domingo, 21 de febrero de 2016

Adiós en azul, John D Macdonald: el final del hard boiled.

Mi referente más fiable para conocer un poco mejor a los clásicos de la novela negra americana es Javier Coma, con el libro que publicó sobre el género hace muchos años en El viejo topo. Para Coma, a pesar del prestigio literario de sus mejores autores, el noir refleja lo menos presentable de la cultura norteamericana, la parte menos difundida por la propaganda oficial debido a la profunda carga ideológica de esas novelas y por presentar una mirada muy crítica sobre una sociedad que empezaba a dudar de sus fundamentos morales. Partiendo de esta premisa, defiende la importancia de los escritores con mayor conciencia crítica y soslaya o desestima directamente a los más acomodaticios y reaccionarios. A John D. Macdonald, el autor de “Adios en azul”, apenas le dedica unos párrafos por considerarle “ambiguo”, más un hábil autor de best sellers, que se adapta a la involución del establishment y el público tras el macartismo, que un digno heredero de los grandes del realismo crítico. 
El juicio, después de leer esta primera novela de la exitosa serie del detective Travis McGee, me parece bastante injusto. No solo escribe Macdonald con el ritmo y la agilidad de los clásicos, es capaz de crear un personaje protagonista que encontraría un hueco sin dificultades entre los detectives preferidos de cualquier lector. Tampoco es del todo cierto que Macdonald eluda la crítica social, de hecho en la novela que nos ocupa, la única que se ha reeditado hasta ahora, además de presentar una imagen bastante sórdida y pesimista de Florida en los años sesenta, hay un análisis de lo más interesante sobre un tema que parece imposible de erradicar incluso en las sociedades más avanzadas, la violencia de género. No es tanto una denuncia de la violencia machista -es inevitable un cierto contenido políticamente incorrecto en las novelas clásicas del género- como una reflexión nada simple sobre la dependencia y la sumisión.
En lo que no hay discusión es respecto a las habilidades literarias de Macdonald, Sabe dosificar la acción y el ritmo, planteando primero el estudio de los personajes hasta centrarse en el protagonista, no tanto un detective como un “recuperador” de aquello que sus propietarios ya habían dado prácticamente por perdido. Travis Mcgee, como Marlowe o Spade, también se mueve en los bordes de la ley, traspasando sus límites si es necesario para cumplir con su sentido de la justicia. Al fin y al cabo la ley está hecha para los poderosos más que para proteger a los débiles. A Mcgee, eso es evidente, no le gusta la sociedad en la que vive, aparenta ser un cínico individualista, un descreído que desprecia los convencionalismos, pero acaba actuando con una fidelidad y honradez absoluta con quienes considera que merecen su ayuda.
La serie de Travis McGee es seguramente la última de lo que se llamó el hard boiled, la rama más violenta, sórdida y turbia de la novela negra. Allí encontramos a esos individualistas asociales que casi se confunden con los delincuentes a los que persiguen, los personajes más cínicos y ajenos a los agentes del orden, los relatos que con menos prejuicios tratan los tabúes sexuales. Desde luego, McGee no escatima violencia a la hora de resolver sus problemas, como tampoco se desestima un componente sexual que a la altura de los años sesenta seguramente resultaba menos escandaloso. Sin embargo, al menos en esta primera novela, estamos ante un héroe más frágil psicológicamente que otros duros del género, de reacciones casi quijotescas, como un caballero andante en medio de la mezquindad de una sociedad viciada. 
En su última página, tras el vertiginoso final que recuerda un poco el brutal desenlace de la película Cayo Largo, Macdonald incluye una frase del para mí desconocido George V. Higgins: “La vida es dura, pero todavía lo es más si cometes estupideces”. Tanto el personaje femenino, Lois Atkinson, como el propio McGee decidieron complicarse la vida en un determinado momento, la mujer acabó siendo la víctima de un tipo sin escrúpulos que la manejó a su antojo. Y el protagonista, por querer hacer un favor a una amiga, estuvo a punto de dejar el pellejo al evitar que ese mismo individuo destrozara a otra muchacha. Digamos que es una recomendación para no buscar más problemas de los que ya te encuentras habitualmente, en todo caso el impulso que te lleva a arriesgar una seguridad ficticia le permite a Macdonald construir una novela admirable que abre con brillantez un exitoso ciclo.

domingo, 14 de febrero de 2016

Un héroe de nuestro tiempo, Mihail Lermontov: El spleen ruso.

¡Contemplo nuestra generación con amargura!
Lúgubre y vacío aparece su futuro, 
Bajo el peso del conocimiento y de la duda,
Triste envejecerá, inactiva y muda.

