sábado, 26 de diciembre de 2015

"El Reino", Emmanuel Carrère. Creencia y desfascinación.

¿Qué es el Reino para Carrère? Aunque se trata de la pregunta fundamental hay una motivación previa de la que el lector es consciente desde que se enfrasca en los primeros párrafos del libro: Carrère intenta justificarse. Sin duda, sí, se justifica por haberse entregado a una fábula ridícula en un tiempo de desesperación. Y para ello escribe una introducción genial en la que a modo de introspección muestra su extrañeza ante el creyente cristiano que fue y en el que ya no se reconoce. Leo esas primeras páginas, más de cien antes de entrar en su investigación sobre los orígenes del cristianismo, con la misma sensación de perplejidad que el propio Carrère muestra por su anterior delirio religioso. No lo concibe, pero tiene la honestidad de no buscar las razones en alguien ajeno, recurre a su cuaderno, al cuaderno casi olvidado que redactó durante tres años comentando a San Juan. Ahí es donde encontrará y cotejará los pensamientos de una mentalidad religiosa. La diferencia de sus confesiones con las de Rousseau o San Agustín, que serían referentes válidos, es que lo hace con humor, sutil pero presente siempre, como si quisiera atenuar la pasada seriedad del crédulo.
A partir de aquí, con ese estilo tan peculiar de Carrère en el que mezcla la autobiografía, el ensayo y la invención novelada, se introduce en los orígenes del cristianismo para encontrar en Pablo y en Lucas dos modos diferentes de vivir la fe. La investigación, plena de digresiones, de referencias a su propia vida, de anécdotas interesantes aunque de relevancia discutible, está narrada con enorme talento. Lucas se nos revela como un creador genial, menos reconocido que otros evangelistas precisamente porque es equilibrado, objetivo y con un punto escéptico. Carrère se identifica con Lucas de igual modo que se contrapone a Pablo, personaje sectario y sin matices que se debió parecer mucho al fanático represor que describe Cioran: “Nunca le reprocharemos bastante haber hecho del cristianismo una religión poco elegante, haber introducido en él las tradiciones más detestables del Antiguo Testamento: la intolerancia, la brutalidad, el provincianismo”.
Hablando de Pablo y sus relaciones con el primitivo núcleo cristiano dirigido por Santiago, el supuesto hermano de Jesús. Carrère compara las relaciones entre ese núcleo judaico y el disidente con las disputas entre comunistas. Y utiliza un lugar común entre la burguesía ilustrada y liberal que ve en en el “Partido” a un grupo de extremistas descerebrados. Permítanme un pequeño ajuste de cuentas con el capricho liberal del autor, que seguramente tendrá miles de razones para despreciar a los comunistas. Me acuerdo ahora de Mersault, el protagonista de “El extranjero” de Camus, que ejemplifica una actitud que me gustaría traer aquí. Frente a la muerte y el final absoluto que supone, Mersault no transige, se niega a aceptar la idea de Dios y muere ejecutado como un héroe absurdo pero manteniendo su dignidad intacta. Carrère, pese a su ironía y su agnosticismo, pese al humor con el que cuenta su periodo de conversión, se dejó vencer por la desesperación y aceptó la solución de la creencia como asidero de su debilidad. Tal vez esa debilidad es la que le reconcome.
A la altura del siglo XXI es inevitable la sensación de molestia ante los disparates de una religión insostenible con su mitología de la resurrección. Ni siquiera, nos sugiere Carrère, tiene sentido la mentalidad religiosa que ofrece falsas ilusiones con las que cubrir una lucidez, tal vez triste, pero mucho más honesta. Esto no significa que el cristianismo tenga que ser identificado con ideas reaccionarias o conservadoras, al contrario, es “una de las cosas más rebeldes y revolucionarias que haya inventado el hombre”. Es decir, nada justifica la presunta incompatibilidad del hombre libre con la doctrina cristiana o, como decía Bernanos, “es una locura que, con el programa que contiene el evangelio, el cristianismo se haya terminado convirtiendo en la bestia negra de los hombres libres”.
Llegamos así a la conclusión hacia la que hemos sido hábilmente dirigidos a través de la figura de Lucas. Hay que liberar al cristianismo de toda su ganga dogmática y acudir a las fuentes que consultó Lucas, allí donde las palabras de Jesús nos estaban mostrando el Reino, que no es otra cosa sino los valores universales de solidaridad, amor al prójimo y convivencia pacífica. La doctrina cristiana sería entonces perfectamente válida como modo de vida y aquel vergonzoso asidero de un hombre débil resulta ser, finalmente, la ética más elevada y la culminación natural del saber filosófico. 
Al juicio del esforzado lector, que ha llegado al final de la obra seducido por el inteligente proyecto del autor, queda el determinar si ha sido o no convincente. 

jueves, 24 de diciembre de 2015

Almas muertas, de Nikolai Gogol: Realismo y artificio.

