sábado, 26 de diciembre de 2015

"El Reino", Emmanuel Carrère. Creencia y desfascinación.

¿Qué es el Reino para Carrère? Aunque se trata de la pregunta fundamental hay una motivación previa de la que el lector es consciente desde que se enfrasca en los primeros párrafos del libro: Carrère intenta justificarse. Sin duda, sí, se justifica por haberse entregado a una fábula ridícula en un tiempo de desesperación. Y para ello escribe una introducción genial en la que a modo de introspección muestra su extrañeza ante el creyente cristiano que fue y en el que ya no se reconoce. Leo esas primeras páginas, más de cien antes de entrar en su investigación sobre los orígenes del cristianismo, con la misma sensación de perplejidad que el propio Carrère muestra por su anterior delirio religioso. No lo concibe, pero tiene la honestidad de no buscar las razones en alguien ajeno, recurre a su cuaderno, al cuaderno casi olvidado que redactó durante tres años comentando a San Juan. Ahí es donde encontrará y cotejará los pensamientos de una mentalidad religiosa. La diferencia de sus confesiones con las de Rousseau o San Agustín, que serían referentes válidos, es que lo hace con humor, sutil pero presente siempre, como si quisiera atenuar la pasada seriedad del crédulo.
A partir de aquí, con ese estilo tan peculiar de Carrère en el que mezcla la autobiografía, el ensayo y la invención novelada, se introduce en los orígenes del cristianismo para encontrar en Pablo y en Lucas dos modos diferentes de vivir la fe. La investigación, plena de digresiones, de referencias a su propia vida, de anécdotas interesantes aunque de relevancia discutible, está narrada con enorme talento. Lucas se nos revela como un creador genial, menos reconocido que otros evangelistas precisamente porque es equilibrado, objetivo y con un punto escéptico. Carrère se identifica con Lucas de igual modo que se contrapone a Pablo, personaje sectario y sin matices que se debió parecer mucho al fanático represor que describe Cioran: “Nunca le reprocharemos bastante haber hecho del cristianismo una religión poco elegante, haber introducido en él las tradiciones más detestables del Antiguo Testamento: la intolerancia, la brutalidad, el provincianismo”.
Hablando de Pablo y sus relaciones con el primitivo núcleo cristiano dirigido por Santiago, el supuesto hermano de Jesús. Carrère compara las relaciones entre ese núcleo judaico y el disidente con las disputas entre comunistas. Y utiliza un lugar común entre la burguesía ilustrada y liberal que ve en en el “Partido” a un grupo de extremistas descerebrados. Permítanme un pequeño ajuste de cuentas con el capricho liberal del autor, que seguramente tendrá miles de razones para despreciar a los comunistas. Me acuerdo ahora de Mersault, el protagonista de “El extranjero” de Camus, que ejemplifica una actitud que me gustaría traer aquí. Frente a la muerte y el final absoluto que supone, Mersault no transige, se niega a aceptar la idea de Dios y muere ejecutado como un héroe absurdo pero manteniendo su dignidad intacta. Carrère, pese a su ironía y su agnosticismo, pese al humor con el que cuenta su periodo de conversión, se dejó vencer por la desesperación y aceptó la solución de la creencia como asidero de su debilidad. Tal vez esa debilidad es la que le reconcome.
A la altura del siglo XXI es inevitable la sensación de molestia ante los disparates de una religión insostenible con su mitología de la resurrección. Ni siquiera, nos sugiere Carrère, tiene sentido la mentalidad religiosa que ofrece falsas ilusiones con las que cubrir una lucidez, tal vez triste, pero mucho más honesta. Esto no significa que el cristianismo tenga que ser identificado con ideas reaccionarias o conservadoras, al contrario, es “una de las cosas más rebeldes y revolucionarias que haya inventado el hombre”. Es decir, nada justifica la presunta incompatibilidad del hombre libre con la doctrina cristiana o, como decía Bernanos, “es una locura que, con el programa que contiene el evangelio, el cristianismo se haya terminado convirtiendo en la bestia negra de los hombres libres”.
Llegamos así a la conclusión hacia la que hemos sido hábilmente dirigidos a través de la figura de Lucas. Hay que liberar al cristianismo de toda su ganga dogmática y acudir a las fuentes que consultó Lucas, allí donde las palabras de Jesús nos estaban mostrando el Reino, que no es otra cosa sino los valores universales de solidaridad, amor al prójimo y convivencia pacífica. La doctrina cristiana sería entonces perfectamente válida como modo de vida y aquel vergonzoso asidero de un hombre débil resulta ser, finalmente, la ética más elevada y la culminación natural del saber filosófico. 
Al juicio del esforzado lector, que ha llegado al final de la obra seducido por el inteligente proyecto del autor, queda el determinar si ha sido o no convincente. 

jueves, 24 de diciembre de 2015

Almas muertas, de Nikolai Gogol: Realismo y artificio.

