domingo, 29 de diciembre de 2013

El arte de volar, de Altarriba y Kim.

Hace algún tiempo tuve ocasión de asistir a una conferencia sobre el maquis a la que acudieron dos viejos luchadores antifranquistas, ancianos que habían participado en la guerra civil, que sufrieron el exilio y que lucharon toda su vida por un país más justo y habitable. Lo que contaron estas personas, sin ningún tipo de complacencia pero con toda sinceridad, no me sorprendió: nada es peor que el sufrimiento de cuarenta años de dictadura; la lucha es necesaria contra gobiernos como el actual, empeñado en diseñar un futuro bastante negro, pero ni siquiera esto es comparable con la barbarie franquista.
 
No sabéis de lo que venimos”..... La España que conocieron nuestros abuelos era un país lamentable, demasiado cercano al feudalismo sangrante de “Los santos inocentes”, sometido a la ignorancia y la represión, a la miseria y al miedo. Por supuesto que estamos mejor, ya no hay que soportar un régimen nauseabundo de meapilas que educaba a cristazos, pero la conciencia de que vivimos en un mundo menos inhóspito no es suficiente para olvidar a muchos otros que también lucharon contra el fascismo y que no quisieron o no supieron conformarse. Son aquellos que acabaron planteándose si tanta lucha y tanto sufrimiento valió la pena, si no “sabe a poco” esta democracia demediada que tenemos.
Una de estas víctimas silenciadas del franquismo fue el padre de Antonio Altarriba, el guionista de uno de los más hermosos comics publicados en España, “El arte de volar”, auténtica obra maestra que dignifica -si tal cosa hiciera falta- el llamado noveno arte. Como acto final de rebeldía, la única forma que le quedaba para mostrar su inconformidad con una sociedad que le condenó a la derrota y al olvido, el padre de Altarriba decidió arrojarse al vacío desde la habitación de una residencia de ancianos. Las causas por las que tomó esta decisión constituyen el objeto de una dolorosa búsqueda por parte de su hijo, hasta llegar a entender que el suicidio fue el resultado de una larga serie de frustraciones y desilusiones. La historia que nos cuenta, asumiendo el punto de vista del padre, es la historia reciente de este país, sobre todo de quienes combatieron por un mundo mejor y acabaron olvidados, asimilados como una pieza más de un sistema al que se habían enfrentado.
 
Para contar esta historia, Altarriba elige el cómic, un cómic adulto, de escritura precisa y dibujos -magnífica labor de Kim- que refuerzan y enriquecen la narración del escritor. “El arte de volar” no es el recuerdo nostálgico de un perdedor, tampoco diría que es un homenaje a quienes lucharon por la libertad en un país condenado a una dictadura terrible, es el relato verídico y fascinante de un anarquista que pasó por el siglo implicado en todo tipo de batallas y acabó suicidándose. Así empieza el relato, con un hombre que decide volar saltando desde una ventana..... En busca de la libertad, como hizo toda su vida. “El arte de volar” reivindica la historia de los perdedores y yo diría que lo hace con apasionamiento y, a veces, recorrida por la rabia, porque son historias como ésta las que siguen levantando ronchas entre el fascismo vergonzante que persiste en muchos aspectos de la España actual.

La figura de su padre permite a Altarriba recorrer un pasado en el que apenas ha existido la esperanza de una verdadera transformación social. Tal esperanza estuvo cerca de plasmarse durante la II República, identificada con la democracia y relacionada con el poder del pueblo. La República, con todos sus defectos y limitaciones, estuvo guiada por la voluntad de resistencia y cambio, por eso nunca gustó a las clases altas, a la Iglesia ni a los militares, y por eso todo verdadero demócrata, como el protagonista de nuestro relato, encontró su lugar entre los que lucharon contra el fascismo. La derrota del pueblo en armas supuso el final de las esperanzas de cambio y condenó a la mayoría al silencio y la sumisión.


Cuarenta años de paz, mezcla de pobreza y humillación, del “a mandar señorito, que para eso estamos”, la consigna que recorrió este páramo en el que se convirtió España y del que fueron eliminados los disidentes a través del asesinato institucionalizado y mediante el exilio interior o exterior. Una gran parte de la generación que creyó en la utopía hubo de enfrentarse dramáticamente a una realidad que rompió todas las esperanzas: “Mi padre -recuerda Altarriba- intentó volar toda su vida.... pero la resistencia de la realidad fue insalvable”. El franquismo no dio ninguna oportunidad, únicamente la posibilidad de aguantar la injusticia e ir sobreviviendo en espera de tiempos mejores. El protagonista de “El arte de volar” luchó toda su vida, acabó adaptándose, sobrevivió y creyó llegado el tiempo de la liberación, pero cuando la dura realidad volvió a imponerse decidió que solo le quedaba un último acto de libertad. Y es entonces cuando el lector siente una profunda tristeza y rabia, por no ser capaces de seguir creyendo en la utopía mientras nos dejamos arrebatar, sin haber movido un dedo, por el conformismo y el tedio.
 





