lunes, 21 de julio de 2014

"Correr", de Jean Echenoz: La locomotora humana.

Emil Zatopek.... el nombre ya suena rítmico, mecánico, como una máquina de precisión fabricada en el Este. Es el nombre predestinado para uno de los mejores corredores de fondo de todos los tiempos, Zatopek, capaz de una hazaña increible: ganó en apenas diez días las pruebas de 5.000 m.,10.000 m. y la maratón de la olimpiada de Helsinki. Jean Echenoz, escritor de enorme elegancia pese a la sencillez narrativa, dedica al corredor checo la segunda de sus falsas biografías. Inventa un personaje a partir de hechos rigurosamente ciertos, o más bien lo interpreta hasta darle una dimensión de resistente inquebrantable frente a quienes siempre quisieron utilizarlo. Zatopek, el corredor de estilo imposible que destrozaba a sus contrarios con brutales cambios de ritmo, fue considerado un héroe del pueblo, el ejemplo de la superioridad del socialismo real sobre el corrupto capitalismo. Pero Echenoz nos muestra un hombre humilde y discreto, casi un asceta del deporte, cuya expresión más libre era correr.
Sí, lo reconozco, busqué novelas de Echenoz después de leer la crítica entusiasta que Carlos Boyero le dedicó en El País. Pero no empecé por “14”, la obra que dedica a la Primera Guerra Mundial y que Boyero recomienda de manera inexcusable, escogí “Ravel”, el peculiar relato de los últimos años del músico francés. Como en la biografía de Zatopek, el personaje inventado -un Ravel lleno de manías y rarezas- acaba siendo utilizado como excusa para una narración sorprendentemente sencilla, de un encanto difícil de explicar. Apenas hay historia, ni desarrollo de personajes, ni una trama que te mantenga en vilo, solo la desapasionada reseña de rasgos cotidianos. Parece como si no hubiera nada más que lo leído sobre el genio: Ravel es un tipo algo neurótico en el que es difícil descubrir el inmenso talento del creador de Dafnis y Cloe.
Echenoz es de novelas breves -lo que agradezco-, lectura ágil y gusto por el detalle, durante algún tiempo he mantenido la duda -tengo una inefable descofianza por los nuevos autores franceses- respecto a si la obra es un hábil relato, más superficial que otra cosa, o tiene auténtica sustancia literaria. La lectura de Correr derribó gran parte de mis prejuicios, si bien admito que hay un gusto muy francés por la elegancia y el artificio, algo parco en las características que definen eso que llamamos la gran novela psicológica; sin embargo, Echenoz maneja en esta obra la ironía y el sentido del humor de manera magistral, manteniendo las distancias respecto al protagonista y logrando, a pesar de ello, que el corredor callado y en apariencia sumiso adquiera dimensiones míticas.
El atletismo es un deporte apasionante con una historia de hazañas legendarias, de héroes solitarios que lucharon contra sus propios límites en un continuo esfuerzo de superación. La épica existe, solo hace falta saber contarla. Eso es lo que hace Echenoz con un punto de vibrante crónica deportiva, como si estuviera relatándonos el documental de un personaje que se nos escapa un poco y sobre el que arroja cierta mirada entre cálida e irónica.

Ahora bien ¿Hasta qué punto llegamos a conocer realmente a Zatopek? He leído varios comentarios de especialistas en carreras de fondo que se han sentido defraudados porque Echenoz renuncia a mostrar las auténticas sensaciones o pensamientos del corredor; ignoramos qué es realmente lo que ocurre en una prueba de ese tipo, no conocemos a un Zatopek que queda velado, semioculto, reducido a ser una marioneta del poder que lo encumbra o lo degrada miserablemente. No conocemos al hombre, solo sabemos que fue manipulado por dos regímenes totalitarios, pero tenemos la sospecha que Echenoz hace lo mismo; le importa poco Zatopek, que no es sino un símbolo, la forma de mostrar la despersonalización a la que estamos sometidos cuando el poder carece de límites. Entonces solo queda correr.
 

sábado, 12 de julio de 2014

Botchan, de Soseki: Pequeñas miserias.

