domingo, 29 de diciembre de 2013

El arte de volar, de Altarriba y Kim.

Hace algún tiempo tuve ocasión de asistir a una conferencia sobre el maquis a la que acudieron dos viejos luchadores antifranquistas, ancianos que habían participado en la guerra civil, que sufrieron el exilio y que lucharon toda su vida por un país más justo y habitable. Lo que contaron estas personas, sin ningún tipo de complacencia pero con toda sinceridad, no me sorprendió: nada es peor que el sufrimiento de cuarenta años de dictadura; la lucha es necesaria contra gobiernos como el actual, empeñado en diseñar un futuro bastante negro, pero ni siquiera esto es comparable con la barbarie franquista.
 
No sabéis de lo que venimos”..... La España que conocieron nuestros abuelos era un país lamentable, demasiado cercano al feudalismo sangrante de “Los santos inocentes”, sometido a la ignorancia y la represión, a la miseria y al miedo. Por supuesto que estamos mejor, ya no hay que soportar un régimen nauseabundo de meapilas que educaba a cristazos, pero la conciencia de que vivimos en un mundo menos inhóspito no es suficiente para olvidar a muchos otros que también lucharon contra el fascismo y que no quisieron o no supieron conformarse. Son aquellos que acabaron planteándose si tanta lucha y tanto sufrimiento valió la pena, si no “sabe a poco” esta democracia demediada que tenemos.
Una de estas víctimas silenciadas del franquismo fue el padre de Antonio Altarriba, el guionista de uno de los más hermosos comics publicados en España, “El arte de volar”, auténtica obra maestra que dignifica -si tal cosa hiciera falta- el llamado noveno arte. Como acto final de rebeldía, la única forma que le quedaba para mostrar su inconformidad con una sociedad que le condenó a la derrota y al olvido, el padre de Altarriba decidió arrojarse al vacío desde la habitación de una residencia de ancianos. Las causas por las que tomó esta decisión constituyen el objeto de una dolorosa búsqueda por parte de su hijo, hasta llegar a entender que el suicidio fue el resultado de una larga serie de frustraciones y desilusiones. La historia que nos cuenta, asumiendo el punto de vista del padre, es la historia reciente de este país, sobre todo de quienes combatieron por un mundo mejor y acabaron olvidados, asimilados como una pieza más de un sistema al que se habían enfrentado.
 
Para contar esta historia, Altarriba elige el cómic, un cómic adulto, de escritura precisa y dibujos -magnífica labor de Kim- que refuerzan y enriquecen la narración del escritor. “El arte de volar” no es el recuerdo nostálgico de un perdedor, tampoco diría que es un homenaje a quienes lucharon por la libertad en un país condenado a una dictadura terrible, es el relato verídico y fascinante de un anarquista que pasó por el siglo implicado en todo tipo de batallas y acabó suicidándose. Así empieza el relato, con un hombre que decide volar saltando desde una ventana..... En busca de la libertad, como hizo toda su vida. “El arte de volar” reivindica la historia de los perdedores y yo diría que lo hace con apasionamiento y, a veces, recorrida por la rabia, porque son historias como ésta las que siguen levantando ronchas entre el fascismo vergonzante que persiste en muchos aspectos de la España actual.

La figura de su padre permite a Altarriba recorrer un pasado en el que apenas ha existido la esperanza de una verdadera transformación social. Tal esperanza estuvo cerca de plasmarse durante la II República, identificada con la democracia y relacionada con el poder del pueblo. La República, con todos sus defectos y limitaciones, estuvo guiada por la voluntad de resistencia y cambio, por eso nunca gustó a las clases altas, a la Iglesia ni a los militares, y por eso todo verdadero demócrata, como el protagonista de nuestro relato, encontró su lugar entre los que lucharon contra el fascismo. La derrota del pueblo en armas supuso el final de las esperanzas de cambio y condenó a la mayoría al silencio y la sumisión.


Cuarenta años de paz, mezcla de pobreza y humillación, del “a mandar señorito, que para eso estamos”, la consigna que recorrió este páramo en el que se convirtió España y del que fueron eliminados los disidentes a través del asesinato institucionalizado y mediante el exilio interior o exterior. Una gran parte de la generación que creyó en la utopía hubo de enfrentarse dramáticamente a una realidad que rompió todas las esperanzas: “Mi padre -recuerda Altarriba- intentó volar toda su vida.... pero la resistencia de la realidad fue insalvable”. El franquismo no dio ninguna oportunidad, únicamente la posibilidad de aguantar la injusticia e ir sobreviviendo en espera de tiempos mejores. El protagonista de “El arte de volar” luchó toda su vida, acabó adaptándose, sobrevivió y creyó llegado el tiempo de la liberación, pero cuando la dura realidad volvió a imponerse decidió que solo le quedaba un último acto de libertad. Y es entonces cuando el lector siente una profunda tristeza y rabia, por no ser capaces de seguir creyendo en la utopía mientras nos dejamos arrebatar, sin haber movido un dedo, por el conformismo y el tedio.
 





 

 


 
 

jueves, 19 de diciembre de 2013

Un hombre honorable. Sobre “Julio César”, de William Shakespeare.


¿Quién hay aquí tan abyecto que quiera ser esclavo?
¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofendido!”