Lermontov, “Meditación” (1838)
No hay corriente cultural que se acomode mejor al sentimentalismo de los rusos que el movimiento romántico. En realidad esta influencia europea, que era evidente desde el siglo XVIII, no resultaba nada ajena a un proceso de recuperación cultural que buscaba configurar una sólida conciencia nacional en un imperio tan heterogéneo. El romanticismo es la evolución natural de la anterior valoración sentimental del folklore, solo que ahora el elemento cultural se combina con la llegada de ideas liberales que arraigan con fuerza en los mejores artistas rusos, hasta colocarlos en una situación peligrosa frente a la autocracia zarista. Pushkin es, sin duda, quien representa a la perfección este espíritu romántico, un poco marginal, individualista y dispuesto a batirse con poderosos enemigos en defensa de su honor. Y precisamente el honor, o lo que llamaríamos el círculo vicioso del honor, está en el origen de un tipo particular de antihéroe que nacería con “Eugenio Oneguin”, un personaje que aspira a una libertad tan abstracta e ilimitada que parece separarle sin remedio del resto del mundo.
Lermontov es el legítimo heredero de Pushkin, una posición ganada no solo con su talento literario sino también con el famoso poema fúnebre a la memoria del maestro en el que cargaba, con la misma temeridad, contra la aristocracia cortesana y el despotismo imperial. Fue un auténtico escándalo y causó indignación, lo que le valdría uno de los varios exilios por los que hubo de pasar en tierras del Caúcaso y la consideración de adalid de la libertad, e incluso de la revolución. Por supuesto murió en un duelo, en un episodio que parece sacado de su propia novela: Realizó algunos comentarios poco agradables sobre un petimetre francés aprendiz de Byron, fue retado y decidió disparar al aire mientras su ofendido contrincante apuntaba con cuidado al pecho del escritor para segar su vida sin contemplaciones. El antihéroe de Pushkin iba a resultar decisivo en la vida y la obra de Lermontov.
Recientemente adquirí una estupenda edición que incluye su antología poética y la novela por la que sigue siendo recordado, “Un héroe de nuestro tiempo”. Aunque estemos remontándonos a los precedentes de la gran novelística rusa, no es el mero interés erudito lo que me atrae de Lermontov, aún aceptando lo que decía Nabokov en uno de esos juicios como crítico literario en los que no tenía ningún problema en ser iconoclasta. Para Nabokov, “Un héroe de nuestro tiempo” es una novela técnicamente deplorable, pero el efecto que nos produce en conjunto es tan fascinante, de tan extraordinario vigor narrativo, que todas las partes que la componen quedan admirablemente sincronizadas.  Sin entrar en cuestiones de estilo o en comparaciones con gigantes literarios como Tolstoi, creo que la novela de Lermontov, que no deja de ser la primera gran obra de un escritor muy joven, sigue teniendo un enorme poder de seducción. Se trata de un conjunto de relatos cuyo orden cronológico se ha roto y que pretende que nos aproximemos de modo indirecto al personaje de Pechorin, el protagonista que ejemplifica una visión desencantada de lo heroico. El héroe solo lo es en sentido irónico porque, según advierte el autor, representa los defectos de toda una generación que se sintió derrotada y sin esperanza tras el fracaso de la revolución liberal de los decembristas
Tal vez esa estructura cronológica tan peculiar y avanzada no fue sino el resultado de las necesidades de publicación, ahora bien, lejos de parecernos una acumulación de relatos artificiosa crece en complejidad a cada lectura. Sin embargo, el principal atractivo de la novela es Pechorin, un individuo hastiado, indiferente, que no cree en nada y que nada espera, la gran creación de Lermontov, el arquetipo de lo que podríamos llamar el “spleen” ruso. Volví a leer la obra con el mismo placer que muchos años atrás, puede que sea irregular en los diferentes episodios de la vida del “héroe”, pero me sigue pareciendo que Lermontov supo ver y transmitir con lucidez una sensación de desasosiego, el aburrimiento de una generación desdichada y sin futuro que echó a perder la voluntad de cambio. 
Una de las películas que más han contribuido a la gloria del gran Alberto Sordi se titula, precisamente, “Un héroe de nuestro tiempo”. En principio nada tiene que ver con la obra de Lermontov, está rodada en 1955, más de cien años después de publicada la novela. Es una comedia de Monicelli bastante amarga que representa una época en la que el miedo está muy presente, en la que nadie habla abiertamente y en la que la policía acecha cualquier disidencia, a pesar de que el fascismo ya ha sido derrotado. También aquí surge un héroe irónico, aunque está muy lejos del altivo personaje romántico cuyo principal vicio era el hastío. Si desprecia a sus semejantes no es por el anhelo de una libertad absoluta sino porque es un ruin y un cobarde, un desclasado que evita cualquier contacto social si no es para aprovecharse de quienes son aún más débiles. Creo que nosotros tenemos algo de esos dos personajes que representan sociedades muy diferentes, somos también víctimas de tiempos poco propicios para la honestidad, por eso en el fondo no vemos a Pechorin tan abyecto y acabamos compadeciendo al miserable funcionario que representa Sordi. En todo caso, la obra de Lermontov habla de un joven cínico, egoísta y de vuelta de todo, sin perspectivas ni capacidad para luchar por mejorar las cosas ¿Les suena? No parece que hayan pasado tantos años.