"¡Qué triste es nuestra amada Rusia!". Pushkin

Gogol no fue capaz de acabar la segunda parte de “Almas muertas”, se lo propuso casi espantado por la desoladora imagen que estaba dando de su país. Pero solo se sentía cómodo en la crítica despiadada y, si cayó en el arrepentimiento piadoso de la segunda parte, fue por la necesidad de encontrar un camino de salvación para aquellos a los que había mostrado en toda su cruda y lamentable realidad. Es una peculiar contradicción que me recuerda un poco el planteamiento de Pascal en sus “Pensamientos”. También muestra la absoluta indigencia del ser humano, aunque de la conciencia de nuestra miseria esencial surge en Pascal la búsqueda de Dios y el acercamiento al sentido de la existencia.
Tal vez la comparación sea un poco forzada. Me remito a Tolstoi, que debió ver cierta relación puesto que afirmaba haber llegado a entender a Pascal gracias a Gogol. Tolstoi, de todas formas, va por otro camino que se acerca más a un intenso sentimiento religioso. Por mi parte, creo que en ambos escritores acaba teniendo mucha más fuerza la labor de demolición que ese intento final por frenar la corrupción y rehabilitar a aquellos que han sido reducidos a la penuria existencial. Ni la famosa apuesta de Pascal resuelve nuestra desolación ni el pietismo y arrepentimiento de Gogol le sirvió para regenerar una sociedad poblada de almas muertas. 
La lectura más evidente es la que incide en el contenido social de la novela y hace de Gogol uno de los principales representantes del realismo ruso. El argumento, con toques picarescos y estructurado en torno a episodios que nos van presentando diferentes tipos sociales, sirve a la perfección a este propósito crítico: Chichikov, una especie de medrador profesional, llega a una provincia perdida del imperio con la pretensión de negociar con los notables del lugar. Su intención no es comprar terrenos sino siervos fallecidos después del último empadronamiento -almas muertas- que siguen inscritos en el registro. La razón de esta sorprendente transacción es estafar al Estado, la idea es conseguir las tierras ofrecidas gratis a quien demostrara tener siervos para trabajarlas. La propuesta de Chichikov es tan rentable que nadie rehúsa, hasta que una anciana desconfiada le pone tantos problemas que se verá obligado a huir.  Pero en el transcurso, y con cada visita a un propietario, el autor ha puesto en escena individuos a cual más miserable y ruin. Son hombres sin dignidad, sin moral, elementos pasivos de una sociedad dañada.
Gogol describe un país en el que se ha impuesto el vicio y la corrupción, que solo parece admitir comportamientos canallescos. El resultado es tan subversivo que al morir el autor se impidió la publicación de sus obras completas, de tal modo peligroso se había convertido para la autocracia un escritor que en vida nunca cuestionó el orden zarista. Sus intenciones quedaban muy lejos de cualquier solución revolucionaria y no solo por su natural conservadurismo, Gogol es un pesimista que ante la imposibilidad de perfeccionar una sociedad podrida considera que “hay que mostrar toda la profundidad de su verdadera abominación”. No es esta la interpretación de Kropotkin, uno de los principales teóricos del anarquismo que también escribió un interesante tratado sobre la literatura rusa. Para el gran defensor del Apoyo Mutuo, la obra de Gogol tiene evidentes intenciones reformistas: “Almas muertas” sería una formidable acta de acusación contra la servidumbre mediante la descripción realista del ignominioso trato al que eran sometidos los siervos. Representando con fidelidad una situación injusta, el autor mostraba a los escritores que le siguieron que el realismo podía ser puesto al servicio del cambio social.
Con “El capote” y “Almas muertas” Gogol se situaba en el inicio del realismo crítico, pero esta interpretación que ha sido tradicional entre los analistas rusos no acaba de ser del todo convincente. El humor satírico que impregna las dos obras no salva a nadie y no parece una defensa de los desfavorecidos o un intento por concienciar sobre la posibilidad de una mejora social. Esto abre la tesis del artificio literario sin intenciones reformistas tal y como defiende Nabokov en su “Curso de literatura rusa”. No habría intenciones moralizantes, “Almas muertas” sería una fantasía infernal que reivindica la obra de arte como creación radicalmente autónoma. La obra de Gogol, dice Nabokov, es un puro ejercicio literario, pura ficción.
Seguramente las dos interpretaciones están justificadas por la misma personalidad contradictoria de Gogol, que se sentía inclinado a dar una visión idealista y elevada de la gran patria rusa pero, al ponerse a escribir, solo le salía un mundo poblado de mezquinos, aprovechados y arribistas. Y, la verdad, por mucho que molestara a bienpensantes y censores, Gogol fue honesto cuando perfilaba una sociedad enferma en la que se había impuesto la alienación y la docilidad. Por cierto, curiosamente son las mismas características de la época que nos ha tocado vivir, aunque no vengan provocadas por una autocracia sino por la triunfante uniformización de un mundo globalizado. 


sábado, 14 de noviembre de 2015

La tertulia se aproxima a "El Reino".

….sin llegar a entrar, porque El Reino de Dios no quiere a individuos poco recomendables que prefieren, como Maquiavelo, la animada discusión sobre los misterios de la existencia al canto suplicante de los devotos.

Pero sí, aquí estamos, no nos habíamos ido, sigue existiendo un núcleo duro que mantiene la disciplina mensual en torno a nuestro particular reino de la cerveza. Y a pesar de deserciones sonadas esperamos cumplir en breve nuestra primera década de existencia, para cuya celebración aspiramos a una reunión en una abadía cervecera, en el café Gijón o en una terraza berlinesa o de Praga si la administración hace caso al eminente filósofo y podemos aumentar nuestra soldada denunciando a malos compañeros.

