sábado, 31 de enero de 2015

"Violetas de marzo", Phillip Kerr: Spade en Berlín


Sin caer en la exageración, las novelas de Phillip Kerr, la famosa trilogía de Berlín y las demás secuelas protagonizadas por el detective Bernie Gunther, son una fuente de conocimientos nada despreciable sobre la Alemania nazi. Es innegable que el ambiente turbio, con el miedo impregnando toda la sociedad, la corrupción y el delirio racista están reflejados en estos relatos, y ello a pesar de que, al menos las primeras novelas de la serie, me parecen más un homenaje del autor escocés a los clásicos americanos del género. Me sorprende, seguramente tiene que ver con ciertos clichés adquiridos sobre los alemanes, que un detective de esta nacionalidad sea tan cínico y posea un humor tan caústico, mucho más propio de personajes acostumbrados a los barrios bajos de alguna ciudad norteamericana sometida a la ley seca y rodeada de gangsters con apellido italiano. Aquí los gangsters están en el gobierno y lanzan discursos muy apropiados para que Chaplin los ridiculice.... si no fuera porque, poca broma con esto, condujeron a una guerra y al exterminio de millones de personas. En todo caso, Gunther es un hallazgo y merece un puesto importante entre los grandes detectives de la novela negra.


Los diálogos, muy trabajados -tal vez un poco artificiales en su intento de imitar los modelos hammetianos- y la personalidad del detective, un verdadero antiheroe de la estirpe de Sam Spade, son algunos de los puntos fuertes de la novela. No dejo de observar, a pesar de la contextualización tan clara, ciertos elementos que me parecen relevantes en cuestiones de actualidad, incluso de la propia actualidad española. Véanse por ejemplo los comentarios de Gunther sobre la molestia de la memoria histórica, o la referencia a la corrupción generalizada en un régimen dictatorial.

Cierto es que el conjunto funciona, tan cierto como que los materiales utilizados por Kerr proceden, como digo, de las fuentes de la novela negra: desde el dectective socarrón y cínico, sacado de los barrios bajos de Los Angeles, hasta el policía cabrón, la rubia despampanante o el rico degenerado que contrata los servicios del detective para solucionar un sucio asunto. En realidad es una trasposición casi total del universo hammettiano a un escenario algo más insólito. Hay un episodio, en la segunda mitad de la novela, que es muy significativo: Cuando Gunther se entrevista con Goering -magnífica la puesta en escena- resulta que el jerarca nazi es un gran admirador de la novela negra norteamericana. Entonces le pregunta a Gunther -el episodio se repetirá con Heyndrich- si ha leído "Cosecha roja", a lo que Bernie responde que no, que no tiene tiempo de leer esas cosas. Vamos, que Goering identifica al detective privado con Spade, Bernie niega conocer al antihéroe hammettiano y Kerr nos hace un guiño, porque en realidad.... Gunther es Spade.

Hay varias ideas interesantes sobre el régimen nazi, como la posibilidad abierta de colaboración entre las organizaciones mafiosas y el propio régimen. En principio un régimen totalitario elimina cualquier tipo de poder paralelo porque es el propio sistema el que ejerce como organización mafiosa que no admite competencia. Algo de eso también dice Kerr, sin embargo plantea que el anterior entramado gangsteril de la República de Weimar pasa a ser una organización subsidiaria del aparato de poder nazi, transformando tal entramado en supuestas organizaciones afines al partido. Como en el brechtiano Arturo Ui, nazismo y mafia financiera se unen mediante un sistema corrupto para que el gran capital pueda seguir acumulando poder.
 
La parte final de la novela es espléndida, sobre todo el episodio que se desarrolla en el campo de concentración, con elementos que parecen sacados de las descripciones de Primo Levi en Si esto es un hombre. Es en esta parte final de la obra cuando observamos la definitiva evolución del detective cínico y adaptable, que desprecia el nazismo pero que, tal vez, no era del todo consciente del nivel de degradación de la sociedad alemana y de la terrible opresión totalitaria que ejercía el régimen.

sábado, 10 de enero de 2015

"Historia de un idiota contada por él mismo", de Félix de Azúa.

