viernes, 26 de diciembre de 2014

"Muerte accidental de un anarquista", de Darío Fo.

De nuevo a vueltas con el asunto del Nobel. En 1997 la Academia Sueca decidió encumbrar al más polémico y discutido de los escritores italianos, Darío Fo. Tal vez fuera el cupo que se reservan en tan distinguida institución para premiar a los autores transgresores e iconoclastas, con el riesgo -calculado- de que pudieran hacer una pedorreta al galardón. No se dio esta vez el caso, aunque el peculiarísimo discurso que el sorprendente ganador soltó como agradecimiento fue todo un alegato contra la injusticia y la manipulación de la democracia. Reconozcamos que esto pudo resultar un poco molesto cuando lo que esperas es que el protagonista esté en su papel y no provoque demasiados sobresaltos.

Y lo cierto es que Darío Fo ya no es el mismo personaje subversivo e incendiario de sus inicios, ha evolucionado hacia posiciones discutibles, por ejemplo el apoyo al extraño Movimiento Cinco Estrellas de su amigo Beppe Grillo. Pero lo que es innegable es que su obra escénica, ignorada hasta hace muy poco por los manuales de literatura, ha defendido siempre a los más desfavorecidos y representa una decidida denuncia contra los abusos de poder. La pieza más conocida y representada es “Muerte accidental de un anarquista”, divertidísima sátira basada en un hecho real no tan divertido: el asesinato por parte de la policía italiana de un anarquista, Pinelli, acusado de terrorismo.

La obra responde a un contexto histórico muy concreto, la estrategia por parte del Estado italiano, en manos de la Democracia Cristiana -estamos a principios de los setenta-, de generar una clima de caos que permitiera la represión del movimiento obrero. La llamada “estrategia de la tensión” es, en origen, una táctica de los grupos neofascistas cuyo objetivo era destruir las instituciones democráticas; para ello se desestabilizaba mediante el terrorismo la vida política del país, provocando desorden y magnificando la conflictividad social. Creado el ambiente de inseguridad, el siguiente paso es la apelación al Ejército para que restablezca el orden mediante un golpe de Estado y la inevitable dictadura. En Italia, las escuadrillas del neofascismo y la extrema izquierda fueron instrumentalizadas por los servicios secretos del Estado para cometer atentados. Se pretendía generar la sensación de una amenaza involucionista que permitiera frenar el avance del fascismo y controlar el auge del movimiento obrero. Con la colaboración del poder judicial, y bajo órdenes directas del gobierno, la policía cometió numerosos abusos contra elementos calificados como subversivos. Era el más puro terrorismo de Estado.

Para denunciar esta situación, el autor utiliza un humor corrosivo que pone en evidencia las tácticas fascistas de la policía y la manipulación periodística al servicio del poder. El mensaje contra la represión política y la sinrazón de Estado es demoledor, pero la ironía y la extraordinaria comicidad del desarrollo han permitido, incluso, que la obra funcione sin el mensaje político. Tal que así ocurrió en ciertas adaptaciones realizadas en los Estados Unidos, que despojaban al texto de las connotaciones más comprometedoras.
Todos los personajes sirven perfectamente tanto al objetivo general de la denuncia como al elemento bufonesco y cómico, sobre todo con el genial hallazgo del loco socrático, auténtico eje de la obra que va sacando a la luz todas las miserias del sistema desconcertando al resto de personajes. El loco, adoptando diferentes y disparatadas personalidades, consigue que los culpables confiesen los hechos tal y como en realidad ocurrieron, sorprendiendo una y otra vez las incongruencias y contradicciones de la “versión oficial”. Las libertades y garantías democráticas, teóricamente aseguradas en un Estado de derecho, están en realidad seriamente vulneradas y el espectador acaba siendo consciente de que la democracia no es en el fondo más que un simulacro.
El texto es de 1970, las tácticas del poder para someter a los ciudadanos pueden haber cambiado, o simplemente se han adaptado a los tiempos, pero las ideas que defendía entonces Darío Fo siguen siendo actualísimas. Y, por desgracia, también lo son las violaciones de los derechos humanos, la tentación dictatorial en gobiernos que se presumen democráticos y, por qué no decirlo, determinados diagnósticos en los que quedamos retratados:
Mire, al ciudadano de a pie no le interesa que la mierda desaparezca, le basta con que se denuncie, estalle el escándalo y se pueda comentar. Para él, esa es la verdadera libertad y el mejor de los mundos, ¡aleluya!”
 


miércoles, 24 de diciembre de 2014

"La guerra de los mundos": Darwinismo social.