"¡Qué triste es nuestra amada Rusia!". Pushkin

Gogol no fue capaz de acabar la segunda parte de “Almas muertas”, se lo propuso casi espantado por la desoladora imagen que estaba dando de su país. Pero solo se sentía cómodo en la crítica despiadada y, si cayó en el arrepentimiento piadoso de la segunda parte, fue por la necesidad de encontrar un camino de salvación para aquellos a los que había mostrado en toda su cruda y lamentable realidad. Es una peculiar contradicción que me recuerda un poco el planteamiento de Pascal en sus “Pensamientos”. También muestra la absoluta indigencia del ser humano, aunque de la conciencia de nuestra miseria esencial surge en Pascal la búsqueda de Dios y el acercamiento al sentido de la existencia.
Tal vez la comparación sea un poco forzada. Me remito a Tolstoi, que debió ver cierta relación puesto que afirmaba haber llegado a entender a Pascal gracias a Gogol. Tolstoi, de todas formas, va por otro camino que se acerca más a un intenso sentimiento religioso. Por mi parte, creo que en ambos escritores acaba teniendo mucha más fuerza la labor de demolición que ese intento final por frenar la corrupción y rehabilitar a aquellos que han sido reducidos a la penuria existencial. Ni la famosa apuesta de Pascal resuelve nuestra desolación ni el pietismo y arrepentimiento de Gogol le sirvió para regenerar una sociedad poblada de almas muertas. 
La lectura más evidente es la que incide en el contenido social de la novela y hace de Gogol uno de los principales representantes del realismo ruso. El argumento, con toques picarescos y estructurado en torno a episodios que nos van presentando diferentes tipos sociales, sirve a la perfección a este propósito crítico: Chichikov, una especie de medrador profesional, llega a una provincia perdida del imperio con la pretensión de negociar con los notables del lugar. Su intención no es comprar terrenos sino siervos fallecidos después del último empadronamiento -almas muertas- que siguen inscritos en el registro. La razón de esta sorprendente transacción es estafar al Estado, la idea es conseguir las tierras ofrecidas gratis a quien demostrara tener siervos para trabajarlas. La propuesta de Chichikov es tan rentable que nadie rehúsa, hasta que una anciana desconfiada le pone tantos problemas que se verá obligado a huir.  Pero en el transcurso, y con cada visita a un propietario, el autor ha puesto en escena individuos a cual más miserable y ruin. Son hombres sin dignidad, sin moral, elementos pasivos de una sociedad dañada.
Gogol describe un país en el que se ha impuesto el vicio y la corrupción, que solo parece admitir comportamientos canallescos. El resultado es tan subversivo que al morir el autor se impidió la publicación de sus obras completas, de tal modo peligroso se había convertido para la autocracia un escritor que en vida nunca cuestionó el orden zarista. Sus intenciones quedaban muy lejos de cualquier solución revolucionaria y no solo por su natural conservadurismo, Gogol es un pesimista que ante la imposibilidad de perfeccionar una sociedad podrida considera que “hay que mostrar toda la profundidad de su verdadera abominación”. No es esta la interpretación de Kropotkin, uno de los principales teóricos del anarquismo que también escribió un interesante tratado sobre la literatura rusa. Para el gran defensor del Apoyo Mutuo, la obra de Gogol tiene evidentes intenciones reformistas: “Almas muertas” sería una formidable acta de acusación contra la servidumbre mediante la descripción realista del ignominioso trato al que eran sometidos los siervos. Representando con fidelidad una situación injusta, el autor mostraba a los escritores que le siguieron que el realismo podía ser puesto al servicio del cambio social.
Con “El capote” y “Almas muertas” Gogol se situaba en el inicio del realismo crítico, pero esta interpretación que ha sido tradicional entre los analistas rusos no acaba de ser del todo convincente. El humor satírico que impregna las dos obras no salva a nadie y no parece una defensa de los desfavorecidos o un intento por concienciar sobre la posibilidad de una mejora social. Esto abre la tesis del artificio literario sin intenciones reformistas tal y como defiende Nabokov en su “Curso de literatura rusa”. No habría intenciones moralizantes, “Almas muertas” sería una fantasía infernal que reivindica la obra de arte como creación radicalmente autónoma. La obra de Gogol, dice Nabokov, es un puro ejercicio literario, pura ficción.
Seguramente las dos interpretaciones están justificadas por la misma personalidad contradictoria de Gogol, que se sentía inclinado a dar una visión idealista y elevada de la gran patria rusa pero, al ponerse a escribir, solo le salía un mundo poblado de mezquinos, aprovechados y arribistas. Y, la verdad, por mucho que molestara a bienpensantes y censores, Gogol fue honesto cuando perfilaba una sociedad enferma en la que se había impuesto la alienación y la docilidad. Por cierto, curiosamente son las mismas características de la época que nos ha tocado vivir, aunque no vengan provocadas por una autocracia sino por la triunfante uniformización de un mundo globalizado.