 Nunca pensé que Bruto fuera un hombre honorable. César es un personaje demasiado grande como para tener en buen concepto al tipo que le traicionó por oscuras razones, entre las que se mezclan el resentimiento y la defensa de valores republicanos que apenas disimulaban la protección de derechos oligárquicos. Ya sea como estratega y conquistador que extendió el poder de Roma, o como hombre de Estado capaz de retar al Senado e imponer su ley, César encarna la figura más relevante y conocida de la historia de Roma.
Shakespeare arriesgó eligiendo a César para una visión poco complaciente con el personaje en la más vigorosa de sus tragedias de temática romana. La obra es arriesgada por deliberadamente ambigua, nadie sale bien librado, y la duda sobre los verdaderos motivos de la conspiración y el asesinato del dictador ha sido sembrada magistralmente por el poeta. Nadie se salva, nadie tiene argumentos convincentes….. excepto Bruto.
 

El Julio César que nos presenta Shakespeare es un hombre en decadencia que se ha dejado ganar por la vanidad, aunque conserve rasgos de su antigua lucidez para diagnosticar las debilidades de sus enemigos; Casio es un resentido, un acomplejado que odia la grandeza al compararla con su pequeñez; en Marco Antonio encontramos al demagogo sin escrúpulos que tal vez admira y estima a César, pero estará dispuesto a aprovechar la ocasión que se le presenta en su propio beneficio. Sin embargo, Bruto es realmente un hombre honorable, un demócrata para el que la libertad del pueblo es un bien mayor que la devoción por su padre adoptivo. Roma se encaminaba hacia la tiranía, la prueba es que arribistas como Marco Antonio podían manipular a su gusto los sentimientos del populacho, presentado como un conjunto estúpido y fácilmente manejable. Verdad es que el monólogo encomendado a Marco Antonio es una auténtica obra maestra de la oratoria, con una capacidad de seducción casi arrolladora que no deja dudas sobre la segura derrota que sufrirá la honestidad política de Bruto.
Aunque la obra lleva como título el nombre de César, y su figura –que desaparece físicamente mediado el tercer acto- sigue estando presente como una sombra que condiciona el resto de personajes, el auténtico protagonista es Bruto. Shakespeare recurre a Plutarco para diseñar al personaje, el héroe de la libertad republicana, de una sinceridad y altura moral que lo convierten en paradigma de la lucha contra la tiranía. Desde el inicio del capítulo que Plutarco le dedica en Vidas paralelas, queda claro que se trata del más honesto de los conspiradores: “Lo que hubo de generoso y noble en la conspiración lo atribuían a Bruto, y lo que hubo de atroz y repugnante lo echaban sobre Casio”. La cuestión es si tales ideas están justificadas, si la conspiración realmente buscaba eliminar a un usurpador despótico. Porque la hipótesis que se abre camino, cuando analizamos la situación sin la ganga propagandística, es bastante diferente: la aristocracia senatorial vio en César a un líder popular que seguía la estela de los Graco o de Catilina, una nueva amenaza contra el sistema de dominación consagrado por la constitución romana.
Cuando en el imponente tercer acto de la tragedia observamos a la plebe convertida en gentuza sedienta de sangre, sin capacidad ni criterio, estamos asistiendo a un tópico que se ha repetido entre la historiografía al servicio de las élites económicas. La masa es peligrosa, cualquier cambio propuesto por un líder popular es una invitación al caos y a la destrucción del orden social que asegura el dominio de los privilegiados. El pecado de César no fue subvertir la constitución romana sino aflojar el control total que la oligarquía senatorial ejercía sobre ella. Los oligarcas habían ido deshaciéndose de cada uno de los líderes populares que pusieron en cuestión su poder. Y César fue el siguiente, el más decidido y capaz por su propósito de imponer cambios que beneficiaran a los pequeños granjeros y al proletariado urbano a costa de la minoría rica.
Como valiente, lo honro; pero por ambicioso, lo maté”.
El discurso de Bruto pretende justificar el magnicidio, puesto que la ambición de César significaba el final de la libertad de los romanos; así nos lo transmite Plutarco y así lo dramatiza Shakespeare. En principio, ser ambicioso no supone ser un desalmado sin escrúpulos dispuesto a todo para calmar una egolatría sin límites; la realidad es que el poder de César alarmó a sus enemigos políticos porque fue utilizado contra la aristocracia senatorial y sus adláteres. Aquello que detestaban en César no era su ambición, sino la pulsión igualitaria a favor de los intereses populares, por muy escasamente revolucionaria o subversiva que fuera. La concentración de poder tenía en última instancia un objetivo reformista, probablemente para aumentar su base social, pero era preciso romper con la hegemonía de los privilegiados para llevar a cabo la reforma constitucional. La historia, como es bien sabido, no la escriben los derrotados ni los menesterosos, la escriben individuos próximos al Poder que distorsionarán la perspectiva: quienes atentan contra el orden social son aventureros ávidos de poder que merecerán un final violento a manos de los baluartes de la libertad republicana. Es una costumbre que no se ha perdido con el tiempo, las apelaciones a la libertad suelen ser alegatos en defensa de prerrogativas de clase y los que luchan contra la injusticia son liberticidas que ponen en peligro el bien común.