Este divertido, a veces terrible, libro de Azúa cuenta la historia de un hombre que dedica su vida a una delirante investigación sobre el contenido de la felicidad. Y las conclusiones están impregnadas de ese pesimismo -que también es un poco postureo- propio de algunos intelectuales de la Transición que desconfiaban de aventuras utópicas y empezaron a entregarse a la serie de derrotas que configuraron el sistema democrático. Cioran, Leopardi, referentes de Azúa, Argullol o Savater -a quien se dedica esta historia de un idiota-, nos enseñan que la desdicha es el destino del hombre libre, al menos de aquellos que pretendan ser honestos y renuncien a engañarse con falsas ilusiones. Confieso que me dejé seducir por este elitismo autosatisfecho, hoy no puedo evitar desconfiar profundamente de tan aniquiladoras disquisiciones.
Dicho esto, yo me lo pasé muy bien leyendo esta insolente parodia, metáfora de la condición de los españoles que aún no hemos salido del asombro que nos produjo la gran farsa de la Transición y sus promesas de libertad. Está magníficamente redactado, abundan las frases brillantes, plenas de cinismo e ironía, y aunque insisto en la sensación de pose marginal de escaso recorrido crítico, creo que la propuesta de Azúa no es del todo desacertada: solo los idiotas alardean de su felicidad, que es en realidad falsa; en un mundo a la deriva solo cabe el lúcido pesimismo.

Merecen algunas pequeñas consideraciones los diferentes episodios de esta curiosa investigación. El inicio sugiere cierta relación con el “Elogio de la locura”, aparenta la descripción irónica de la idiotez contemporánea. Y para confirmar la idea de fábula erasmiana, hay un pequeño homenaje picaresco con el primer bofetón que recibe el protagonista en su más tierna infancia. Como Lazarillo, el idiota toma conciencia respecto a lo que deberá ser su actitud vital a partir de este primer encontronazo con una realidad hostil. De aquí saca una lección provechosa que será su norma de vida, la máscara de felicidad impostada que le asegura la supervivencia. Asumida esta lección podrá salvar la dura prueba del colegio religioso, masacrado -y con razón- por Azúa al considerarlo culpable del asesinato programado de la individualidad: “Una dictadura fascista y católica es la más rastrera y ruin de las dictaduras”.
El primer paso en la búsqueda de la felicidad es el compromiso político, terreno abonado para una crítica descarnada dada la discutible actuación de determinada progresía en esos años. En realidad no estoy muy seguro de que la critica de Azúa, durante el compromiso político de su personaje, sea la falta de conciencia de clase del proletariado; se supone que el protagonista queda desencantado al no encontrar auténtica solidaridad y camaradería entre quienes deberían luchar contra un opresor común. En lugar de eso solo encuentra pragmatismo y un materialismo miserable que traicionará cualquier ideal a las primeras de cambio. En esta desconfianza hacia la clase obrera reconozco una tendencia muy propia de los tiempos de incertidumbre y desolación que siguieron a la frustración postdemocrática. Aclaro la cuestión porque tiene mucho que ver con el grupo de intelectuales que tienen afinidades electivas con Azúa: sin capacidad ni interés para afrontar una situación que reflejaba la continuidad institucional autoritaria y para entrar de lleno en la necesaria crítica social y cultural, mentes tan preclaras como Savater proponían un individualismo inspirado en Cioran, con apariencia anarquizante pero profundamente reaccionario. Y ciertamente también, inútil es recordarlo, la población empezaba a resignarse a su suerte, abandonaba su compromiso ciudadano y se disponía a soluciones individuales. Una vez más, la tradicional despolitización y apatía, lograda por el franquismo a base de represión y miedo, volvía a imponerse.
El sexo y la búsqueda de la felicidad a través del amor supondrá un nuevo fracaso, eso sí, tomado con el humor que recorre toda la obra. El desamor se salda con un episodio que degenera en brutal parodia cuando el idiota recibe la visita de un poeta -evidente sátira de los Novísimos- que le comunica que le ha birlado la novia. La escena adquiere un toque profundamente bufo y ridículo que disfraza la realidad, esto es lo que iba notando conforme avanzaba en la lectura: la realidad, bastante lamentable -como la de casi todos- se disfraza con con un lenguaje irónico, con un disfraz de escepticismo burlesco a modo de necesario apoyo para resistir los continuos embates de la fortuna. O más bien, que la vida no es más que una sucesión de fracasos y decepciones.
 
