sábado, 30 de julio de 2016

Bioy Casares y la isla del doctor Morel.

Hay en el título de esta novela de Bioy Casares una referencia obvia a la magnífica “Isla del doctor Moreau” de H.G.Wells. No solo en el título, la isla como lugar propicio a experimentos ajenos al mundo civilizado, el científico desequilibrado, la investigación sobre los límites del conocimiento, son temas comunes en las dos narraciones, dos referentes en la ciencia ficción. Sin embargo, las imágenes que iba creando en mi imaginación mientras leía a Bioy se asemejaban mucho más a los cuadros de Giorgio de Chirico que a las escenas de violencia salvaje que acaban estallando en la novela de Wells. "La invención de Morel" es inquietante, por supuesto, pero también hay algo de tranquilizador en esa representación de la isla como refugio, con unos pocos elementos arquitectónicos que recuerdan las apacibles vacaciones de un grupo de burgueses. 
No estamos ante una pesadilla kafkiana, la obra de Bioy Casares parece muy semejante a la realidad de los sueños, una realidad a la que solo accedemos cuando los objetos ordinarios quedan liberados de su lógica para mostrar algo que es mucho más profundo. Sin embargo no me atrevería a adscribir la obra al surrealismo debido al neoclacismo de la narración, casi con estructura de novela policial en el enigma que va descubriéndose a través de sucesivos indicios. En todo caso, hay elementos que nos remiten a las vanguardias y justifican la referencia a De Chirico -las construcciones inquietantes, la soledad, la proximidad de la amenaza- y al propio surrealismo: El amor fou del náufrago por Faustine, la importancia de los sueños, la amada inalcanzable o la extraña máquina futurista.
Al hablar de "La invención de Morel" es preciso referirse a Borges, casi me atrevería a decir que es la novela que le hubiera gustado escribir. Y no creo que fuera mera cortesía hacia el amigo y colaborador cuando en el prólogo que le dedicó afirmaba que tiene una trama perfecta. Tampoco es demasiado larga, ya sabemos que Borges no era partidario de componer vastos libros sobre una idea que podía desarrollarse en mucho menos espacio. Bioy también se decantará por la economía de medios, aunque se atrevió con formas algo más extensas. Y como a Borges, también le seducía el género fantástico, en este caso no es desacertado catalogarla como un relato de ciencia ficción por la sorprendente capacidad para vislumbrar el mundo virtual que llegaría décadas después. 
La leí por primera vez hace bastantes años y volví a ella recientemente, era algo pendiente desde esa primera lectura en la que solo me quedé con algunos monólogos sobre el proceso de fascinación ante una mujer que parece inalcanzable. Pero habla de mucho más, de la difusa línea entre ficción y realidad, del deseo de inmortalidad, del aislamiento y la incomunicación. Y de ese extraño sentimiento que es el amor, también, desde luego. El enamoramiento progresivo que siente el náufrago por la figura de Faustine, le lleva a asumir la destrucción física para meterse en el mundo virtual de Morel, lo que por supuesto no asegura una inmortalidad deseable El ejemplo lo tenemos en la diferencia entre las relaciones virtuales en una red social y la posibilidad de tener un contacto real con quienes solo conoces a través de la red. Diferencia obvia en el sentido del empobrecimiento de las relaciones humanas cibernéticas, que casi intuye el fugitivo cuando al final de la novela pide la ayuda de alguien que pueda descubrir la forma de establecer un verdadero contacto con Faustine. 
La primera pregunta filosófica sobre la que Kant organiza su obra plantea qué es aquello que podemos conocer; dicho de otra forma, si la realidad es cognoscible, incluso si el mundo fenoménico sobre el que se desarrolla la existencia no será una gigantesca mentira inducida por nuestros sentidos. En "La invención de Morel" hay un cuestionamiento radical de la naturaleza de la percepción que responde a una inquietud que todavía es más lacerante que la de los ilustrados. En lugar de mejorar la percepción del mundo que creemos real, el fugitivo va convirtiendo en más real que la vida misma un mundo que es ficticio, un holograma. En esto no puedo si no pensar que Bioy llevaba razón y, aunque es muy probable que no estuviera pensando en esta degradación de las relaciones humanas que estamos viviendo, algo de premonitorio tuvo.

miércoles, 20 de julio de 2016

“Pensées": La apuesta de Pascal.