La última reunión no fue, sin embargo, en la cervecería setabense que nos sirve de sede sino en la casa del fundador de la tertulia -otras fuentes hablan de fundador apócrifo que robó la gloria al verdadero artífice-, donde fuimos obsequiados con el arroz al horno que pueden contemplar si bajan un poco la vista hacia el final del comentario. La comida sirvió de excusa -o al contrario- para hablar del último libro de Carrere, hubo controversia y división de opiniones, se habló de San Pablo y de ética cristiana. No hubo acuerdo, como era de esperar, porque afortunadamente a cada uno de nosotros nos interesan cosas diferentes y solo coincidimos en que queremos escuchar lo que opinan los demás. A la próxima volvemos a la ciencia ficción, Javier Bataller tendrá que volver a recordarnos que no es un género de puro entretenimiento ni el resultado de las elucubraciones de escritores próximos al delirio, mientras que Juan Fe arrojará sombras sobre el interés de las crónicas marcianas. Al final siempre nos divertimos más cuando entramos en combate que cuando reverenciamos la grandeza de los clásicos.

viernes, 6 de noviembre de 2015

Mía es la venganza, Torberg.

Dice la Biblia en Romanos 12:19:

 “… nunca os venguéis vosotros mismos, sino dad lugar a la ira de Dios, porque escrito está: mía es la venganza, Yo pagaré”


San Pablo recuerda a sus prosélitos la frase del colérico e implacable Dios de los judíos recogida en el Deuteronomio. El de Tarso ya estaba trabajándose la lealtad de la ciudadanía cristiana a las autoridades civiles, bien sabía el converso que era conveniente dejar para el juicio divino los agravios que pudieran suscitar rebeldías terrenas peligrosas para el orden establecido. La frase es relevante para ponerse a bien con las autoridades imperiales, pero son los judíos quienes captan su auténtico sentido: Dios asegura al pueblo elegido que sus enemigos no quedarán sin castigo, lo que en cierto modo condena a los fieles cumplidores de la ley a una peligrosa pasividad ante el ataque de sus enemigos. Este inquietante precepto sirve a Torberg, magnífico escritor checo de lengua alemana, para reflexionar en “Mía es la venganza” sobre las causas de la lamentable inacción de las víctimas ante la violencia nazi y sobre el complejo de culpa, algo consustancial a cualquier escritor de origen judío.

De todas formas no se preocupen, no estamos ante el típico relato de horrores nazis al uso, es un texto breve, con un extraño componente kafkiano que recuerda y mucho el ambiente que se respira en “La colonia penitenciaria”. Hay un punto entre onírico y simbólico en el dilema que propone el comandante nazi a sus prisioneros. El sadismo del juego nos remite a imágenes que ya forman parte de la galería de horrores del siglo XX, pero también evoca la lógica irreal que nos lleva a Kafka.
Se trata del testimonio de un hombre que acaba de escapar de un campo de concentración, es algo así como una confesión ante un desconocido que se interesa por las terribles circunstancias que ha vivido el narrador. Está esperando la llegada de unos amigos que nunca se presentarán, judíos que habían sido recluidos en el campo de concentración de Heidenburg y de los que solo parece haber sobrevivido ese hombre extraño que vaga por el embarcadero. Conoceremos la historia de ochenta judíos hacinados en un barracón que tuvieron la osadía de pedir más espacio al comandante del campo. Ante la sorpresa de todos y la inquietud del lector, les promete que tendrán lo que piden. El comandante ha ideado un sistema para ir exterminando a quienes se han atrevido a protestar, suponemos que trata de demostrar la cobardía y la incapacidad de los judíos para tomar una decisión. La cuestión es simple, un dilema que ha de resolver la víctima, o morir ejecutando al verdugo o resignarse dejando a Dios la venganza.
A Torberg le interesaba una cuestión que ha obsesionado a los más combativos del Estado de Israel durante mucho tiempo ¿Por qué no fueron capaces apenas de resistirse los judíos que eran llevados como animales al matadero, a qué se debió esa pasividad humillante que deja en manos de Dios la venganza de sus padecimientos? El breve relato de Torberg, uno de los primeros que reflexiona sobre las víctimas de los Lager, se configura como una metáfora sobre el destino del pueblo judío y de las persecuciones sufridas a lo largo de su historia. Es justo plantearse si abandonar la responsabilidad de la lucha cumple con el mandato divino o contribuyó a la desgracia de los judíos. Quizá la sumisión solo fue en realidad miedo y cobardía, la causa por la que Dios abandonó a su pueblo sin ejercer ya su venganza.
Si ustedes conocen, aunque sea de manera aproximada, lo que ha venido ocurriendo en Oriente Medio desde la segunda mitad del siglo XX, habrán comprobado que el Estado de Israel aprendió bastante de esta supuesta pasividad y ya hace tiempo decidieron que las víctimas, mejor que sean otros. Digamos que el nuevo Estado judío, dadas las circunstancias, consideró que debía liberar a Yahvé de parte de sus obligaciones y que, si antes no pudieron defenderse, no les volverán a pillar por sorpresa porque serán ellos los que golpeen primero. El judío doliente que va al matadero en el campo de concentración ha sido sustituido por otro, militarizado, fuerte, despiadado con sus enemigos. 
Ignoro si Torberg, que fue uno de los eminentes escritores judíos que pudo escapar de la persecución nazi, hubiera hecho honor a su fama de independiente e inconformista criticando los actuales desmanes del gobierno israelí contra los palestinos. Tengo mis dudas, me quedo con lo que dice el extranjero que vaga por el puerto de Nueva Jersey interpretando de una manera menos ominosa el precepto divino. No pienso en las justificaciones de la razón de Estado israelí, hay algo más universal y provechoso. Como el doliente personaje que asumió su responsabilidad, creo que mientras cada uno de nosotros esperemos librarnos de un destino fatal pensando que le tocará a otro, estamos condenados a la sumisión eterna. Es necesario recordar lo que fue aquel tiempo de inmundicia, pero no solo para evitar que se repita la barbarie, también porque más allá del debate entre justicia divina y humana, se dilucida para nosotros una decisión fundamental en tiempos difíciles: O la sumisión o la rebeldía.

