martes, 8 de mayo de 2018

"LA DETONACIÓN": El artista frente al poder.

A pesar del triunfo de lo que se vino en llamar la “cultura del consenso”, durante el final del franquismo y en esos años en los que se decidía un supuesto futuro de libertades y democracia, hubo intelectuales y artistas que se plantearon la necesidad de criticar los valores dominantes y desenmascarar, aunque fuera entre líneas, los resortes del poder. En la evocación de la figura de Larra, que le sirve a Buero para plantear su propia visión sobre nuestro “modélico” acceso a la democracia, se pueden observar elementos comunes con la pintura del Equipo Crónica, testimonio también de la situación política a través de una búsqueda de referentes en el pasado. En “La detonación” son varias las alusiones al fusilamiento de Torrijos y sus compañeros, el tema que utilizaron Solbes y Valdés para aludir de manera nada críptica a las últimas ejecuciones del franquismo. La crítica de Buero, ya en plena Transición, se dirige con bastante pesimismo a los nuevos detentadores del poder y a lo que empezaba a ser una evidencia conforme se configuraba el nuevo régimen: Pese a la apariencia democrática de los que derribaron al absolutismo, el poder sigue persiguiendo a los discrepantes y acepta con dificultad la oposición. Es muy significativo que Espronceda, el único personaje de la obra que se muestra sin la careta que oculta la verdadera personalidad, haga un discurso que hubiera firmado Lampedusa en El gatopardo. Sí, las cosas han cambiado, pero solo en apariencia y para que los poderosos sigan mandando adaptándose a los nuevos tiempos. 
Buero nos viene a decir que el poder es siempre el mismo, evidentemente es mejor una democracia que una dictadura, pero la libertad del escritor seguirá en entredicho. Y esa precisamente es la cuestión que centra la obra, la responsabildad del intelectual ante el poder. Durante el sistema absolutista Larra se encuentra en una tesitura complicada, la misma en la que estaban los intelectuales comprometidos con la causa de la democracia durante el franquismo: ¿Qué y cómo se puede decir? ¿Es necesario hacer oír la voz o debe el intelectual callar mientras no sea absolutamente libre para expresarse? Sin duda hay una reflexión sobre la libertad del creador a través de la figura de Larra, pero no es solo eso. Descubrimos numerosos elementos autobiográficos y cierto ajuste de cuentas con enemigos del pasado que, a poco que repasemos la biografía de Buero, nos lleva a la figura de Alfonso Sastre. 
La polémica con Sastre está presente en la obra como elemento fundamental y, no cabe duda, reconocemos en el progresista Clemente Díaz un trasunto del enemigo de antaño. Buero fue acusado de “posibilista”, de adaptarse al sistema y en último término de justificarlo. Mientras, Sastre fue permanentemente prohibido al realizar un teatro imposible e inaceptable para la censura de la época. Siendo ambos antifascistas y defensores de la libertad, Buero Vallejo consideraba que era necesario estrenar para al menos poder decir algo, con lo que en cierto modo fue integrado por el sistema. Sastre, por su parte, que chocaba siempre contra la pared de la censura, quedaba liquidado en su silencio. En el fondo ambas posturas acababan siendo ineficaces, de ahí que Sastre considerara que la literatura timorata con el poder no tenía ninguna relevancia en la transformación política, cuestión que exigía otro tipo de lucha y de compromiso. La respuesta de Buero fue tan cruel como la acusación recibida: Sastre no publicaba escritos ni sus obras eran estrenadas porque su calidad como artista era muy discutible. Y no se quedó ahí, lanzó otra acusación provocadora que introduce en “La detonación”: Clemente Díaz-Sastre acabará convertido, también él, en censor del nuevo régimen con el gobierno Calatrava.
Para conseguir el efecto teatral adecuado al contenido, Buero elige una estructura y una escenografía muy particulares. El inicio es en realidad el punto conclusivo de la historia, la detonación es el disparo con el que Larra pone fin a su vida. A partir de aquí se desarrolla un amplio flash back, la acumulación un tanto delirante de recuerdos que configuran las razones que llevan al suicidio del protagonista. Siempre se ha dicho que la vida pasa por delante en pocos segundos cuando alguien está a punto de morir, de modo que Buero incluye varios escenarios que se suceden y que hacen imprescindible asistir a la representación teatral. La simple lectura de la obra apenas puede dar imagen de la complejidad escenográfica y del efecto que en la mente alterada del suicida producen los acontecimientos. 
Con el suicidio y un fundido en negro finaliza la obra. El personaje que dibuja Buero no es exactamente el héroe romántico exaltado que se presta a la ironía brutal del famoso cuadro de Alenza, con ese individuo ridículamente patético a punto de despeñarse. Podemos hablar de aquella eterna insatisfacción del artista romántico, incapaz de soportar una vida que siempre acaba ofreciendo mucho menos de lo que uno aspira. Hay sin embargo una relación más concreta entre el malévolo sarcasmo de Alenza y “La detonación”: Parece que el pintor se inspiró en algunos escritos de Mesonero Romanos para elaborar esos dos óleos sobre el desesperado arrebato romántico, precisamente uno de los personajes con un papel más importante en el drama, no por sus ansias suicidas sino por su capacidad para evitar el peligroso compromiso político. El prudente escritor costumbrista había comprendido, bastante antes que Larra, la auténtica naturaleza del poder. Dolores, la amante de Larra, que será un factor determinante en el suicidio del protagonista, le dice como despedida una frase demoledora, “La vida no es otra cosa ni puede serlo más que lo que hay en una sociedad mentirosa”. Creo que esa es la conclusión a la que llegó el propio Buero: Para el escritor no hay tregua posible,  tal vez porque ya se había dado cuenta de que el cambio político iba a significar una nueva derrota. 


martes, 1 de mayo de 2018

“Cuento de Navidad”: Muchas gracias, Mr Scrooge.

