El pilluelo que recorre la feria con su primo se me antojó desde el principio una versión más joven de El corredor de fondo, que recorre las calles de Nottingham con su amigo en busca de una ventana abierta que les condujese al dinero. En cambio en el segundo cuento de la antología, la meta es un poco de diversión. Algo tan simple como dar unas vueltas en El arca de Noé. Habiendo gastado ya el poco dinero que tenían la alternativa era bastante obvia: colarse, dar la vuelta por "las bravas"; es decir, salir del sistema ordenado impuesto por la sociedad. Aquí vuelvo a acordarme de La soledad del corredor de fondo, cuyo protagonista también viola las reglas imperantes y mantiene su pretendida honestidad a pesar de todas las presiones. Es entonces cuando los dos relatos se vuelven antitéticos. Mientras que el corredor transgrede las normas y es castigado por eso, no se le borra en ningún momento la sonrisa de la cara (al menos yo así lo imagino) mientras saca cubos y cubos de mierda de las letrinas, porque pese a todo a su manera a triunfado. En cambio el protagonista del tío vivo es expulsado de la atracción después de ser perseguido, pero al fin y al cabo no es el guarda el que lo echa a patadas sino la propia fuerza centrípetra (¿o es la centrífuga?) contra la que nada se puede hacer. El sistema social se autoregula desechando a todos aquellos que no siguen las normas. No hay para él ni siquiera posibilidad de enmienda. Dolorido y resentido tiene que abandonar la feria. No hay para él satisfacción en la derrota como en La soledad del corredor de fondo.
En cuento al resto de los cuentos hay que darles a todos su justo valor. Ya he comentado en otras ocasiones la profunda impresión que me causó El partido, cuando un resultado futbolístico es capaz de convertir a una persona en un monstruo violento. Yo mismo cambio de humor cuando pierde mi equipo, pero ese simple hecho de perder un partido tan sólo es un detonante, debe haber una base violenta y malsana como para reaccionar así, o simplemente estar
muy desesperado (cansancio, trabajo precario, enfermedad). Tío Ernest es pura ternura, pues yo estoy convencido de que en ningún momento actuó de mala fe con las niñas. El cuadro de la lancha pesquera es tan humano, tan creíble, tan posible, tan desesperanzadamente tierno que no hace otra cosa que conmover. El último relato, Frankie Buller, reúne todos los ingredientes para llegar al corazón: esa admiración que de niño sientes por esas personas que te parecen dioses, hasta que el tiempo pone a todos en su sitio y sin darte cuenta superas a tus propios ídolos.
Debo decir por último, que no me arrepiento de esas casi doscientas páginas en las que viví en los suburbios de Nottingham rodeado de fábricas y de gente variopinta con todas las maravillas y miserias de las que son capaces las personas.
Por cierto, hablando de portadas curiosas de La soledad del corredor de fondo, he puesto mi contribución al principio de la entrada.
Javier Bataller