viernes, 9 de octubre de 2015

El paraíso perdido: Simpatía por el diablo.

Admito la posibilidad de que Defoe escribiera su “Historia del diablo” para quedarse con el personal, la ironía de la que suele hacer gala justificaría esta tesis. Pero también es posible que creyera que el diablo está muy presente entre nosotros y que, incluso, dirige el mundo desde las salas Vaticanas. Con el diablo hay que andarse con ojo y, como cantaba irónicamente Mick Jagger, conviene evitar que nos desconcierte la “naturaleza de su juego”. Por eso Defoe detestaba “El paraíso perdido”, o mejor, reconocía la altura literaria del poema pero pensaba que los errores en los que incurre Milton son tantos que puso en ridículo la religión y anulado, de hecho, la veracidad de los textos sagrados.
A Milton le escandalizaría la acusación de Defoe y, de haber estado vivo, hubiera iniciado un provechoso debate sobre el diablo del que todos nos habríamos beneficiado para prevenir futuros males. Tal vez la idea de Milton, al menos la idea consciente, era mostrar que el pecado se plasma en la desobediencia de los preceptos divinos, lo que implica un justo castigo. Lo cierto es que esta intencionalidad nos acaba pareciendo muy poco sincera ante la inquietante simpatía que despierta la trágica figura del Maligno; su asalto a los cielos, que puede suscitar horror entre mentalidades sumisas y poco dadas a la rebelión contra el poder omnímodo de dioses, reyes o tribunos, es en el fondo la rebeldía de un hombre que quiere ser libre. Así debió entenderlo el poeta Percy Bysshe Shelley, que veía el diablo de Milton como un ser moral muy superior a Dios. O el gran poeta y pintor William Blake, cuyo espíritu jacobino compartía la idea de rebelión contra el Dios tiránico del Antiguo Testamento; Blake pintó una serie de ilustraciones extraordinarias para “El paraíso perdido”, en ellas Satán es un admirable espíritu rebelde que guía a los hombres a derribar los templos y a desdeñar los terrores impuestos por la religión establecida. Aunque no lo supiera, dice Blake, Milton estaba de parte del diablo.
Que el diablo pueda ser interpretado de una manera tan subversiva es un aliciente para afrontar el poema de Milton aunque, hay que reconocerlo, suena como a antigualla poco soportable. Es verdad, la primera lectura asusta, te encuentras con una obra farragosa, de lenguaje rebuscado y de la que supones que solo captarás la elegancia de sus versos en la versión inglesa. Por eso he de agradecer al espléndido trabajo de ilustración y sintesis realizado por Pablo Auladell que me indujera a leer a Milton superando los primeros prejuicios. Auladell traduce en imágenes el particular universo del poema, sin apenas texto pero cuidando cada imagen para que proporcione la mayor información posible. El infierno es tenebroso, un caos amenazador alejado de las terribles descripciones dantescas. El cielo sugiere una fría proporción y armonía, con ángeles guerreros que se encargan de imponer la tiránica voluntad divina frente a los rebeldes. El efecto es tan poderoso que resulta inevitable que queramos la victoria de aquellos que prefieren ser libres en el infierno antes que serviles en el cielo. Tras las sugerencias de Auladell no quedaba sino leer a Milton y, para ser sincero, al final resulta que no es el tocho insoportable que ninguneaba T.S. Elliot, es un poema sorprendente, una aventura épica sobre el origen del mal que nos presenta a Satán como un personaje complejo y profundo, mucho más próximo que el Dios distante y cruel que ejerce como creador para luego castigar con pobres excusas.
“El paraíso perdido”, ambiguo y contradictorio a veces, plantea un proyecto muy ambicioso que rivaliza con los mismos libros sagrados. En el prólogo declara el autor que se propone justificar los caminos del señor ante los hombres, se trataría pues de explicar el origen del mal en el mundo. Pronto comprobamos que ese objetivo teológico fracasa, de manera buscada, o no, subyace el compromiso político de Milton y no puede evitar que Dios le recuerde la despótica monarquía absoluta que ayudó a derribar. El diablo sería una especie de trasunto de Cromwell, el héroe de las libertades frente a la tiranía que, en el fondo, era tan contradictorio como el propio Milton. 
Hay un peligro evidente en hacer protagonista al diablo y tratar de explicar sus razones, acabas simpatizando, aunque sea un poco, con él. En todo caso creo que no es solo un error de cálculo, hay un programa político que emerge a cada momento de entre las rendijas de la misión teológica y que ni siquiera pierde fuerza con el ridículo destino que  se reserva a Satán. No se trata de la salvación en Jesucristo y un fin bienaventurado en el más allá, es el sueño de redención de amplias capas de la población inglesa que tuvo su punto álgido durante el gobierno de Cromwell, es el proyecto de regeneración nacional que asume Milton y que plasma en una obra que combina el plano religioso, político y literario.
El diablo de Milton emprende la acción más terrible y execrable que nosotros, siervos de Dios, podamos imaginar: intenta un golpe de Estado celestial que anule el poder divino sobre el resto de criaturas. Y la rebelión la hace en nombre de la libertad y la igualdad, exponiendo, para nuestra sorpresa e inquietud, que nadie debe vivir de rodillas ante Dios. En realidad, Milton está anunciando el mito faústico y la esencia del hombre occidental, es el afán de conocimiento y la ambición sin límites para alcanzar las fronteras de la condición humana. Cuando Fausto se aventura por paisajes desconocidos e intenta transformar su condición está negándose a aceptar la prohibición sagrada de no ser como dioses. Es la misma exigencia de Satán en “El paraíso perdido” ¿Por qué doblegarse ante poderes superiores si nada hay más infame que el ejército de esclavos que sirve al Creador?


