domingo, 21 de agosto de 2016

“Discurso verdadero contra los cristianos”, Celso: Atenas contra Jerusalem.

Cuando empecé a interesarme por el debate entre paganos y cristianos, desarrollado en esa época conflictiva en la que parecía decidirse el sentido de nuestra cultura, tenía la idea preconcebida de que en el bando cristiano no había sino un grupo de fideístas cerriles que solo suscitaban el desprecio entre los filósofos paganos. Esta idea no es del todo cierta, entre quienes argumentaron en defensa del cristianismo encontramos algunas personalidades nada despreciables y de tan notable potencia intelectual como Orígenes, tal vez el más brillante y el más heterodoxo, demasiado como para ser santificado. 
Gracias a Orígenes y su elaborada refutación conocemos, siquiera sea parcialmente, la obra de Celso, el llamado “Discurso verdadero contra los cristianos”. Celso no pasaba de ser un intelectual pagano de segunda fila en época de Marco Aurelio, sin embargo tuvo la lucidez de tomarse en serio la secta cristiana y se propuso desmontar su doctrina, lo que debió resultar seriamente peligroso para un apologeta cristiano como Orígenes que, a pesar del desprecio con el que trata a Celso, consideró necesario negar razonadamente sus afirmaciones. Leído hoy, a pesar de las burlas de Orígenes, el “Discurso verdadero….” resulta demoledor y merece la pena repasar los principales puntos en los que Celso basaba sus críticas, aunque acaba exhortando a los cristianos para que se integren en la sociedad romana y se comporten como ciudadanos leales. Se puede discutir si Celso conocía el cristianismo tan a fondo como Porfirio -cuya obra, una auténtica exégesis bíblica, fue convenientemente destruida por la Iglesia-, pero sus informaciones en modo alguno son falsas y además, no incurre en los tópicos ofensivos que habían sido habituales hasta entonces. Supo ver dónde estaban los puntos débiles de sus adversarios y se cebó en la acusación de que los cristianos rechazaban la sabiduría optando por una fe sin apoyo racional. La actitud de los cristianos era incompatible con quienes se valían de la argumentación para llegar a acuerdos, no eran capaces de sustentar racionalmente su discurso, como el propio Tertuliano ya se había encargado de dejar claro: “No investigues, sino cree”. El problema para Celso era evidente, como no son capaces de convencer a los sabios tratan de huir de ellos y solo son hábiles para persuadir a los necios. Solo la gente de baja condición puede dejarse deslumbrar por argumentos como el de las profecías o los milagros, que por otra parte y según Celso, casi cualquier hechicero era capaz de realizar. Lo demás, como la resurrección, es un absurdo del que no hay testigo fidedigno, y la decisión del martirio no es sino la locura de los fanáticos.
 A la hora de hablar de la doctrina cristiana, Celso no considera que sea detestable por su contenido ético, su crítica es que no son ideas nuevas y acusa a los galileos de haber corrompido lo que ya habían dicho los griegos mucho mejor y sin necesidad de amenazas o promesas de un dios. “Os bastais vosotros para refutaros a vosotros mismos” dice Celso. Y no le falta razón, un conocimiento mínimo de la Biblia pone de manifiesto sus numerosas contradicciones y a cualquier espíritu elevado tenía que parecerle ridícula la imagen de un Dios antropomórfico que se irrita y enfurece. Una de las objeciones más importantes es la que impugna el valor universal de una revelación concreta e histórica: Cabe la posibilidad de que Dios se revele a los hombres pero es inaceptable que lo haga a un grupo tan reducido como los cristianos. Más acertado todavía está Celso al criticar el antropocentrismo cristiano: Las cosas suceden en función del bien del todo y no solo en función de los hombres; Dios se ocupa de todas las cosas y no solo de un pequeño grupo de miserables. Como indica con una lucidez aplastante, “Dios no es el ejecutor de nuestras fantasías irresponsables y de nuestros apetitos desajustados, sino que es el soberano regulador de una naturaleza donde reina la armonía y la justicia”.