En varias ocasiones nos hemos planteado entrar en materia con obras de H.G.Wells, sin decidirnos nunca por una u otra razón. Y ello a pesar de que dedicamos toda una tertulia a hablar de viajes en el tiempo a partir de historias que ofrecían diversas opciones, desde los mundos paralelos a los bucles temporales, pasando por el círculo perfecto de un destino contra el que no se puede luchar. Ni siquiera entonces hablamos de la estupenda metáfora que diseñó Wells sobre la lucha de clases en “La máquina del tiempo”, relato mucho menos preocupado por la posibilidad física del viaje que por la crítica social contra un presente demasiado incierto. Para solucionar este inaceptable olvido he escogido una de las obras más conocidas y difundidas del autor inglés, “La guerra de los mundos”, novela de su primera fase creativa, la que convierte a Wells en uno de los grandes maestros de la ciencia ficción precisamente porque logró superar los límites del género.
El contexto que provoca la impactante parábola de “La guerra de los mundos” es el imperialismo, cuando las potencias europeas están lanzadas a la conquista de los territorios africanos o asiáticos que todavía escapan a su control. Apoyados en la superioridad técnica derivada de la Segunda Revolución industrial, y mientras en Europa se dejan sentir los efectos del crecimiento demográfico y las fuertes desigualdades sociales, los gobiernos occidentales hacen buenas las teorías de Lord Salisbury: solo las naciones capaces de conquistar y engrandecer su territorio podían considerarse pujantes y vivas, el resto eran Estados moribundos destinados a un papel secundario en el concierto internacional. La carrera por obtener mercados y recursos iba enrareciendo las relaciones entre países, al tiempo que quedaba demostrado que el crecimiento económico estaba lejos de plasmarse en una sociedad igualitaria o más justa.
Wells era una de esas personalidades sensibles y especialmente lúcidas ante lo que otros no querían ver. Consciente del peligroso entramado internacional que se estaba conformando y activista radical de los derechos de los más desfavorecidos, reaccionó con su obra en defensa de la justicia social denunciando el salvaje neodarwinismo que se había apoderado de las relaciones internacionales.
Sin embargo, “La guerra de los mundos” ha rebasado el papel de crítica social para convertirse en un relato que conmocionó por su realismo a generaciones de lectores y, no lo olvidemos, de oyentes radiofónicos. En la novela de Wells están los elementos básicos de una crónica que crece en tensión y que deriva desde la primera sorpresa y confianza hasta la desesperación más absoluta. La perplejidad de los confiados ingleses que ven caer extraños objetos, la incapacidad para entender lo que estaba ocurriendo, fue aprovechada magistralmente por Orson Welles en su famosísima emisión de radio de los años treinta -momento muy propicio para que el miedo se apoderase de los radioescuchas-, que supo manipular con habilidad el relato para perturbar al americano medio en plena depresión. La crítica a la destrucción causada por el mundo “civilizado” y al genocidio de las llamadas “razas inferiores”, se transformaba en un miedo incontrolable ante lo desconocido, ante la posibilidad de que la humanidad pudiera ser aniquilada por mentes mucho más poderosas y avanzadas.
La abrumadora superioridad de los invasores de otro mundo relativizaba el orgullo de Occidente y ponía en cuestión todos los argumentos hipócritas y falaces que justificaban el imperialismo. Al final, derrotados y humillados, los terrícolas se salvan de la esclavitud o la definitiva desaparición gracias a la incapacidad de los marcianos para acostumbrarse a los microorganismos de la Tierra: los seres más ínfimos serán quienes acaben con el peligro volviendo a relativizar superioridades técnicas o raciales.
En fin, que si Jules Verne es un precursor en muchos de los avances que la ciencia y la técnica moderna harían realidad, Wells responde, también por medio de la literatura, a las nefastas consecuencias que el mal uso de la técnica estaba provocando. De nuevo nos encontramos el pesimismo del ilustrado consciente de que no era este el camino para conseguir una sociedad mejor y más solidaria. Como escribió el propio Wells en uno de sus mejores relatos, vivimos en “el país de los ciegos”.
 