viernes, 4 de septiembre de 2015

El corazón de las tinieblas: Civilización o barbarie.

En una entrada anterior de nuestra tertulia me refería a aquella colección prologada por Borges con libros sorprendentes, casi olvidados o situados al margen de las obras más conocidas o divulgadas. La colección se abría con una incontestable obra maestra, El corazón de las tinieblas, aunque es bastante probable que de no ser por el éxito de Apocalipsis now, en la que Coppola adapta el relato de Conrad con notable fidelidad, la trascendencia que ha llegado a adquirir fuera considerablemente menor. No fue casualidad la elección de Borges, el descenso a los infiernos del capitán Marlow constituye una de las narraciones más complejas en lengua inglesa y la extraordinaria película de Coppola no hizo sino darle una difusión que merecía con creces.
Leí por primera vez El corazón de las tinieblas hace ya bastante años y he de confesar que me perdí en la compleja elaboración que diseña Conrad. Es una circunstancia que suele ocurrir cuando esperas una lectura sencilla y te encuentras con un relato denso, alejado de la novela de aventuras ágil y sin complicaciones que, por extrañas razones, siempre he tenido en la cabeza que era a lo que se dedicaba Conrad. Para empezar, la estructura exige cierta atención por parte del lector, hay dos narradores que a veces se superponen y los diferentes tiempos y escenarios van creando una imagen nebulosa e irreal en la que prima la confusión y la pesadilla. La historia casi se disuelve en un plano irracional, muy ambiguo, que nos introduce en ese horror metafísico que parece haber alcanzado Kurtz. 
El inicio prepara, a través de un paralelismo, lo que constituye uno de los argumentos de fondo que expresa Conrad. Nos sitúa en Londres, en medio de la conversación de unos hombres de mar que esperan la bajada de la marea para partir. Entre ellos sobresale el personaje de Marlow, que narrará una historia con la que pretende aligerar la espera. El paralelismo del que hablo se refiere al inicio de esa historia, la primera expedición de un grupo de romanos en tierras de la antigua Britania, “uno de los lugares oscuros de la tierra”. Marlow presenta el Londres prerromano  como un espacio salvaje con el que se encontrarían los conquistadores “civilizados”, algo así como lo que estaba ocurriendo en tierras africanas con los colonizadores europeos. Este paralelismo ya nos sugiere la dualidad civilización-barbarie que se constituye en elemento clave del relato. Sin embargo, la primera lectura es una crítica radical contra el imperialismo, con abundancia de citas que denuncian el genocidio, que muestran la barbarie de la colonización y desmienten, a veces con ironía y otras sin ambages, la presunta labor civilizadora del hombre blanco. Como digo, las referencias son abundantes: la “noble causa”, “elevados y justos procedimientos”, “la conquista como ocupación de tierras de quienes tienen un color de tez distinto”. Recuerda, estoy convencido de que Conrad conocía estas palabras, el discurso de Leopoldo II de Bélgica en vísperas de la anexión del Congo: “Llevar la civilización al único lugar de la tierra  donde todavía no ha llegado, disipar las tinieblas que envuelven todavía a poblaciones enteras: es es -me atrevo a decirlo- una cruzada digna de este siglo de progreso”. Una cruzada civilizadora que se convertirá en la práctica en una guerra de exterminio
La evidente denuncia sorprende a poco que se conozca la biografía de Conrad, un conservador ajeno a cualquier veleidad revolucionaria y un admirador del imperio británico, seguramente por considerarlo el garante del orden internacional civilizado. Esta circunstancia podría desmentir que el relato conradiano sea un alegato contra el imperialismo en sentido estricto, lo cierto es que el viaje que emprendió por el Congo y la amistad con Roger Casement cambió muchos de sus puntos de vista. Si no se convirtió en un decidido activista anticolonial queda claro que era consciente del genocidio cometido en el Congo y de la inconsistencia del argumentario  colonialista que justificaba la rapiña disfrazada de civilización: “La colonización del Congo es la más vil rapiña que jamás haya desfigurado la historia de la conciencia humana y la exploración