 

 


 
 

jueves, 19 de diciembre de 2013

Un hombre honorable. Sobre “Julio César”, de William Shakespeare.


¿Quién hay aquí tan abyecto que quiera ser esclavo?
¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofendido!”

 Nunca pensé que Bruto fuera un hombre honorable. César es un personaje demasiado grande como para tener en buen concepto al tipo que le traicionó por oscuras razones, entre las que se mezclan el resentimiento y la defensa de valores republicanos que apenas disimulaban la protección de derechos oligárquicos. Ya sea como estratega y conquistador que extendió el poder de Roma, o como hombre de Estado capaz de retar al Senado e imponer su ley, César encarna la figura más relevante y conocida de la historia de Roma.
Shakespeare arriesgó eligiendo a César para una visión poco complaciente con el personaje en la más vigorosa de sus tragedias de temática romana. La obra es arriesgada por deliberadamente ambigua, nadie sale bien librado, y la duda sobre los verdaderos motivos de la conspiración y el asesinato del dictador ha sido sembrada magistralmente por el poeta. Nadie se salva, nadie tiene argumentos convincentes….. excepto Bruto.
 

El Julio César que nos presenta Shakespeare es un hombre en decadencia que se ha dejado ganar por la vanidad, aunque conserve rasgos de su antigua lucidez para diagnosticar las debilidades de sus enemigos; Casio es un resentido, un acomplejado que odia la grandeza al compararla con su pequeñez; en Marco Antonio encontramos al demagogo sin escrúpulos que tal vez admira y estima a César, pero estará dispuesto a aprovechar la ocasión que se le presenta en su propio beneficio. Sin embargo, Bruto es realmente un hombre honorable, un demócrata para el que la libertad del pueblo es un bien mayor que la devoción por su padre adoptivo. Roma se encaminaba hacia la tiranía, la prueba es que arribistas como Marco Antonio podían manipular a su gusto los sentimientos del populacho, presentado como un conjunto estúpido y fácilmente manejable. Verdad es que el monólogo encomendado a Marco Antonio es una auténtica obra maestra de la oratoria, con una capacidad de seducción casi arrolladora que no deja dudas sobre la segura derrota que sufrirá la honestidad política de Bruto.
Aunque la obra lleva como título el nombre de César, y su figura –que desaparece físicamente mediado el tercer acto- sigue estando presente como una sombra que condiciona el resto de personajes, el auténtico protagonista es Bruto. Shakespeare recurre a Plutarco para diseñar al personaje, el héroe de la libertad republicana, de una sinceridad y altura moral que lo convierten en paradigma de la lucha contra la tiranía. Desde el inicio del capítulo que Plutarco le dedica en Vidas paralelas, queda claro que se trata del más honesto de los conspiradores: “Lo que hubo de generoso y noble en la conspiración lo atribuían a Bruto, y lo que hubo de atroz y repugnante lo echaban sobre Casio”. La cuestión es si tales ideas están justificadas, si la conspiración realmente buscaba eliminar a un usurpador despótico. Porque la hipótesis que se abre camino, cuando analizamos la situación sin la ganga propagandística, es bastante diferente: la aristocracia senatorial vio en César a un líder popular que seguía la estela de los Graco o de Catilina, una nueva amenaza contra el sistema de dominación consagrado por la constitución romana.
Cuando en el imponente tercer acto de la tragedia observamos a la plebe convertida en gentuza sedienta de sangre, sin capacidad ni criterio, estamos asistiendo a un tópico que se ha repetido entre la historiografía al servicio de las élites económicas. La masa es peligrosa, cualquier cambio propuesto por un líder popular es una invitación al caos y a la destrucción del orden social que asegura el dominio de los privilegiados. El pecado de César no fue subvertir la constitución romana sino aflojar el control total que la oligarquía senatorial ejercía sobre ella. Los oligarcas habían ido deshaciéndose de cada uno de los líderes populares que pusieron en cuestión su poder. Y César fue el siguiente, el más decidido y capaz por su propósito de imponer cambios que beneficiaran a los pequeños granjeros y al proletariado urbano a costa de la minoría rica.
Como valiente, lo honro; pero por ambicioso, lo maté”.
El discurso de Bruto pretende justificar el magnicidio, puesto que la ambición de César significaba el final de la libertad de los romanos; así nos lo transmite Plutarco y así lo dramatiza Shakespeare. En principio, ser ambicioso no supone ser un desalmado sin escrúpulos dispuesto a todo para calmar una egolatría sin límites; la realidad es que el poder de César alarmó a sus enemigos políticos porque fue utilizado contra la aristocracia senatorial y sus adláteres. Aquello que detestaban en César no era su ambición, sino la pulsión igualitaria a favor de los intereses populares, por muy escasamente revolucionaria o subversiva que fuera. La concentración de poder tenía en última instancia un objetivo reformista, probablemente para aumentar su base social, pero era preciso romper con la hegemonía de los privilegiados para llevar a cabo la reforma constitucional. La historia, como es bien sabido, no la escriben los derrotados ni los menesterosos, la escriben individuos próximos al Poder que distorsionarán la perspectiva: quienes atentan contra el orden social son aventureros ávidos de poder que merecerán un final violento a manos de los baluartes de la libertad republicana. Es una costumbre que no se ha perdido con el tiempo, las apelaciones a la libertad suelen ser alegatos en defensa de prerrogativas de clase y los que luchan contra la injusticia son liberticidas que ponen en peligro el bien común.