La última parte de su libro la dedica Celso a una cuestión que le parece fundamental y que probablemente fue lo que le indujo a preocuparse por este tema. La religión romana era para cualquier pagano indispensable para la seguridad del Imperio y no profesarla suponía declararse sedicioso o traidor al Estado. Lo malo de los cristianos no era tener una religión propia y diferente, en eso no había ningún problema dada la absoluta tolerancia del mundo antiguo, lo peligroso era precisamente su exclusivismo al rechazar la religión del Imperio. Para un pagano esto suponía, de manera práctica, abrir la puerta a los bárbaros y acabar con la cultura clásica.
Pese a que en la diatriba de Celso puede haber algunas críticas no del todo certeras, los cristianos más lúcidos tuvieron que sacar algunas conclusiones importantes ante un ataque tan radical. En primer lugar que era inadmisible una lectura rígidamente literalista de la Biblia, claramente empobrecedora y fácilmente atacable. También se hizo evidente que el discurso fideista ya no era válido y que era preciso reflexionar la fe para evitar las acusaciones de incapacidad argumentativa. Clemente de Alejandría será el primero de los padres de la Iglesia que asumió la necesidad de que el cristianismo dejara de ser una religión de iletrados temerosa de la filosofía, para ello había que imbuirse de la cultura clásica y será ésta la tarea del mejor de los apologetas cristianos, Orígenes. Es curioso observar cómo Orígenes, discípulo de Plotino, se muestra orgulloso de su superioridad intelectual sobre Celso e incluso llega a decir que él mismo hubiera podido atacar el cristianismo con más fundamento. De todas formas, por muy vago que fuera el conocimiento bíblico de Celso, su crítica era demasiado peligrosa y Orígenes se muestra despiadado en su “Contra Celso”, buscando no solo desmentir los argumentos del pagano sino ridiculizarlos.
En el fondo, a pesar de las falsedades interesadas difundidas por la Iglesia, lo que se estaba ventilando no era un debate entre monoteísmo y politeísmo, tanto Celso como Orígenes eran estrictamente monoteístas e incluso Orígenes no niega la existencia de los dioses paganos sino que los considera demonios. Ambos coinciden en atacar las ideas antropomórficas del vulgo sobre Dios y defienden la comunión solitaria del alma con el Dios supremo. Tampoco es cierto que los cristianos mantuvieran una moral rigorista mientras que los paganos eran más laxos en este sentido, digamos más próximos a éticas hedonistas y superficiales. Prácticamente no hay diferencias entre la ética cristiana y la neoplatónica del periodo, la preocupación fundamental de ambas es la salvación del alma más que mejorar el mundo y, desde luego, el cristianismo primitivo nada tuvo que proponer en cuanto a reformas políticas o sociales que aliviaran la difícil condición de las masas explotadas del imperio. El mismo Celso señala que en lo propuesto por los cristianos no hay nada nuevo, cosa que reconoce Orígenes, si bien considera que si los neoplatónicos hablaban para las élites los cristianos lo hacían para el pueblo. Y en realidad el auténtico debate era éste, para un pagano culto del siglo II la diferencia con un cristiano es la que va de la convicción razonada a la fe ciega, para los paganos era incomprensible que alguien diera su vida por algo que nadie podía demostrar. En todo caso, las ideas de Orígenes acabaron siendo consideradas heréticas después de tres siglos de discusiones en la Iglesia, por eso quien determinó el esquema de creencias de la cristiandad occidental no sería Orígenes sino San Agustín, rechazando no solo las supersticiones del paganismo antiguo sino también su ciencia. Las consecuencias son bien conocidas a poco que analicemos la historia de la Iglesia en los años siguientes. Todavía estamos lamentándonos por ello.