geográfica”. Si no me atrevo a declarar que la obra trasciende la mera indignación moral ante las atrocidades conocidas para convertirse en la reprobación general contra el horror de la colonización europea, es por la despersonalización de los indígenas que se aprecia en el relato -cuestión que sirvió de argumento a algún crítico para tachar a la obra de racista- y por la contraposición entre espacios de progreso y barbarie. Aunque la indignación se refiera al Congo, donde el rey Leopoldo creó un auténtico reino del horror, leer hoy El corazón de las tinieblas es un ejercicio necesario para descubrir los verdaderos fundamentos de las sociedades occidentales, definidas como liberales y humanitarias pero alzadas sobre el dolor y la explotación.
La lectura anticolonial existe y puede entenderse el libro como una forma de protesta moral que Conrad se vio en la necesidad de hacer, pero el hecho histórico acaba siendo superado por una lectura aún más profunda vinculada a nuestra irracionalidad esencial, la corrupción o la caída del ser humano que se produce en cuanto se cuartea la leve capa que ha dejado en nosotros el progreso y la civilización. Borges dice en el prólogo que el corazón de las tinieblas constituye un infierno todavía más terrible que el peor de los círculos dantescos. Allí nos encontramos al ángel caído para completar la imagen dantesca, que se ha dejado arrastrar por el instinto, por la tendencia al salvajismo al que parece conducir la selva y que ha situado a quien fue un irreprochable militar fuera de la razón. Aclaremos que Conrad no es tan unívoco en sus conclusiones, no es solo el entorno primitivo lo que explica la barbarie de Kurtz, “toda Europa contribuyó a hacer a Kurtz”. La condición deshumanizada no se obvia pero esos límites llega un momento en el que parecen identificarse con el estado de máxima libertad, sin ningún tipo de obstáculo o inconveniente que impida la plena expresión de lo que Nietzsche llamaría los “instintos de vida”. Solo en esas condiciones se llega al conocimiento último, al horror de las verdades más profundas. Pero también es el estado que desborda a la razón, lo incomprensible e inexpresable, aquello que atenta contra lo humano, despersonaliza a sus víctimas y les niega la identidad. 
Es difícil saber exactamente lo que pretendía representar Conrad, tal vez la descarnada barbarie de Kurtz no es sino el lado oscuro y mucho más real del saqueo brutal que los europeos llevan a cabo con los pueblos del Tercer Mundo. Circunstancia que a pesar de su evidencia, siempre conseguimos mantener fuera de los límites de nuestra conciencia. Tampoco es injustificado ver en Kurtz, como sugería antes, una representación del superhombre nietzscheano, el individuo superior, idolatrado por los indígenas, que ha creado su propia moral más allá de la impuesta por una sociedad corrupta que asesina los instintos. El sufrimiento de Kurtz, que le lleva a la muerte, no es sino el vértigo de lo desconocido, de una libertad que no estaba preparado para afrontar.
Al final del relato, que tiene algo de iniciático para el personaje que cuenta su historia en el estuario del Támesis, la personalidad del protagonista ha cambiado. Tras su experiencia africana ha aprendido mucho más de lo que sabía sobre Europa, sus ciudadanos y sobre el ser humano en general. El resultado es un Marlow que ha perdido la inocencia, que ya no cree en sus congéneres y cuya visión se ha hecho mucho más crítica, aunque no llegará a dar el paso terrible que sí afronta Kurtz, Marlow reconoce que nunca podrá alcanzar la lucidez de Kurtz: “La esencia de este mundo yacía bastante por debajo de la superficie, más allá de mi alcance, y más allá de mi poder de intromisión”. El profundo pesimismo que refleja Marlow anticipa el escepticismo y desesperanza de la Europa que vivió las experiencias de Auschwitz e Hiroshima, la conciencia de que el progreso técnico no ha supuesto el mejoramiento moral del hombre sino más bien una auténtica caída. El horror no es lo que se encontró en la selva africana, el corazón de las tinieblas se encuentra en el propio mundo civilizado.

miércoles, 26 de agosto de 2015

Iliada: La cólera de Aquiles

Canta, oh diosa, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo…..