lunes, 16 de septiembre de 2013

Chejov: entre la comprensión y la denuncia.

Si durante la dictadura franquista un ciudadano se tomaba un respiro, entre gloriosas hazañas futbolísticas o raciales corridas de toros, y pretendía leer un libro que valiera un poco la pena, es muy probable que tuviera que recurrir a la editorial Austral. Con las limitaciones propias de los tiempos que corrían, esta filial argentina de Espasa-Calpe inició una estupenda colección de libros de bolsillo que proporcionó a los españoles de entonces obras de variado contenido, siempre que no plantearan demasiadas dificultades a la censura del Régimen. La colección tenía infinidad de títulos y se alargó hasta que Alianza Editorial, publicando obras sin restricciones y mejor traducidas, acabó dejándola un poco anticuada. Debo reconocer que sentía una especial debilidad por los libros de Austral, cuyo índice repasaba a menudo para encontrar nuevas rarezas que solo a un tipo con intereses algo desbaratados podían llamar la atención. Allí empecé a leer el teatro de Shakespeare en las discutibles traducciones de Astrana Marín, o los delirios de Schulten sobre Tartessos, y una maravillosa crónica de las hazañas -y crueldades- de los almogávares en tierras de Bizancio. La peculiaridad de esos libros era su sobrecubierta de diferentes colores, según se tratara de novela, teatro, poesía, historia, ciencia....Los azules eran los libros de cuentos o relatos breves, mis preferidos, porque uno era joven y si había que afrontar un clásico mejor que no te diera tiempo a aburrirte.

 


La colección Austral sirvió para que descubriera a Chejov en uno de esos volúmenes azules, con una pequeña selección de relatos humorísticos encabezados por la deliciosa obra que le daba título, "Historia de una anguila". Nadie reivindicaría estas brevísimas historias, levemente agridulces, como lo mejor de la producción chejoviana; quedan lejos de sus obras de madurez, pero yo las recuerdo como uno de esos momentos en los que te olvidas de todo y solo existe la gozosa lectura de hechos y costumbres que te parecen muy cercanas, aunque sean de la vieja Rusia. Desde ese momento siento una cada vez mayor afinidad por su obra y una creciente simpatía por el personaje, cosa que no es imprescindible -hay maravillosos escritores cuyas actitudes me resultan repugnantes- pero siempre ayuda descubrir un poco de coherencia entre el autor y su obra. No es que fuera el modelo de virtud que crearon sus biógrafos soviéticos, era simplemente un hombre preocupado por las miserias materiales y espirituales de sus semejantes, que trató de poner remedio en lo que pudo como médico y como literato. Chejov fue un crítico severo con la realidad rusa, hecha de miseria e incultura para los desfavorecidos, los campesinos y trabajadores rusos expoliados por una aristocracia envilecida y corrupta. Su obra, aparentes relatos banales de costumbres, posee una melancolía que te va envolviendo hasta descubrir, con delicadeza, las fragilidades del alma humana y las miserias de una sociedad injusta.

 
Nunca se abandona totalmente a Chejov; te alejas varias veces pero regresas siempre, porque hay obras y autores que son como un refugio y sabes que te van a producir de nuevo la impresión que recuerdas como una experiencia extraordinaria. Una experiencia que será tanto más intensa porque no procede de grandes personajes o de historias poderosas; es la profundidad sacada de lo que aparenta intrascendente y vulgar, la poesía de lo cotidiano.
 
