la misma lógica alucinada de las novelas kafkianas:
un profesor de escuela aficionado a la entomología se dirige hacia
una aldea de la costa para encontrar nuevos tipos de insectos. Cuando llega al pueblo, lugar extrañamente amenazado
por la arena, los lugareños le ofrecen alojarse en la casa de una
mujer situada en el fondo de un hoyo. La arena parece impregnarlo
todo, pudrirlo todo, condicionarlo todo.... Al poco, el hombre se da
cuenta de que ha sido secuestrado: la mujer perdió a su marido,
engullido por una tormenta, y los vecinos le han buscado un nuevo
compañero que le ayude a acarrear la arena, trabajo imprescindible
para evitar la desaparición de toda la comunidad. El urbanita no se
resigna a su destino, que se le asemeja atroz, y lucha una y otra vez
por escapar en un esfuerzo inútil que finaliza cuando consigue
encontrarse a sí mismo en una experiencia que le justifica.
Es
inevitable buscar interpretaciones alegóricas en una historia cuyos
elementos sugieren continuamente ideas sobre la condición humana. La
ideología marxista, presente en la formación del autor y que le
llevó a la militancia política, nos permitiría afirmar que en la
resistencia insolidaria del protagonista hay una evidente lección
social: el bien colectivo no admite el egoísmo disidente. O incluso
podemos detectar un reflejo de la sociedad japonesa, que no acepta fácilmente las expresiones de individualidad y acaba
arrinconándolas en muros de aislamiento. Sin embargo, estoy
convencido de que la transformación social no es posible sin un
proceso individual que empieza, como dirían los existencialistas,
por la conciencia del absurdo. Me refiero al absurdo de la falta de
esperanza en un mundo que carece de sentido, o mejor dicho, de
trascendencia. Pensar otra cosa es tanto como aceptar la aniquilación
del ser humano; es imprescindible saberse libre para continuar
luchando contra una realidad que siempre es insatisfactoria. “Hay
que imaginarse a Sísifo dichoso”, decía Camus, y esto es lo que
acaba descubriendo el protagonista de la novela: la eterna tarea de
acarrear arena, que la mujer realiza sin más sentido que la
obligación de sobrevivir, tiene una posible redención. Le ha
permitido el despojamiento, el abandono de todo lo que es inútil y
que traía de su vida en la ciudad, la conciencia de que el
reconocimiento externo no es una justificación necesaria. Será en
su cautiverio donde encuentre la verdadera libertad, en un pozo
dentro del pozo. Es entonces cuando consigue la independencia gracias
a su descubrimiento del agua, que no es sino la certeza de que está
preparado para enfrentarse al mundo.
La
mujer es una resistente que ha asumido que su vida es una lucha
constante y solidaria con su comunidad, el hombre quiere comprender
sus razones porque todavía no ha accedido a la verdadera lucidez.
Cuando lo consiga, tras un periodo de introspección, ya no querrá
huir porque ha accedido a la más importante de las conquistas: la
capacidad de elegir. Y el lector asiste a este proceso interior
mientras, casi literalmente, siente en cada página el sabor de la
arena, el peligro inminente de las dunas o el agobio de un sol
abrasador.