Todos los que formamos este pequeño círculo de bibliófilos somos profesores, sabemos de los manejos y miserias que se ventilan en ese particular universo de un claustro de docentes y hemos sufrido en nuestras carnes la incomprensión o la abulia de alumnos hartos de estar recluidos durante seis o siete horas seguidas. Era pues inevitable que nos encontráramos en algún momento con Botchan. Porque Botchan, uno de los personajes más peculiares y conocidos de la literatura japonesa, llega pronto a la conclusión de que no sirve para esto, que la vocación de maestro es un bonito ideal que se suele estrellar con la difícil realidad y que transigir con las pequeñas miserias cotidianas acaba volviéndote cada vez más escéptico y menos entusiasta. Tal vez sea una visión algo pesimista, pero es que nuestra profesión no está hecha para quienes no quieren complicarse la vida ¿Qué se creían?
No es tan extraño que podamos encontrar afinidades con un maestro japonés de principios del siglo XX, en realidad los problemas que afronta alguien que va a ejercer la docencia en un lugar que desconoce tienen que ser muy similares. Japón estaba en pleno proceso de occidentalización -no sin dificultades y rechazos- a partir de la Revolución Meiji, por eso hay elementos culturales que nos parecen comunes, incluyendo una literatura que está lejos del refinamiento, el misterio o el esteticismo que suponemos asociado a los escritores orientales.
Ejemplo de esta vertiente literaria es el Botchan de Soseki, obra ferozmente simple, de escritura a veces desmañada, directa, sin delicadezas ni lirismos. Soseki dibuja caracteres con breves trazos para que la sátira funcione a la perfección. ¿Literatura menor? Puede ser, en todo caso muy divertida, con una comicidad que procede de la incompatibilidad de Botchan con el entorno en el que vive a disgusto, del carácter impetuoso e inseguro, poco adaptable, que le lleva a continuas situaciones que lo ponen en evidencia. En cierto modo me recuerda el esquema de aquella serie norteamericana, Doctor en Alaska, solo que acentuando los aspectos más vulgares y prosaicos. Incluso, en la determinación y las reglas morales de Botchan, podríamos encontrar semejanzas con los códigos que Joel Fleischman intentaba preservar en el mágico pueblo de Cicely.
 
El considerable mérito de Soseki es la creación de un arquetipo literario, me atrevería a hablar de botchanismo como de una actitud ante la vida. Botchan es un metepatas que acaba resultando simpático porque va con sus ideas hasta el mismísimo infierno, es capaz de partirse la cara por lo que cree justo, aunque su visión de la justicia esté totalmente distorsionada. En el fondo es un tipo inseguro que se disfraza de falsa firmeza para encubrir sus pocas luces. Las debilidades de Botchan son tan evidentes, sus intentos por disimularlas tan lamentables, que no puedes sino ser condescendiente con sus bajezas y su estricto y algo ridículo concepto del honor.
No busquen una reflexión sobre el sentido de la educación -como podíamos encontrar en Jacob Von Gunten- porque no se trata de esto, el objetivo de la sátira va por otros caminos. El mundo es un lugar inhóspito en el que, o tienes la capacidad y la decisión suficiente para transformar las circunstancias, o es preciso saber leer bien la situación para adaptarte lo mejor posible. Sospecho que Soseki veía en Botchan el representante de una actitud ante la vida y de unos valores que estaban en proceso de desaparición: el Japón moderno, individualista y occidentalizado, empezaba a ver con escepticismo ideas sobre el honor y la responsabilidad que parecían periclitadas. A Soseki tal vez no le gustaba demasiado hacía dónde soplaban los nuevos vientos, pero no podía evitar ver en Botchan el representante ingenuo y acomplejado de una forma de vida que ya no era útil.