Alejado del romanticismo exaltado de Pushkin o Turgueniev, menos misterioso que Gogol, cuesta equiparar tambien a Chejov con las dos figuras más poderosas de la literatura rusa. Tolstoy y Dostoievsky son verdaderos titanes que casi están por encima de su obra, ese tipo de personalidades que los americanos titulan con bastante acierto como "bigger than life". Chejov es otra cosa, un humanista que intenta comprender en lo posible la maltrecha sociedad rusa, sin desprecios ni actitudes altivas. No describe un mundo despiadado e irremediablemente condenado a la ruina, ama demasiado a sus semejantes como para abandonar toda esperanza de regeneración. Conoce la injusticia social, más irrespirable todavía por la corrupción moral que conlleva un régimen autocrático, pero se niega a aislarse de la podredumbre para no ser infectado. Está criticando un mundo que es el suyo y por el que siente un profundo cariño, por eso trata de implicar a sus lectores poniéndoles frente al problema y esperando, de algún modo, que sientan la necesidad de cambiar las cosas. La moralina es un recurso de los malos escritores, Chejov nos presenta la realidad tal y como es para que el lector reconozca, en las miserias y frustraciones de los personajes, un espejo incómodo.
 
La sutil aproximación a los problemas sociales de su tiempo, requiere un tipo de narrativa que deje veladas las evidencias y sugiera más que demuestre. Dijo Hemingway que un buen cuento es como un iceberg, con cuatro quintas partes sumergidas, y tal que así son los relatos de Chejov: historias que hay que desentrañar entre líneas, detalles que permiten al lector elaborar una gran parte de la historia, ambientes que nos llevan de manera tenue hacia lo esencial. Nunca vamos a obtener todas las respuestas porque es imposible abarcar la complejidad del alma humana, "solo los imbéciles y los charlatanes creen comprenderlo todo."

En alguna ocasión he escuchado que los rusos y los españoles tienen ciertas peculiaridades comunes en el carácter, idea que resulta sorprendente si atendemos a los tópicos turísticos del tipo español alegre, abierto y optimista. La realidad es que la personalidad de este país lleva mucho tiempo forjándose a base de derrotas; el fatalismo y la desidia que refleja la gran literatura rusa no me parecen demasiado ajenos y el resultado, una sociedad degradada por la corrupción y el conformismo, nos es tristemente familiar. Esto es lo que nos muestra Chejov, una sociedad incapaz de reaccionar que sufre una pasividad trágica, aunque para la denuncia utilice la ironía y un delicado sentido del humor en el que hay poco espacio para el odio. Como en la Rusia de Chejov, los españoles han aprendido a convivir con la injusticia, a asumir la situación existente con resignación y sin apenas voluntad de cambio, o capacidad para plantar cara al abuso y la mentira. Chejov no culpaba a sus protagonistas, víctimas de la injusticia de una sociedad lamentable en la que era fácil que las pequeñas y grandes miserias salieran a la luz; optó por mostrar esas miserias para que acabaran sirviendo de revulsivo. Estoy convencido de que su obra ayudó a socavar los cimientos de la autocracia zarista, porque la conciencia de la injusticia acumulada acaba siendo irresistible. La pasividad golpeada genera una presión difícil de contener, hasta culminar en el estallido incontrolable que borra toda la vieja sociedad. Más o menos esto es lo que ocurrió en 1917, será interesante comprobar la presión que son capaces de soportar en otros lugares.

 
 

 
 

 
 

miércoles, 7 de agosto de 2013

Viajes en el tiempo para nuestra próxima tertulia.

H. G. Wells ha sido un autor que ha rondado varias veces nuestra tertulia, sin que hasta ahora nos hayamos decidido a afrontar una de sus obras. "La máquina del tiempo" fue una de las propuestas más persistentes; creo que su particular versión de la lucha de clases y de las horribles consecuencias del darwinismo social podían dar mucho juego para reflexionar sobre la capacidad visionaria de Wells.

No hemos optado por Wells para nuestra próxima tertulia, pero nos hemos quedado con el tema mediante cuatro -bueno, cinco- relatos que tratan sobre las diferentes opciones que se presentan a un viajero en el tiempo: viajes en los que se cambia el pasado para condicionar el futuro, universos paralelos, un pequeño insecto que determina el futuro político de un país; tenemos relatos que van desde el efecto mariposa en el Mesozoico a los bucles temporales, desde los dudosos orígenes del cristianismo a la obsesión asesina de un marido engañado ...., una diversidad de asuntos para reflexionar sobre si es posible esta vieja aspiración de la humanidad, y no solo por medio de la fantasía, que para eso tenemos científicos en nuestra tertulia que nos ilustrarán ampliamente. Confío en que tal posibilidad sea cierta, bien para huír hacia tiempos futuros que, sin duda, serán mejores -optimista que es uno-, o para comprobar si pisando una gaviota del pasado nos evitábamos ciertas molestas circunstancias del presente.
 

sábado, 27 de julio de 2013

El vino y la luna. "Rubaiyat", de Omar Khayyam.