Aunque al final acabe descubriendo que es un tipo bondadoso, que reparte regalos y felicitaciones entre sus anteriormente maltratados siervos y conocidos, simpatizo mucho más con Mr. Scrooge, un viejo cascarrabias amargado y egoísta, que con los buenos sentimientos que nos mete en vena la televisión a través de la lotería de Navidad y el tamborilero de Raphael. Me pasa lo mismo con otro imprescindible navideño, “Qué bello es vivir”: No dejo de detestar al personaje de James Stewart hasta que se le va esa cara de pánfilo, cuando se da cuenta de que todo es una mierda y que él no ha sido hasta ahora más que un pobre imbécil. Como Scrooge, también acabará autoengañándose gracias al ángel. Y no es casualidad la semejanza, Capra elaboró una hábil y poco disimulada adaptación del clásico de Dickens. 

No es por ponerme en plan aguafiestas o irreverente, pero cualquiera que haya sentido el agobio físico de esas calles atestadas de consumidores voraces o el agobio moral de la felicidad por decreto, tiene que sentir aunque sea una pequeña empatía con la falta de sociabilidad de Scrooge. Confieso sin embargo que no rechazo la Navidad, incluso me produce esa agradable tranquilidad del periodo de descanso en el que parece que la existencia se hace más relajada y feliz. También debo reconocer que no puedo evitar el alivio por la redención, en definitiva es la esperanza de que la solidaridad y no el egoísmo será nuestra salvación final.

Sin duda existe el mensaje esperanzador, pero en el origen de la novela hay indignación. El personaje creado por Dickens es un viejo usurero al que se la trae al pairo la situación en la que deja a sus explotados, entra por derecho en esa galería de malvados empresarios que se aprovechaban sin piedad de los trabajadores británicos en los albores de la Revolución industrial. Dickens no era un radical que pretendiera cambiar la estructura social, es evidente que hay bastante de voluntarismo en su obra, pero representa algo así como la mala conciencia de la sociedad victoriana y fue un infatigable defensor de los pobres y desfavorecidos. Cuando en 1843 el gobierno británico publicó un informe sobre las lamentables condiciones del trabajo infantil, Dickens se propuso publicar un panfleto denunciando una vez más la injusticia, hasta que cambió de parecer y concibió un relato que “tendría veinte veces más fuerza que cualquier panfleto”. 

Eligió para ello un género que le venía fascinando desde siempre, los cuentos de fantasmas, los relatos de fenómenos misteriosos que provocan nuestros miedos más profundos. Las historias siniestras que le contaba su niñera durante la infancia y la todavía más siniestra realidad social de los bajos fondos londinenses le inclinaban hacia el relato gótico, de modo que elaboró su historia de fantasmas más genial, la que combinaba el elemento macabro con una buena lección contra desalmados y aprovechados. De todas formas, no nos engañemos, no es solo una crítica contra la clase empresarial, al fin y al cabo todos necesitamos que algún viejo fantasma nos recuerde que nuestras pequeñas vanidades no merecen la atención que habitualmente les deparamos. 

El hallazgo literario de Dickens es tan poderoso que ha ejercido una enorme influencia en otras creaciones literarias y cinematográficas, por ejemplo en el clásico de Capra del que hablaba al principio, aunque se tome bastantes licencias. Mi preferido entre esta progenie es sin duda una de las obras maestras de Tolstoi, La muerte de Ivan Ilich, una versión que prescinde del elemento fantástico para centrarse en una certeza terrible que va asumiendo el protagonista: Ha malgastado su vida y apenas tiene posibilidad de redención. En este caso, la conciencia de una vida superficial y vacía le lleva a encontrar en la muerte la forma de liberar a su familia de quien ya es una molestia y al mismo Ivan Ilich de su existencia absurda. 

Y la otra gran obra que quería destacar, a la vez deudora de Tolstoi, es una película:  Ikiru (Vivir), del gran Akira Kurosawa. También habla del tiempo desperdiciado y de una situación límite que apenas deja margen para solucionar el error de toda una vida. El señor Watanabe, un viejo funcionario de la administración, se entera de que tiene un cáncer terminal y que apenas le queda un año de vida. En este caso los fantasmas de Dickens son los diferentes personajes que se va encontrando Watanabe en su búsqueda por encontrar  un sentido a sus últimos meses de vida. Como Scrooge, cambiará su forma de vivir tras las experiencias de una noche agitada y se dedicará a trabajar para la comunidad que había olvidado -como todo su departamento en realidad, una especie de acabado ejemplo del “vuelva usted mañana”-. Nos enteraremos en su funeral del constante esfuerzo de Watanabe, desde aquel día, para lograr que el ayuntamiento construya un parque cuyas obras se eternizaban por cuestiones burocráticas. La película es hermosísima, como el cuento de Tolstoi y el relato de Dickens, que conviene leer sin pensar que conocemos el tema de memoria y que no vale la pena, pero aparte del innegable valor artístico todas ellas nos plantean un interesante dilema que conviene resolver antes de que sea tarde ¿Y si estamos dilapidando tristemente nuestros días? ¿Y si vivimos de actuaciones que van haciéndonos cada vez peores, hasta que, como Scrooge, nos hacemos conscientes de nuestra mezquindad?