 
 
 
 
 
 
 

viernes, 5 de diciembre de 2014

Short cuts, de Raymond Carver: Vidas cruzadas.

Cuando empecé a leer Short cuts la primera impresión fue que entraba en un terreno que conocía. No es que ya hubiera leído a Carver, se trataba más bien de los ambientes y personajes de estas historias que no me eran en absoluto ajenos. Es fácil de explicar, cada vez me interesa más la pintura de Hopper, tengo recientes las descripciones de Bruce Begout sobre las banalidades del sueño americano y los cuentos de Cheever, que conozco en parte también gracias al cine, están necesariamente emparentados con Carver. Todos ellos me han proporcionado una imagen de los norteamericanos y de su amado país que dista mucho de la luminosidad y el entusiasmo que nos han transmitido durante años.
Dado que la obra elegida es una selección que serviría de argumento para una película, tal vez convenga empezar por el film rodado por Altman. Sin duda es Carver lo que estamos viendo, en absoluto podría hablar de traición al espíritu de sus relatos; pese a ello hay una diferencia que me distancia de la película y me sitúa más próximo a la letra impresa. Altman convierte las inquietantes sugerencias de Carver en múltiples líneas narrativas que se cruzan, se separan y se vuelven a encontrar movidas por el azar, o la necesidad impuesta por el propio director. Los cuentos de Carver muestran la anodina intimidad de un matrimonio a punto de saltar por los aires, intuyendo solo la gravedad de los problemas que les afectan; sin embargo, la película de Altman me recordaba un tipo de literatura mucho más débil, con historias alargadas hasta la intrascendencia.
Si la propuesta fílmica nos deja algunas dudas sobre la relación con el sentido de los relatos, los cuadros de Hopper parecen conectados con ese universo de intimidad desolada, de personajes resignados e incapaces de cualquier comunicación. En ambos artistas encontramos la misma sensación de melancolía, la soledad casi metafísica que refleja una sociedad cuyo individualismo es profundamente empobrecedor. Igual que en las pinturas de Hopper, hay algo en los relatos de Carver que conmueve e inquieta; no es tanto una amenaza como la incapacidad para escapar a un destino sin esperanza. En Hopper vemos individuos cuya soledad adquiere un carácter único; los personajes de Carver son gente vulgar y corriente que se convierte, en un momento determinado, en algo extraordinario que ya no puedes olvidar.

John Cheever, el autor de “El nadador”, es otro de esos magníficos especialistas en el relato corto que disecciona la clase media norteamericana. Sus historias reflejan un similar hastío y soledad, la monotonía y la desesperación de la que nacen psicópatas con afán de notoriedad capaces de provocar una explosión de violencia brutal surgida de la cotidianeidad. Carver y Cheever retratan el individualismo que desestructura cualquier vínculo social solidario o enriquecedor. Sin duda es este individualismo el pilar de su modo de vida, pero acaba siendo el cáncer de los vínculos de cohesión social.
Creo que Carver es aún más contundente, por su lenguaje seco y preciso, con sus historias tan diáfanas y a la vez tan elusivas, de una cotidianeidad insoportable. Hay una constante sensación de amenaza que te hace sospechar un final trágico y apenas sin más opción que la derrota asumida con dignidad. Estas narraciones escuetas y fugaces, como fragmentos de una vida, son el perfecto reflejo de las sociedades actuales en las que parece no quedar espacio ni tema para los grandes relatos. Algo parecido se dijo en nuestra tertulia a propósito de la narrativa de Carver, exponente de que la epopeya novelística del siglo XIX está ya obsoleta, prueba de que los personajes de Dostoievsky, Balzac o Galdós han dejado paso a individuos mucho más vulgares y con historias mínimas. Pues bien, sospecho que hay un error de perspectiva; es difícil encontrar en la decadente sociedad norteamericana héroes capaces de abrirse paso a dentelladas para sobrevivir, pero si observamos en nuestras fronteras, allá donde muchos sitúan las barreras de su conciencia, encontramos que en nada se diferencian de los poderosos personajes decimonónicos esos emigrantes subsaharianos que emprenden su particular odisea huyendo del hambre y la destrucción.  Posiblemente será ésta la epopeya que se contará en el futuro.