Me pregunto si es cierta la presunta desconfianza en la razón que manifiesta Pascal. Habla de las razones del corazón, pero también defiende que la auténtica grandeza del hombre es su no renuncia a la búsqueda razonada de la verdad, aún sabiendo que ahí reside también nuestra miseria, en que nunca lograremos alcanzarla. Claro que Pascal no quiso dar el último paso, el definitivo y el que muestra el auténtico temple del hombre que ha sido capaz de mirar dentro de sí y reconocer su miseria: La verdad no existe, como no existe Dios ni nadie que nos pueda dar consuelo. Quién es capaz de asumir esto podrá seguir viviendo con una sonrisa irónica en el rostro. Pero a Pascal no le gustaba la conclusión a la que le llevaba irrevocablemente su pensamiento y se dio cuenta de que la única solución para alcanzar a Dios era renunciar a uno mismo. Tal vez fue su tragedia personal.
Lo que más me admira de Pascal es su extraordinaria lucidez al analizar la existencia humana. En realidad busca generar humildad en el reconocimiento de nuestra propia miseria y probablemente quiere prepararnos para el definitivo acercamiento a Dios. Sin embargo ha provocado vértigo, ha mostrado el abismo y nos ha abierto a la duda. Nuestra existencia es trágica y habitamos un mundo sin sentido o al que no se lo hemos encontrado, es lo mismo. Buscamos, pero todo lo que podemos encontrar son más indicios de nuestra propia condición absurda que nos aboca a una dicotomía insalvable: La desesperación o Dios.
El argumento de la apuesta es uno de los aspectos más controvertidos del pensamiento de Pascal. Establecida la indemostrabilidad de Dios por medio de la razón solo nos queda apostar, aún asumiendo que Pascal probablemente considerara la apuesta un argumento de refuerzo para aquellos que ya estaban prácticamente convencidos. Y sin embargo, ¿Por qué no pensar que todo es un juego? ¿Por qué Dios no podría ser ese personaje caprichoso que, hablando con el diablo como dos camaradas, apuesta alegremente sobre la bondad de una criatura como Job, ignorante de las múltiples desgracias que se le vienen encima? No creo que el Dios de la Biblia se enfade por ese ejercicio de cinismo que es la apuesta, es una muestra de habilidad descubrir que en el fondo nada tenemos que perder. Ya vivimos en el infierno.
La dicotomía entre el corazón y el cerebro parece aquella vieja disputa entre románticos e ilustrados. Como yo sigo pensando que el proyecto de la razón ilustrada está por completar seguiré aquello que dijo Bayle, la razón más que un instrumento de construcción es un instrumento de destrucción. Y me temo que para el progreso del conocimiento todavía hace falta desvelar muchas de las falsedades que la tradición, fundamentalmente la religiosa, estableció como ciertas. Decía Freud en “El porvenir de una ilusión” que en los inicios de la humanidad, para protegernos del peligro al que estamos expuestos a causa de la naturaleza, la “humanizamos”, intentamos darle las características de un hombre violento contra el que puede protegerse y al que puede convencer halagándole. Es un pensamiento que pertenece a nuestra edad infantil, el niño que teme al padre pero también se da cuenta que es este quien le protege ¿No ha llegado ya el momento de proclamar “el final de la ilusión”?
Pascal cree que la forma de hallar a Dios, de encontrar un posible fundamento de verdad, es con el corazón, el único capaz de descubrir razones a las que no puede alcanzar nuestra razón. Los intentos de la escolástica, las irrefutables pruebas razonadas de Santo Tomás demostrando la existencia de Dios, son absolutamente inútiles. Nuestra lógica es incapaz de acceder a lo incomprensible porque creer en Dios no es pensar a Dios sino sentirlo. A mi esto, la verdad, me sirve de poco, me quedo con el Pascal trágico, el Pascal que descubre la experiencia radical de su finitud, de sus límites, de la muerte. Lucien Goldman, en un libro fundamental, “El hombre y lo absoluto”, sitúa a Pascal en la emergencia de la concepción moderna de lo trágico, la experiencia de un principio fundador que nunca se va a manifestar pero que hemos de seguir. Hay un rechazo del mundo como tal pero en ningún caso niega la posibilidad de mejorarlo, de comprometernos en el trabajo de realización ética de la verdad a imagen de lo que debería ser. Ese compromiso es el que descubrirán los existencialistas, salir de la propia conciencia para dirigirse hacia el mundo. Y transformarlo.



sábado, 16 de julio de 2016

El debate sobre Don Quijote y el problema de España.