sábado, 13 de agosto de 2016

El diablo enamorado: La Ilustración ambigua.

“Mi nombre es Legión, porque somos muchos”. 
Las caras del mal son numerosas y tiene un supremo representante que adopta formas muy diversas para conseguir adeptos a su causa, desde las más terribles a las más seductoras. Como a pesar del imaginario cristiano tengo para mí que el infierno se parece mucho más al soñado por Maquiavelo que al de Dante, no veo excesivos problemas en vender mi alma a un precio razonable. Y si el diablo adopta la forma de cierta actriz norteamericana cuya foto incluyo un poco más abajo, creo que la princesa de las tinieblas obtendría mi condenación eterna con demasiada facilidad.
Aparte de la infame película que protagoniza mi diablesa preferida -adaptación de un famoso relato de Stephen Bennet-, la más notable representación artística en la que el Maligno toma forma de mujer es una extraña y apenas difundida joya de la literatura francesa del siglo XVIII, “El diablo enamorado”. No se trata de una de esas obras en las que la razón determina el mensaje moral, al contrario, la fantasía y el tono esotérico caracterizan un relato que, esto también es cierto, juega con el terror sin alarmarnos. En plena Ilustración nos encontramos una narración que habla de pactos diabólicos, extrañas mutaciones procedentes del inframundo y búsqueda de conocimientos más allá de la razón; es casi una vuelta a temas medievales o una intuición del romanticismo. Aunque la mayor peculiaridad es la que anuncia el título, el diablo adopta forma de mujer, se enamora y pierde su esencia maléfica -al menos aparentemente- para ponerse al servicio de su amado. Es una sensación extraña, al igual que el protagonista vamos olvidando la naturaleza diabólica de la dulce muchacha que lo ha seducido y estamos dispuestos a aceptar el infernal engaño del que solo al final, gracias a su madre, llegará a ser consciente don Alvaro.  
 El autor de tan sorprendente y un tanto extemporáneo relato es Jacques Cazotte. Un tipo curioso, de procedencia noble, educado por los jesuitas y con arraigadas creencias religiosas. A pesar de eso y de que nunca abjurará de la fe cristiana, determinados problemas económicos con la orden acabaron en pleitos, desavenencias y decepciones que tal vez lo aproximaran a ciertas formas de ocultismo. Esto será una fecunda inspiración para su obra literaria, que adoptará tonos esotéricos y fantásticos como en “El diablo enamorado”, de la que algunos dijeron que había revelado misterios que solo los iniciados debían conocer. Obviamente no había tales misterios, solo la imaginación desbordada del autor que ganará también fama de visionario gracias a unas inquietantes profecías que dio a conocer La Harpe. Profetizó, al menos si nos fiamos de quien transmitió esos comentarios, su  propia muerte en el cadalso durante el gobierno jacobino. Había sido acusado de conspiración y, aunque pudo evitar una primera condena, acabó en la guillotina proclamando su inquebrantable adhesión a la monarquía y al Antiguo Régimen. 
La crítica a la filosofía racionalista, que determinará su rechazo a la Revolución Francesa, es en realidad el tema central que se oculta en su fantasía sobre el diablo enamorado. Mediante una historia galante con hechos sorprendentes, pero siempre desarrollados en un terreno lógico y racional, introduce Cazotte un mensaje moral. Don Alvaro, el protagonista que ha querido descubrir los misterios de la vida, representa a la humanidad, siempre susceptible de caer en la tentación de lo prohibido hasta perder la voluntad y la lucidez. Nuestra propia debilidad nos inclina hacia el mal y fiando del instinto natural, sin el freno que supone la autoridad establecida de origen divino, estamos irremediablemente condenados a sucumbir a la seducción del conocimiento prohibido, el poder y la sensualidad. Es una critica en toda línea contra la filosofía de las Luces: Biondetta -la femenina representación del Diablo- intenta convencer a Don Alvaro de la falsedad de las tradiciones, de la inconsistencia de los prejuicios debidos al abandono de la razón. La derrota final del diablo y la desfascinación de su presa será también el fracaso de los “philosophes” que habían querido acabar con el dogma católico.
En Cazotte descubrimos la otra cara de la Ilustración, la vertiente esotérica, el misticismo conservador, la desconfianza en la razón, todo aquello que combatieron sin descanso Voltaire y los enciclopedistas. Cazotte y los suyos pasarían en breve por la guillotina, una exigencia para el triunfo de la Modernidad y de la razón ilustrada aún a costa de métodos muy expeditivos. Por supuesto, el autor de “El diablo enamorado” se resistía a la muerte de ese viejo mundo e intentó desvelar los peligros que traían la confianza que se estaban ganando los que consideraba sus enemigos. Pero más allá de estos planteamientos reaccionarios, su obra nos sigue interesando por esa extrañísima mezcla de realidad e ilusión que consigue confundirnos, igual que el diablo consigue engañar a Don Alvaro. Y también, por qué no, por ese erotismo tan sutil y delicado que no es, en realidad, más que un extraño juego de seducción que nos deja la inquietante sensación de que la dulce y deliciosa Biondetta es el ser monstruoso que pintaba Goya en sus aquelarres.