Y el relato de la cólera de Aquiles será una apología del belicismo, el canto de las hazañas de unos héroes despiadados que fueron a Troya en busca de oro, esclavas, honor y venganza. Pero  sobre todo, en busca de la gloria y la permanencia en la memoria de los hombres. La ética de la Iliada consagra la decisión de Aquiles, el rechazo de una larga existencia insignificante a cambio de permanecer en Troya y conseguir la gloria eterna al precio de la propia vida. Incluso Héctor, tal vez el héroe más cercano a nosotros, si bien lamenta los horrores de la guerra niega para su hijo una vida pacífica. Sabe que no es posible hacerse un hombre sin la guerra, terrible y necesaria a un tiempo para alcanzar la felicidad. 
Dice Simone Weill que la Iliada es la única auténtica epopeya que posee Occidente, la Odisea no deja de ser una imitación irónica que rompe con la moral aristocrática de la época heroica: en la Odisea se nos habla de supervivencia con un personaje tan sinuoso como Ulises y un Aquiles que parece arrepentido de su gloria. En la Iliada están apuntados esos aspectos que distorsionan la ética aristocrática pero, sin duda, su sentido último es la muerte honrosa en el campo de batalla.
Puede que les ocurriera algo parecido. En la primera aproximación a las obras homéricas albergaba el temor de que la cultura oral en la que se gestaron pudiera resultarme demasiado lejana, con poco que decir a un lector llegado de los tebeos y con apenas un par de libros de cierto calado digeridos. El temor desaparece rápidamente si empiezas con la Odisea, desde el momento en el que Ulises cuenta sus maravillosas aventuras sabes que estás ante uno de los personajes más reconocibles y próximos de la historia de la literatura. La Iliada resulta más indigesta para estómagos delicados, veinticuatro cantos llenos de atrocidades, un auténtico reguero de sangre. Y sin embargo es también apasionante, tal vez sea la atracción que sigue ejerciendo la guerra o la fascinación por la épica heroica ¿Pero qué mensaje nos deja hoy la historia de unos personajes en guerra por defender su honor y lograr la gloria destripando enemigos?
Si Grecia está en el origen de la civilización occidental es evidente que la Iliada ha de contener elementos que siguen alimentando nuestra cultura. Según Nietzsche es precisamente en el periodo de la excelencia aristocrática, representada por los héroes, donde se encuentra la esencia de lo griego, el momento en el que se desarrolla aquello que es inherente al ser humano: la voluntad de poder. El filósofo alemán niega que el centro de gravedad de lo griego sea la época de Pericles, el fulgor del periodo clásico que ha sido idealizado y distorsionado por un mundo occidental que perdió sus auténticos referentes; es en la época arcaica donde encontramos a los verdaderos griegos, donde la cultura todavía no ha sido debilitada, ahí está el origen creador de nuestra civilización.
Nietzsche incide también en una idea que en absoluto nos es ajena, la tarea del individuo excepcional, el héroe virtuoso que determina el curso de la historia. Podemos pensar que si  la sociedad arcaica no se hubiese constituido a partir de la noción de lucha en la que un héroe se impone a otro, tal vez no se hubiesen logrado más adelante las grandes manifestaciones culturales del siglo V ateniense, aunque a Nietzsche le parezcan despreciables por la influencia socrática. El hecho es que la Iliada no es solo la descripción ininterrumpida de las hazañas bélicas de unos guerreros portentosos; cuando se interrumpe la batalla, en esos momentos en los que se inician deliberaciones y litigios resueltos con la palabra, el ardor guerrero cede y se intuye un cierto temor a reanudar el combate. Hay algo que nos habla, más allá de las hazañas, de una civilización que convertiría “los espíritus de la muerte” en un bellísimo poema épico y las querellas entre los héroes en instituciones deliberativas que consagraban la libertad. 
Durante todo el desarrollo del poema es indiscutible para el narrador que los troyanos son inferiores en virtudes a los aqueos, sin embargo se trata de un enemigo del que nunca se oculta su excelencia. Homero, o quien fuera que compilara la tradición oral de las hazañas micénicas, supo entender que la grandeza de la victoria depende del valor y la resistencia del oponente. No solo esto, la Iliada se fija en la humanidad de los héroes y es en la descripción de Héctor, la gran figura rival de Aquiles, donde encontramos al personaje más humano e incluso al que hoy reivindicaríamos. Héctor es el tipo de héroe que podríamos aspirar a ser, desde el principio se ha puesto al servicio de su pueblo para resolver el terrible error de Paris que condenará a Troya. Su sabiduría y valor no bastarán cuando se enfrente a Aquiles, sabe en el fondo que será derrotado y por ello resulta aún más admirable su entrega. Si Aquiles es un héroe incapaz de ilusionarse y en permanente enfrentamiento con el mundo, Héctor es el héroe de las ilusiones, el hombre que afirma todo lo que el aqueo niega y del que su muerte, trágica e inevitable, acaba pareciéndonos inmerecida.
En todo caso, Aquiles no es solo una máquina de matar ni el estúpido que a veces se ha contrapuesto al inteligente Ulises. Muestra una notable lucidez a pesar de su cólera y es capaz de desenmascarar el comportamiento artero y caprichoso de Agamenón. Eligió un destino glorioso que nunca parece convencerle del todo y, lejos de la seguridad del iluminado, llegará en la Odisea al arrepentimiento y a desear una vida de esclavo con tal de estar entre los vivos. Es este aspecto siempre presente en Aquiles, la conciencia lúcida sobre la condición humana, lo que otorga una singular grandeza al encuentro con Príamo, cuando se apiada del padre. Mientras los héroes sufren y mueren, los dioses viven una existencia feliz y despreocupada, de esto es consciente Aquiles y de ahí la compasión por el dolor de Príamo en uno de los fragmentos más íntimamente emocionantes de todo el relato. En el interés de Homero por lo humano y lo ético encontramos el precedente de aquello que caracterizará a la cultura griega y que nos llegará como su principal legado, el afán por encontrar una explicación racional a los enigmas de la naturaleza y de los hombres.

viernes, 17 de julio de 2015

Alí bumayé: "El combate", de Norman Mailer.


