sábado, 28 de mayo de 2016

Vida de Galileo, de Bertolt Brecht: La ética del científico.

Resulta que el Papa Ratzinger, antes de ser llamado a tan alto destino, era el titular de la cátedra cardenalicia creada en honor de Roberto Belarmino, el inquisidor cuya mayor hazaña fue quemar a Giordano Bruno, además de defender a sangre y fuego al Pontificado contra los herejes luteranos. Pues bien, el tal Belarmino fue canonizado en 1930 y la Iglesia lo considera uno de sus grandes doctores, aunque esto no impidió que el Papa Wojtyla pidiera perdón, en un acto supremo de hipocresía, por los errores cometidos contra científicos como Galileo o Bruno. El caso de Bruno es demasiado turbio y los panegiristas de la Iglesia prefieren darle carpetazo, pero es curiosa la generosidad con la que es tratada la persecución que tuvo que soportar Galileo. Según estos manipuladores a Galileo nadie le prohibió nada, lo único que hizo Belarmino fue instarle amablemente desde su posición de poder a que no diera por verificadas lo que solo eran hipótesis. Si consultamos fuentes menos tendenciosas, vemos que lo que en realidad pasó es que fue obligado a no defender públicamente las teorías heliocéntricas que ya iban por ahí circulando desde Copérnico entre los cosmólogos. Galileo, que no era idiota y sabía como las gastaban estos tipos, optó por guardar silencio sobre el tema y dedicarse a demostrar teoremas geométricos, aunque luego volvió, el muy hereje, y le faltó un pelo para probar la medicina que aplicaron a Bruno, el cual tenía más tendencia a la tozudez y al "a mí no me acojonáis, hijos de puta". 

La integridad de Bruno cuestiona la actitud de Galileo, aunque podemos entender e incluso compartir sus razones ¿Por qué debía dejarse asesinar por esos miserables ignorantes que se atrevían a demoler sus métodos, siendo unos perfectos incompetentes en materia científica? Era más práctico agachar la cabeza, seguir investigando y esperar tiempos mejores en los que el dogma religioso dejara de someter a la razón. Cuando Bertolt Brecht escribe la primera versión de su “Vida de Galileo Galilei” también mostrará comprensión ante la triste retractación del científico, hace suyas las palabras del joven discípulo que cree sinceramente en la necesidad de que el maestro, pese a la humillación, pueda seguir trabajando para demostrar la verdad. En la versión definitiva Galileo es un hombre derrotado que ya no pone excusas a su traición, no es que haya renunciado, es que ha traicionado al pueblo. Su derrota es la de la propia humanidad, al arrepentirse públicamente de sus ideas impidió el avance de la libertad de investigación y, en definitiva, la emancipación del pueblo frente a los poderosos.

La dolorosa reflexión final no procede de un hombre cuyo compromiso social haya sido insobornable hasta ese momento. El Galileo de Brecht es un científico ávido de conocimientos, pero también es un hombre que gusta de los placeres de la vida y que sabe perfectamente las derivaciones técnicas de sus descubrimientos. Es consciente de que sus inventos no están al servicio de todo el pueblo, sino de una minoría beneficiaria de un sistema injusto que en ningún momento parece importarle, más allá de su propia satisfacción personal por los secretos del universo que va descubriendo. En este sentido es obvia la crítica de Brecht a esa especie de “torre de marfil” en la que parecían recluidos los científicos de posguerra, sobre todo a partir de la reflexión realizada en torno a los participantes del proyecto “Manhattan”. Hay en la actuación de los Oppenheimer, Bohr o Fermi una contradicción, intuyeron que la energía nuclear iba ser monopolizada por los militares, que reducirían la libertad de investigación a aquello que les fuera útil. Pero solo vagamente, a pesar de ciertas propuestas de control ético del desarrollo científico, se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo en el exterior de los laboratorios, de las implicaciones sociales de su trabajo.

El Galileo de Brecht tiene una indudable relación con las circunstancias de la época y con el compromiso político del autor, pero también alcanza una dimensión simbólica sobre el conflicto entre libertad científica y autoritarismo. No se trata de una crítica contra la Iglesia católica en particular, es más bien la crítica al principio de autoridad que se ejerce como instrumento para someter al pueblo. Frente a la imposición del dogma, la labor revolucionaria de la ciencia va dejando sin fundamentos ideológicos a quienes detentan el control social. De ahí el peligro que supone el acto vergonzoso de la retractación, al abandonar la ciencia a los poderosos su función queda totalmente dislocada para ponerse al servicio de la violencia y la exclusión. Lejos de “ser un alivio para la dureza de la existencia humana”, la ciencia que deslumbra con los descubrimientos más notables, pero que no nos hace crecer como seres humanos, está favoreciendo un orden opresivo. 

En ese difícil equilibrio entre la eficacia del mensaje político y la obra artística de calidad, tan discutible en muchas realizaciones del realismo socialista, estriba una de las grandes virtudes del teatro de Brecht. Y ello a pesar de que, de manera consciente, Brecht sacrifica en cierto modo su trascendencia, no le importa parecer un poeta menos elevado, más simple en inteligencia o en sensibilidad moral, con una renuncia voluntaria a la complejidad en favor de un mensaje directo. Su tiempo era el de la lucha política y su obra no podía ser cómoda ni complaciente; como expresaría en aquel famoso poema, eran “malos tiempos para la lírica”. Había que plantear situaciones manteniendo una relación con el espectador que estaba muy alejada del proceso de identificación propio del teatro clásico, no se trata de emocionar o purificar pasiones, se trata de mantener la cabeza fría -es el famoso “distanciamiento”- para que los que asistimos a esa representación de figuras simbólicas y ambientes esquemáticos lleguemos a un análisis crítico de los problemas del mundo. Creo que Brecht consigue su propósito, pero la enorme fuerza de su teatro y la dimensión épica de figuras como Galileo o Madre coraje van mucho más allá del adoctrinamiento marxista y adquieren un valor ético individual que sitúa esos dramas en la cumbre de la literatura del siglo XX.