sábado, 26 de diciembre de 2009

Sciascia, el pesimismo rebelde




Viene siendo habitual que los participantes de la tertulia muestren su desacuerdo con el trato que se otorga a las obras que, digámoslo así, patrocinan: Javi considera que se tiene en poco la literatura fantástica y de ciencia ficción, según Manuel no fuimos capaces de entender a Mishima y Juanfe se esforzó por demostrar, ante el escepticismo de algunos, que en la obra de Sijie hay bastante más que la virtuosa adaptación de un cuento de hadas. Después de la tertulia dedicada a Sciascia debo sumarme a este grupo de agraviados, no me pareció que se valorara al escritor italiano como merece.

Es posible que me deje llevar por la admiración que profeso hacia un personaje que se metió en todos aquellos asuntos de la vida pública en los que estaba en juego la dignidad y la justicia. Sciascia fue algo así como el referente moral de los italianos y su compromiso político, inequívocamente de izquierdas pero de radical independencia, plasmó una rebeldía incansable contra el poder y sus máscaras. Su lucha fue contra el fascismo, un fascismo que adquirió formas nuevas, como en "El gatopardo", pero perpetuado en las estructuras de un país que nunca acaba de sacudírselo: "Reconozco el fascismo en cualquier sitio. El fascismo no ha muerto...siento un gran deseo de combatir, de comprometerme cada vez más, de ser siempre decidido e intransigente, de mantener una actitud polémica con respecto a cualquier poder".

Por si fuera poco soy un aficionado a la novela policiaca, a los grandes clásicos del género negro, los Hammett, Chandler, Thompson o Goodis, cuyas obras parecen adquirir un nuevo valor después de que el prestigio de Sciascia permitiera reconsiderar esta literatura. No hacía falta, pero es cierto que este género siempre fue poco apreciado, a lo mejor por aquello que dijo Borges: “le faltaba la suficiente dosis de aburrimiento como para gustar a los críticos”.

La novela negra no está protagonizada por valerosos justicieros, no hay héroes sino profesionales más bien cínicos y en los límites de la legalidad que dan cuenta de la degradación y el fracaso de una sociedad. Los protagonistas de Sciascia, tal vez menos relevantes que los antihéroes de Hammet o Chandler, son también escépticos, la cualidad más importante que un racionalista ilustrado como Sciascia puede esgrimir contra el fanatismo.

“El caballero y la muerte”, escrita en el último periodo de su vida, está protagonizada por uno de esos personajes que no se resignan a la tranquilidad del desconocimiento, que no renuncian a descubrir la verdad. El Vice, como el propio Sciascia, se encuentra a las puertas de la muerte, ya ha perdido toda esperanza, lo único que le queda es la salvación por el conocimiento, mirar a la muerte con el mismo orgullo que muestra el caballero del grabado. La rebeldía es la misma que cuando pensaba que “el mundo podía cambiar de base” pero ahora ya no hay razones para la esperanza; el caballero mide sus fuerzas contra poderosos enemigos en lucha desigual y sabe que será derrotado. Nada va a cambiar, el Caballero avanza solo, con coraje incomprensible para los que tiemblan, avanza, según el hermoso texto de Jean Cau, hacia la nada: “Estoy más pesimista que nunca, o tan pesimista como siempre, porque no queda razón alguna para el optimismo”.

Otro gran escritor italiano, Alberto Moravia, no acababa de creerse ese postrero pesimismo de Sciascia: el que sigue escribiendo está dando muestras de ser un incorregible optimista, es alguien que piensa que las cosas todavía pueden cambiar. Un pesimista hubiera renunciado a la escritura, hubiera dejado que la mentira siguiera prosperando, nos habría evitado ese molesto centinela que denunciaba el fascismo que dirige nuestras vidas.

Puedo entender alguna de las críticas que se hicieron durante la tertulia, básicamente que el valor literario de la obra está claramente por debajo del contenido político o de la crítica social. Es evidente que Sciascia no es Balzac o Proust, pero no veo por qué el laconismo o la economía de medios, propios de la mejor novela negra, deban estar reñidos con la calidad literaria. Además, a Sciascia hay que leerlo con cuidado, madurando cada una de sus frases, de sus reflexiones sobre el poder, el dolor y la muerte. Nada hay tan peligroso como bajar la guardia, demasiado a menudo acabamos aceptando los hechos como inevitables: leer a Sciascia nos recuerda que la libertad no se regala, se conquista día a día.


sábado, 19 de diciembre de 2009

Zerópolis, la ciudad virtual







Solo en alguna ocasión, y con no demasiado entusiasmo, hemos planteado la posibilidad de abandonar por un momento las obras de ficción y comentar un ensayo que pudiera resultar sugerente. Tal vez nos hemos dejado arrastrar por la aridez, en comparación con la novela, que se le supone a este género y, dadas nuestras circunstancias, tendemos a huir de propuestas literarias demasiado didácticas. Craso error. La profundidad del análisis y el rigor en el proceso de reflexión en un ensayo pueden ir acompañados de un extraordinario goce estético o de una intensidad expresiva a la altura de la mejor novela. Dos italianos me vienen a la cabeza como ejemplos de lo que acabo de decir: Leopardi y sus “Zibaldone dei pensiero” no desmerecen en elevación estética a sus “Cantos” y pocas novelas sobre el Holocausto han alcanzado la intensidad demoledora de “Si esto es un hombre”, el conocido ensayo de Primo Levi sobre su experiencia en Auschwitz.