Es propio de nuestra condición construir ilusiones para hacer soportable la existencia en un mundo absurdo; incluso si uno tiene la desgracia de haber interiorizado más de la cuenta los fundamentos de una mentalidad religiosa, es preciso levantar defensas frente a la sensación de que somos culpables desde nuestra caída en el tiempo. Siguiendo a Ciorán, se diría que la existencia se ha puesto amablemente al servicio de nuestra tristeza. Quienes se acostumbran al fracaso puede que se se acerquen más a la verdad, pero la conciencia de la nada, que proporciona un cierto orgullo irónico, no deja de ser otro recurso para no caer en el abismo.

 
A pesar de todo prefiero este desesperanzado orgullo al estúpido convencimiento de que la vida tiene sentido, porque no hay acceso a la lucidez si no asumes que el sabio está hecho de dudas, contradicciones y muy pocas certezas.
 


"Puesto que ignoras lo que te reserva el mañana, esfuérzate por ser feliz hoy. Coge un cántaro de vino, siéntate a la luz de la luna y bebe pensando en que mañana quizá la luna te busque en vano".


Estos versos son parte de las Rubaiyyat de Omar Khayyam, el más grande de los poetas persas, también el más contradictorio y lúcido. Reconozco que la poesía de Kayyam me conmueve profundamente, a pesar de que nunca he sido demasiado sensible al lenguaje poético, y es que veo en este personaje una desesperanza que se me antoja es la de todos los hombres, la que nos revela nuestras contradicciones e impulsos más íntimos.

 
Rubaiyat es una recopilación de pequeños poemas en forma de cuartetas que, probablemente, ni siquiera estaban destinados a hacerse públicos. Hablan del instante presente, de la belleza, del vino.... de una forma tan exquisita como solo puede hacerlo quien es capaz de trocar en poesía la desesperación y la angustia, aunque no está exenta de cuestionamiento y requisitoria contra todo lo establecido, de burla contra la intolerancia. No hay verdades establecidas y nada podemos afirmar, solo nuestra independencia irreductible frente a Dios y frente a las leyes que han hecho los poderosos.
 

Khayyam hubo de vivir tiempos difíciles, en medio de la lucha entre dos personajes de destino glorioso que acabaron enfrentados. Persia, en proceso de asimilación por el Islam, estaba dividida entre la revolución social propugnada por el llamado “Viejo de la Montaña”, jefe de la secta de los “asesinos”, y la defensa del orden representada por Nezam al Molk, gran visir del sultán selyukida. Aunque bajo la protección del visir, Khayyam era amigo de ambos y desarrollaba su labor como matemático con total independencia, libre de reglas impuestas y ajeno al fanatismo que le rodeaba. En esta situación de relativa seguridad puedes despreocuparte de tu integridad física, cosa que no deja de ser importante en sociedades conflictivas como la persa, para reflexionar en profundidad sobre los asuntos esenciales que acucian al ser humano. Ni el mundo objetivo de las matemáticas, donde alcanzó cotas de sabiduría extraordinaria, ni el incierto y doloroso mundo material le proporcionaron las respuestas que precisaba. Asumió la imposibilidad de descubrir nada que no fuera lo absurdo de la existencia, un resultado desolador que Khayyam convierte en altivo escepticismo en una de sus más inolvidables rubaiyat:


El mundo inmenso: un grano de polvo en el espacio. Toda la ciencia de los hombres: palabras. Los pueblos, las bestias y las flores de los siete climas: sombras. El fruto de tu constante meditación: la nada.”
 

La admiración por Khayyam no procede únicamente de su extraordinaria lucidez sobre la condición humana, es su radical independencia, la resistencia a ser sometido por los guardianes de la fe o monopolizado por los sufís -que pretendían hacerlo uno de los suyos- Al fanatismo de los religiosos contestaba con la burla, incluso pidiendo cuentas a Dios por haber sido el Supremo hacedor de un mundo tan lamentable. De los sufís le separaba el gusto por el hedonismo, una vez asumida la imposibilidad agobiante de encontrar más verdad que la agradable frescura de un jardín o la consoladora sonrisa de una danzarina.
 