Si no se deciden a afrontar esta obra de Mailer por considerar que se trata, únicamente, de la crónica deportiva del famoso combate entre Muhammad Alí y George Foreman, les digo ya desde ahora que están en un considerable error. Hay, esto es cierto, varios capítulos brillantísimos en los que Mailer pone al servicio del relato su apasionado interés por el noble arte y describe, asalto por asalto, una pelea histórica. Pero esto es solo una dimensión del complejo fresco que elabora, el combate Alí-Foreman fue mucho más que la disputa de un título mundial entre dos deportistas portentosos, fue el enfrentamiento, o así se quiso ver, entre dos formas de ver la vida, la del compromiso con los derechos raciales, la de la lucha constante contra el sistema -con todas sus luces y sombras- frente al sometimiento y la integración. 
Mailer, seguramente el mejor periodista -desde luego el más polémico- de los Estados Unidos, supo ver todo el complejo entramado de intereses que allí se ventilaban y construye un relato abigarrado, intenso y apasionante. El escenario del acontecimiento fue el Zaire, en el corazón de las tinieblas de la famosa novela de Conrad, un país que había pasado de la brutal dominación europea a padecer el dogal del neocolonialismo, mientras empezaba a experimentar un sentimiento, instrumentalizado por el poder, de reivindicación de la negritud. En ese marco, Mailer describe con precisión a todos los protagonistas, desde el dictador africano Mobutu al peculiarísimo y luego archiconocido promotor Don King, o todo el ambiente de tensión y miedo que rodeaba al equipo de Alí, convencidos sin duda que de ese combate solo podría salir su pupilo con los pies por delante.
El boxeo no tiene buena prensa, hay una historia demasiado larga detrás de manejos mafiosos, tugurios sórdidos en los que se amañan combates, púgiles sonados y espectadores ávidos de ver cómo dos hombres intentan arrancarse la cabeza a puñetazos. Después de la esperada y decepcionante pelea entre Floyd Maywheather y Manny Pacquiao decía el más famoso peleador de los últimos tiempos, Mike Tyson, que el problema de estos dos es que no salieron pensando que tenían que asesinar a su rival. No parecen las declaraciones de alguien que se haya dedicado a un deporte civilizado, más bien las de un gladiador del circo romano consciente de que ha de matar o morir. Y sin embargo, el boxeo se practica desde los albores de la humanidad y en la cuna de nuestra civilización era parte del desarrollo personal, un elemento cultural cotidiano y de prestigio. Para los griegos no era la violencia desatada sino un arte, mucho más relacionado con la estética, la inteligencia y el culto al cuerpo que alberga una mente sana. Tal vez hoy lo que más morbo despierta es el K.O., el golpe definitivo que desmadeja a uno de los contendientes, la culminación del combate, pero hay mucho más: la esgrima, la economía de medios, la táctica, el estudio del contrario, el dramatismo de la lucha desnuda, la mítica que ha hecho de este deporte el más cinematográfico y, seguramente, el más literario.
Todo lo que confluía en aquel 1974 en el mastodóntico estadio de Kinshasa evidenciaba que allí algo grande iba a ocurrir. Foreman parecía un invencible destructor que pondría final a la carrera del más grande, de un Muhammad Alí ya en el ocaso. Para acentuar el dramatismo, Foreman, joven e invicto, acababa de destrozar literalmente a Frazer y a Norton, que muy poco antes habían conseguido derrotar al otrora llamado Cassius Clay. Ciertamente era la última oportunidad del campeón que fue desposeído por no querer luchar en Vietnam (“A mí nadie del vietcong me ha llamado negro”), el ídolo que superó los prejuicios de una sociedad racista para imponer su talento en un mundo dominado por los blancos. Un gran pintor afroamericano, Basquiat, representó en su cuadro “Boxeador sin nombre” la poderosa figura de un púgil de dimensiones épicas, un luchador desafiante  que se lanza a la conquista del mundo mostrando su orgullo y su inteligencia. 
Ese boxeador no podía ser otro que Muhammad Alí. Sin embargo, en El combate, Alí es un hombre contradictorio, con múltiples aristas, del que sospechamos que sus bravatas y ofensas al contrario son el modo de exorcizar su propio miedo. Pero Alí, como él mismo se encargaba de difundir, era el más grande, lo era porque sabía que un combate no se gana solo en el ring, lo gana el más inteligente, el que es capaz de vencer en la guerra psicológica de la que se hacen eco los medios para dar mayor dimensión si cabe al espectáculo. En “El combate” asistimos a todo este despliegue de lucha psicológica en el que Alí era un maestro. Pero, al mismo tiempo, Mailer transmite la sensación al lector de que la situación en la que estaba Alí era desesperada, que sus posibilidades eran casi inexistentes. De este modo nos prepara para la portentosa descripción de los ocho asaltos para la historia donde el héroe, que parecía acabado, renace en todo su esplendor adquiriendo una altura mítica.