Si recuerdo ahora esta carencia en nuestras tertulias es porque me han recomendado con insistencia el segundo ensayo publicado por Anagrama del filósofo francés Bruce Begout. El argumento con el que he sido convencido es definitivo: “Lugar común. El motel americano” es incluso mejor que “Zerópolis”, el deslumbrante ensayo sobre Las Vegas que dio a conocer a Begout en España. Sobre “Zerópolis” pues me gustaría hablarles.

Francia se ha considerado la vanguardia del pensamiento europeo pero, al mismo tiempo, los franceses siempre han sentido particular curiosidad por todo lo que se cuece al otro lado del Atlántico. Desde Tocqueville, casi diría desde La Fayette, la cultura americana ha sido objeto de curiosidad y análisis por parte de nuestros vecinos. Bruce Begout es uno de esos intelectuales, el más reciente, que armado en la escuela fenomenológica de Husserl e influido por Baudrillard, Eco o Benjamín, ha intentado con “Zerópolis” un acercamiento crítico a los hábitos y las costumbres norteamericanas.

¿De qué trata “Zerópolis”? Pues de Las Vegas, la ciudad del exceso, del barroquismo estrafalario, una gigantesca máquina tragaperras en medio del desierto. Es un libro apasionante y profundo aunque hable de lo banal, porque la banalidad de Las Vegas es el horizonte que parece esperar a las ciudades del futuro. Begout muestra en Zerópolis un paisaje de brillante envoltorio, de continuo y casi agobiante divertimento (lo “fun”) que rechaza todo aquello que no sea meramente epidérmico, que elimina el raciocinio y cualquier posibilidad de reflexionar sobre lo absurdo de todo el entramado. Hay un análisis del sueño americano particularmente agudo realizado a partir de datos en apariencia nimios, de lo concreto o lo pequeño, de lo que parece irrelevante pero que va constituyendo una imagen tremenda de la cultura americana más vulgar. Y lo terrible es que Begout dice que “vamos” hacia Las Vegas, es más, que sin saberlo ya estamos en Las Vegas; en cierto modo, nuestras ciudades (no hace falta irse muy lejos) se han convertido ya en un circo. Uno no puede dejar de pensar, después de leer un libro sobre algo tan aparentemente ajeno como es la ciudad del juego desenfrenado, que la democracia en Occidente se está convirtiendo en algo de baja calidad, una especie de libertad de bajo costo al socaire de la globalización y la lógica del consumo.

Hay quién no es tan pesimista como yo y considera que Begout no pretende hacer de esta ciudad, este artificio descomunal y superficial, una metáfora de lo que nos espera. Las Vegas sería solo un parque temático que nos permite evadirnos, que nos protege de una realidad desagradable por medio de una ficción infantilizada que no nos deja pensar en nuestra propia miseria. Robert Venturi dice que la incoherencia y el exceso estético de este espejismo en el desierto son un logro de la posmodernidad; bien, es posible, pero a mi los monstruos generados por la posmodernidad me empiezan a parecer tan peligrosos como los que generó la razón.

Juan

martes, 8 de diciembre de 2009

Variedad de propuestas para la primera tertulia de 2010




La tertulia sobre El caballero y la muerte de Leonardo Sciascia tuvo lugar el pasado martes 1 de diciembre en el lugar de costumbre. Cinco miembros veteranos dieron la bienvenida a un nuevo contertuliano, Javier, profesor de filosofía en el I.E.S. Les Foies de Benigànim. El sentir general fue de que Siciascia era un buen escritor pero no todos alabaron la obra en cuestión. Tres sietes, tres seises y un cinco (éste otorgado por Rafa a posteriori pues no pudo asistir a la tertulia) fueron las puntuaciones, suponiendo una nota media de 6,3.
Para la siguiente tertulia se propusieron un amplio abanico de obras cubriendo varios siglos y un par de continentes. Desde clásicos de la literatura en castellano, como La Celestina, a clásicos de la literatura inglesa, como pueda ser El amante de Lady Chatterley, pasando también por autores de rabiosa actualidad como el Premio Príncipe de Asturias 2006 Paul Auster o el escritor estadounidense de origen judío Philip Roth. La diversidad de géneros está representada por la obra de ciencia ficción El hombre bicentenario, de Isaac Asimov.
¿Jugamos al quién es quién con las fotos de la cabecera? No creo que sea necesario. De arriba abajo: Asimov, Auster y Roth. ¿A que no era difícil?