 
 

Rubaiyyat es de esos libros que recupero con frecuencia, cuando tengo la sensación de que las cosas son demasiado dramáticas y conviene buscar la tranquilidad necesaria para reconciliarse con la existencia. En Khayyam encuentro la sinceridad del desengañado que sabe transformar el dolor en indiferencia comprensiva, la mirada escéptica de quien se niega a ser avasallado por poderes espirituales que se le escapan y que no le proporcionan la felicidad de una copa de vino a la luz de la luna.
 
Decídete a no contemplar más el cielo. Cuida que te rodeen gráciles doncellas y acarícialas. ¿Tienes dudas? ¿Conservas todavía la tentación de suplicar a Dios? Antes de ti, otros seres le elevaron fervientes oraciones. Todos partieron ya y no se sabe si Dios les escuchó”.
 

 



 


viernes, 10 de mayo de 2013

Houellebecq, profeta del desaliento: "El mapa y el territorio".


En la presentación de la obra de Houellebeck que protagonizaría nuestra siguiente tertulia, me planteaba si estamos ante un escritor de primer orden o ante un autor cuya vanidad supera ampliamente su calidad artística. No es cuestión de resolver con un juicio sumario, y a partir de una sola obra, la decisión de lanzar a Houellebeck al pozo de los farsantes literarios, entre otras cosas porque carezco de la legitimación suficiente como para despreciar a un creador cuyas virtudes y conocimientos superan hasta lo infinito las de este pobre patán que les habla. Dejo bien claro pues que Houellebecq me parece un escritor de raza, con un talento superior y, fiándome de las informaciones recibidas de gente que conoce bien su obra, estoy convencido de que está entre los escritores más importantes de la actualidad. Mis impresiones se limitan a “El mapa y el territorio”, la novela por la que Houllebecq, tan discutido como admirado, consiguió el máximo premio de las letras francesas, circunstancia sobre la que lanzo la pequeña duda que me asalta siempre cuando se concede el oscar a un famoso actor que, con una carrera avanzada, había sido hasta entonces olvidado por la Academia.


 
 
A ver, he leído críticas ditirámbicas sobre esta novela.... que si una poderosísima reflexión sobre la vida, que si un tratado sobre arte contemporáneo, que si la genialidad de Houellebecq retratándose a sí mismo. Pues bien, debo ser un tipo con sensibilidad escasa para determinados alardes de genialidad, porque lo único que he descubierto es una obra bien escrita, poco complicada, fluida en su desarrollo, que evoluciona desde una serie de elucubraciones sobre arte moderno hasta convertirse en una especie de novela negra resuelta de manera discutible y con un epílogo final, en plan desesperación nihilista, que apenas te saca de la indiferencia.

 

Vayamos por partes. El protagonista de la novela es un fotógrafo llamado Jed Martin, versión Houllebecq de aquel Josep Torres Campalans del que se sirvió Max Aub para elaborar su particular crítica hacia la especulación comercial del arte contemporáneo. La creación de Houllebecq no es tan elaborada ni pretende engañar al lector sobre la veracidad del personaje, Jed Martin es un artista poco vocacional que inicia un irresistible ascenso en el mundo del arte gracias a su habilidad fotografiando mapas Michelín. Un mérito artístico tan peculiar como descubrir belleza en los encuadres de un mapa Michelín, deja pocas dudas sobre el carácter irónico del personaje y nos predispone para una crítica sustanciosa hacia determinados movimientos artísticos de valor discutible. En efecto, hay una crítica que algunos dicen descarnada hacia el mundillo del arte, y hacia determinada élite social francesa, a través de una serie de personajes más o menos relevantes con los que se va encontrando Jed Martin.
 
 

Es posible que en sus obras anteriores Houllebecq se haya mostrado como un acerado crítico de la sociedad actual, supongo que por eso ha adquirido esa imagen de enfant terrible y por eso sus opiniones tienen notable relevancia mediática, incluso causando cierto escándalo (por aquello de la misoginia, la forma de tratar el tema sexual, el evidente rechazo al Islam); pero si esperábamos una diatriba agudísima hacia la banalidad de un arte supuestamente moderno, elevado a los altares por galeristas sin escrúpulos, nos vamos a llevar una decepción. Las agudezas de Houellebecq, aparte del trampantojo general que supone el éxito de Martin, se limitan a darle un buen repaso a Le Corbusier, terreno abonado porque el arquitecto suizo suscitaba tantos odios como adhesiones, y a un lamento más o menos difuso por la pérdida del “aura” en el arte contemporáneo, en un plan que ni de lejos roza las argumentaciones de Walter Benjamin. Todo muy posmoderno y bastante superficial. Sí, de acuerdo, arte despersonalizado, funcionalismo sin rostro humano, seducción tramposa para ricos advenedizos sin la más mínima noción artística.... nada nuevo, no creo que el mundo del arte vaya a sufrir una catarsis tras las revelaciones de “El mapa y el territorio”.