La Historia de un idiota es considerablemente más corta que su continuación, el “Diario de un hombre humillado”, tal vez por eso es más contundente y precisa, incluso más divertida. Aunque bajo la apariencia irónica y la burla continuada está la triste realidad del protagonista, como muchos de sus contemporáneos, acuciado por la soledad y la incomunicación.
 
 
 


jueves, 1 de enero de 2015

"Las crónicas del Sochantre", de Alvaro Cunqueiro.

Entre los nombres perdidos de la literatura española me dí en tropezar, por pura casualidad, con el de Alvaro Cunqueiro. Poco conocimiento tenía yo de este escritor, al que en una primera aproximación imaginaba como una especie de Wenceslao Fernández Florez, con querencia por los mitos ancestrales de los gallegos y narrador de historias en las que esperaba encontrar a la Santa Compaña y a personajes similares al entrañable bandido Fendetestas.


El caso es que debí haber sospechado de un galleguista conservador devenido en falangista. Y no porque la ideología obligue a desestimar de inmediato a un escritor -ahí está el caso de Celine- sino porque esa resistencia a dejarse impregnar por la realidad social de su época estaba más lejos de la “resistencia silenciosa” de la que habla Javier Gracia que de la literatura fascista que analiza Puértolas. El poder de sugestión que tiene una crítica generosa hizo que cayera en la tentación de escoger estas “Crónicas del Sochantre”, seguramente atraído por la promesa de un lenguaje refinado, el talento narrativo y la capacidad evocadora de una historia con intuiciones del realismo mágico.
A las veinte páginas ya estuve tentado de abandonar la lectura, el lenguaje utilizado -que unos admiran de manera incondicional y otros detestan también sin condiciones- me pareció no ya refinado sino decididamente viejo, fuera de tiempo, tan culto como irritante. Tampoco fui capaz de encontrar ese sentido del humor tan gallego, que existir, existe, pero será que mi visión mediterránea de la existencia es poco sensible a tales sutilezas. La novela consiste en una serie de historias contadas por difuntos, ajusticiados que han secuestrado a un sochantre para que amenice el entierro de uno de ellos con su bombardino -no sabía que era un sochantre, pero parece que se dedica a eso, a la música de Iglesia-. En la introducción, la picaresca y el aburrimiento se confunden más a menudo que lo sobrenatural y lo terrenal, aunque sospecho que era esto último lo que pretendía el autor. Y, a mi modesto entender, las primeras historias están narradas de una manera, digamos, discutible, o es que ya empezaba a cerrarme en banda.
 
Es verdad que para leer a determinados autores hay que dejar la razón en suspenso, entregarse sin prejuicios al mundo tan personal que te propone la obra. Porque si mantenemos la razón alerta es bastante probable que la evocación mítica se transforme en pesadez, la invención en artefacto sin sentido y la melancolía en aburrimiento.
 
Tampoco quiero ser tan drástico con don Alvaro. Al final casi te dejas seducir por su mundo único y mágico, con una Bretaña que parece Galicia, a pesar de los ecos de la Revolución y su guillotina. Las historias se van poblando de infinidad de personajes que requieren hasta un glosario -de útil consulta para no perderse-, son tipos curiosos que medio disculpan el fárrago en el que queda convertido el relato. No me ha llegado a interesar la escritura de Cunqueiro, pero no niego ni originalidad a una narración que sabe fundir la realidad con elementos fantásticos -antes del éxito del realismo mágico latinoamericano-, ni la habilidad para asimilar la herencia de una fecunda tradición de nuestra literatura, por mucho que la circunstancias demandaran otro tipo de compromiso.