Accedí muy tarde a la obra cervantina. Por supuesto tuve la intención, incluso la obligación, de leer El Quijote mucho antes, pero siempre encontré excusa para no hacerlo en el temor a su descomunal tamaño. No solo se trataba de mi natural prevención ante  libros tan voluminosos, el hecho de ser una de esas obras indiscutibles, una cumbre de la literatura universal, obliga necesariamente a que te guste. Y a mí, la verdad, me inquietaba un posible aburrimiento. Por eso me alegro de haber llegado tarde, con algo más de madurez, preparación y gusto un poco más afinado, para poder apreciar una de las lecturas más extraordinarias de mi vida, hasta el punto que recuerdo aquel verano en el que afronté las aventuras del ingenioso hidalgo como una época feliz. 
Esto no significa que fuera capaz de descubrir siquiera una mínima parte de los infinitos recovecos de la obra o sus múltiples implicaciones, pero me sirvió para entender por qué la figura de Don Quijote interesaba tanto a nuestros literatos y ensayistas, obsesionados por encontrar las claves de la conciencia nacional. Dejando aparte el delicioso juego literario de Torrente Ballester, que plantea que Don Quijote no está loco sino que inventa una farsa para burlarse del mundo, fueron los grandes nombres del Regeneracionismo quienes elevaron al caballero de la triste figura a la categoría de mito nacionalizador. La necesidad de recuperar un país sumido en la conciencia del “Desastre” colonial llevó a intelectuales como Ganivet, Ortega o Unamuno a recuperar los valores fundamentales del nacionalismo católico de 1492, identificando a Don Quijote con la esencia de lo español. Olvidando la reflexión histórica sobre la decadencia hispana que recorre la obra de Cervantes, un escritor de la talla de Unamuno veía en Don Quijote la fuente del ánimo heroico, el deseo caballeresco de renombre y la aspiración cristiana a la inmortalidad. Algo así como un trasunto de Cristo, un nuevo redentor capaz de recuperar nuestra anterior grandeza.
Planteando una crítica radical a esta línea interpretativa, que no cuestionaba los valores generados a partir de la expansión imperial hispánica, uno de los más lúcidos de nuestros intelectuales contemporáneos, Eduardo Subirats, establecía una relación genealógica entre los autores judeoconversos y erasmistas con otros posteriores como Blanco White, Américo Castro o Goytisolo. Estos autores representarían la España heterodoxa que encaja con el país mestizo y reivindicable que a mí entender refleja El Quijote. Hace mucho tiempo, cuando leía a ciertos autores marxistas que trataban de explicar la historia de España olvidando esencialismos, comprobé cómo quedaba desestimada la vieja polémica sobre "lo español" que mantenían Sánchez Albornoz y Américo Castro. Básicamente, las dos posturas que defendían tan ilustres profesores eran la del mito casticista e imperial - aunque Sánchez Albornoz fuera un liberal republicano- y la del país que nace por la confluencia de culturas diferentes, abierto e integrador. Aceptando que la historia no son “esencias inmutables” sino que es cambio y dialéctica, creo que en la interpretación de Castro se pueden encontrar elementos muy válidos de reflexión. 

Afortunadamente no somos el héroe ascético que imaginó Unamuno, ni siquiera nos representan todos los tópicos que han caracterizado a la “España eterna”, hay muchas Españas, muchas referencias que remiten a culturas diferentes, a esa heterodoxia que odiaban los grandes profetas del casticismo como Menéndez Pelayo. Y entonces ¿Quién es Don Quijote? Pues en mi opinión representa a la otra España, la que es ajena al mito imperial construido a partir de la casta militar castellana que se apodera de la Península en el siglo XV y somete a su yugo a las diferentes culturas que convivían de manera más o menos problemática. Representa la España heterodoxa, abierta y cuestionante. Cuando Cervantes se plantea como excusa para uno de sus relatos ejemplares la crítica a las novelas de caballerías es por su conciencia de un país decadente, porque ha llegado el momento de mostrar que ese imperio que solo benefició a unos cuantos poderosos se está pudriendo hasta la raíz: “¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza y que diera un doblón por describilla!”. Cervantes habla de un fracaso pero no está reivindicando glorias pasadas, que eso a él le parece tan ridículo como los aristócratas que se ríen de los delirios del caballero. La extraordinaria humanidad de Cervantes está del lado de la gente que muere de hambre mientras los Tercios defienden las glorias imperiales frente a los turcos o en los campos de batalla europeos. 
Pues sí, cada uno interpreta lo que considera más provechoso
 de un libro que es de todos. Yo reivindico esta crítica de la España que no me es propia, la mía es la del Lazarillo, la de los erasmistas, la de los ilustrados que combatían las tinieblas del catolicismo rancio, la de los revolucionarios de Cádiz, la de los defensores de Madrid, la de quienes lucharon contra una dictadura que duró cuarenta años y de la que tan complicado resulta desprenderse. Supongo que es cuestión de identidad, a lo mejor, como hacía el caballero, solamente estoy inventando un mundo a la medida de mis sueños, tan irreal como el mito nacional-católico que defiende esa España detestable. Entonces conviene recuperar a Sancho, a quien el caballero andante pide apoyo moral en el momento en el que su determinación de transformar el mundo empieza a resultarle dudosa. Cuando en el momento final Sancho intenta reivindicar con entusiasmo la vida quijotesca es, sin duda, porque ha aprendido a estimar al patético aunque dignísimo caballero, pero también porque, en el fondo, pensando que solo existe una triste realidad inmutable no vamos a ninguna parte.