 
 
Con la incorporación del propio Houellebecq como personaje el relato toma un giro sorprendente, incluso el ritmo es más ágil, y ello a pesar de que todo esto suena a nueva provocación, muy en eso tan francés que llaman “épater le bourgeois”, para entendernos, asustar un poquito a los bienpensantes pero sin molestarles demasiado. La imagen que proporciona de sí mismo el autor es, en principio, muy poco generosa: un tipo arrogante, poco afable, huidizo, misántropo, sucio y vicioso, todo un conjunto de taras que alimentan la imagen de marginal con la que Houellebecq se siente tan cómodo. La verdad es que tan lamentables características disimulan con dificultad el narcisismo de Houellebecq, que se está divirtiendo muchísimo con su ocurrencia. Y la ocurrencia concluye con su propia muerte, no una muerte cualquiera, un asesinato espeluznante en el que el cuerpo del escritor es mutilado salvajemente para formar parte de una horrenda representación artística.
La desaparición y muerte de Houellebecq lleva el relato a los márgenes de la novela negra, cuestión a considerar por la habilidad del autor para manejarse en registros diferentes sin dejar de ser interesante. Jed Martin cede el protagonismo a un peculiar comisario de policía encargado de la investigación del caso; la perspectiva cambia y se abren una serie de planteamientos muy sugerentes, varios interrogantes respecto a lo ocurrido que, esto es innegable, atrapan al lector. Sin embargo, del mismo modo que la obra en general provoca la sensación de falta de cohesión, de incapacidad para ofrecer una exposición convincente más allá del brillante envoltorio, la narración del crimen concluye de manera insatisfactoria. Tantas expectativas acaban en una resolución decepcionante y previsible que nos hace pensar en algo que ya sospechábamos: a Houllebecq le interesa el asunto de su desaparición a modo de juego con el lector, e incluso como exhibición vanidosa, pero no tiene ningún interés en una trama que resuelve con demasiada facilidad y hasta desgana.

Es en la relación con el padre y en el ajuste de cuentas posterior donde advierto la mayor sinceridad, tal vez las páginas más intensas y conmovedoras de una novela que, en su reflexión sobre la crisis de la sociedad occidental o sobre la soledad a la que parecemos condenados, no llega a descubrirnos nada que resulte especialmente revulsivo. No hay muchas razones para la esperanza, es verdad, más bien para entregarse a la melancolía y la frustración ante una vida muy poco enriquecedora. Mi pequeña duda , que comparto con ustedes, admiradores incondicionales de Houllebecq, sigue siendo la del principio: puede que “el autor de Plataforma” crea sinceramente en su papel de profeta de la decadencia pero yo -al menos de momento y tras “El mapa y el territorio”- solo veo a un hábil protagonista de ese mundo de simulacros y vanidad que nos presenta con supuestas intenciones críticas.
 

domingo, 28 de abril de 2013

Una cuestión de honor. "El duelo", de Joseph Conrad.


Con cada obra de Conrad que cae en mis manos me convenzo más del lamentable error en el que he vivido durante mucho tiempo. Desde pequeño se acostumbra uno a ver relacionados los nombres de Conrad o de Stevenson con la literatura juvenil y, casi sin darte cuenta, acabas pensando que son autores menores, dignos para iniciarse en la lectura pero que se dejan de lado cuando pedimos algo más que emocionantes aventuras marinas.
Un error, ya les digo. De momento es muy probable que si llegas demasiado pronto a alguna obra de Conrad -les hablo por experiencia- te sientas perdido en el alucinante viaje hacia el horror que es "El corazón de las tinieblas". O te acabes impacientando, a pesar de su brevedad, con la calma que atraviesa toda "La línea de sombra". Pero al llegar a un cierto grado de madurez te das cuenta de que no estás simplemente ante un maestro de la aventura sino ante un artista de elaborado y cuidado lenguaje -propio de quien decide expresarse en una lengua que no es la suya- al que le preocupan la psicología de sus personajes, las motivaciones, los hechos siempre contradictorios que conforman la existencia humana. En su magnífico prólogo a "El negro del Narciso" -una joya literaria en sí mismo y toda una declaración de intenciones- Conrad apela al objetivo más noble de una obra de arte: la búsqueda de la esencia, de lo que es perdurable, descubrir la verdad y exponerla a la luz. Por haber alcanzado estos objetivos de la manera más sencilla tengo devoción por "El duelo", porque carece de artificio y porque con una admirable economía de medios dibuja una obra arrebatadora, un relato puro que nos conduce a las zonas más oscuras del alma, allí donde encontramos las motivaciones -no siempre dignas- de nuestros actos.

El duelo” (o “Los duelistas”) es la historia de una lucha que no parece tener final, disputada en diferentes momentos y lugares porque los dos soldados del Ejército napoleónico enfrentados escapan una y otra vez a la muerte. Conforme avanza el relato nos vamos dando cuenta, como D'Hubert, uno de los duelistas, que la inquina que siente el otro contrincante, Feraud, va más allá de la difusa ofensa que dio origen al primer duelo. Feraud está poseído por una obsesión que en apariencia se origina en el honor mancillado, aunque la realidad es más compleja, un conflicto en el que se mezcla la locura y el odio de clase. Con poco esfuerzo, y conociendo el escaso gusto que tenía Conrad por la violencia revolucionaria, podemos identificar la obsesión de Feraud -en "Los duelistas", la espléndida película de Ridley Scott se remarca esta idea en su escena final- con las ansias de dominio de Napoleón que llevaron a Francia al desastre.


No niego la asimilación napoleónica, incluso -a pesar de las ideas de Conrad- creo que hay cierta fascinación por el bonapartismo que puede rastrearse también en la posición mucho más escéptica de D'Hubert. Sin embargo no es la cuestión política -muy leve- lo que me cautiva del relato, sino un hecho que podemos situar en nuestros temores más íntimos: la fatal irrupción de lo inesperado. Ni la agudeza ni el valor de D'Hubert son capaces de oponerse a un encadenado de acontecimientos que le desbordan y se aferran a él para siempre. Es lo que Maquiavelo llamaba “la fortuna”, a la que el príncipe más virtuoso está sometido y que es capaz de alterar cruelmente un destino que se antojaba esplendoroso. Y todo por un “asunto de honor”, el que Feraud entiende que ha sido robado por D'Hubert, al ir a arrestarlo, y el que impide al propio D'Hubert eludir la fatalidad en la que se ve envuelto.

 
El destino reservado a D'Hubert pone en juego los estrechos límites que hay entre la integridad y la cobardía, de ahí que nos situemos inmediatamente en la perspectiva de un personaje que ve perturbada su estabilidad ante lo inesperado y tiene que actuar en consecuencia, salvando su dignidad y su honor. Pero Conrad introduce un elemento que dota al relato de un evidente contenido irónico, más allá de la simple crítica antibonapartista: el enfrentamiento entre los dos húsares, que adquiere caracteres legendarios a ojos de sus compañeros de armas, surge de un motivo que es cada vez más difuso y absurdo.

En la guerra no existe la lógica o la razón, a menudo se origina por un asunto que, al final, nadie sabe muy bien cuál es pero acaba atrapando a los contendientes en una red infernal de la que resulta imposible escapar. Ante esto hay quien asume el combate permanente como su estilo de vida y es incapaz de concebir otro modo de justificar su existencia; en “El duelo” encontramos un ejemplo de este tipo de personas, es la obcecación y violencia de Feraud opuesta a la sensatez, el equilibrio y la moderación de D'Hubert. A pesar de que acabamos comprobando que ambos personajes son casi complementarios y que cada uno de ellos dota de sentido al otro, podemos identificarlos como arquetipos de dos posiciones ante la vida radicalmente diferentes. Por un lado los que tienen como objetivo imponerse a los demás mediante la violencia, por otro los que piensan que la paz y la convivencia son posibles, aunque para ello haya que ganárselas haciendo frente a los fanáticos de turno.

Seguramente esta asimilación no corresponde con los personajes creados por Conrad pero, no sé, a lo mejor la vida no es más que una disputa entre los D'Hubert y los Feraud. Vivimos en una democracia secuestrada en la que el debate de ideas no tiene cabida; como Napoleón, tras su 18 de Brumario, las instituciones nacidas para asegurar la democracia han acabado convirtiéndose en una farsa, mientras los debates en los que nadie se escucha ni quiere entender escenifican un simulacro en el que lo único que cuenta es machacar al otro. Estamos rodeados de individuos que solo admiten el combate para aplastar al enemigo y apaciguar su rabia, incapaces de convencer a la ciudadanía sin coacciones ni mentiras. Pero hay una diferencia importante entre los Feraud de hoy y el personaje de Conrad: a aquellos les falta valentía para llevar sus convicciones hasta el final y son muy capaces de recurrir a métodos que al mismo Feraud le causarían repugnancia. En estos tiempos el honor ni siquiera sirve de excusa.