domingo, 31 de marzo de 2013

Jakob von Gunten: Ser un cero a la izquierda.


Para alguien que se dedica a la educación, o para cualquiera que no mire hacia otro lado ante los problemas de la enseñanza en su país, el comienzo de “Jakob Von Gunten” suscita de inmediato el interés por aquello que pretende contarnos Walser sobre el tema. El tono que marca ese inicio parece claro, nos espera una dura reflexión acerca de la socialización del individuo, sobre el papel de una escuela castradora que deforma ciudadanos sumisos e irrelevantes.



 
En mi opinión, esta idea no queda desmentida por el texto, ocurre que Walser tiene su propia forma de ver las cosas. Estamos ante un creador literario de primer orden que ha decidido escamotearnos el conflicto narrativo; cualquier intento de someter el relato a esquemas que nos resulten conocidos se salda con el más completo fracaso y el texto se acaba escapando entre los dedos, sin posibilidad de encontrar una crítica trabada o la propuesta coherente que diera sentido a la obra. Walser nos deja en suspensión, un poco perdidos entre la galería de caracteres descritos con precisión y elegancia extraordinaria, hasta que acabamos entendiendo que el relato no es en modo alguno unívoco, pero tampoco la prosa desarticulada que aparenta.


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Escribió Nietzsche, al que algunos indocumentados siguen considerando el padre espiritual del nazismo, que “los educadores del hombre quieren a todo individuo siervo, poniéndole siempre ante la vista el menor número de posibilidades”. En la escuela Benjamenta, la institución que constituye el particular universo de Jakob, se aprende a ser un siervo, a someterse. Es fácil establecer paralelismos y fijarnos en el modo en el que suelen desempeñarse/nos los ciudadanos de las actualísimas democracias liberales. La inquietante docilidad de la población parece el resultado de una terrible distopía en la que un nuevo fascismo ha hecho casi innecesarios los aparatos de represión física, no hacen falta porque cada uno ha interiorizado la obediencia al poder. No es una ficción, es la realidad, y en la apatía que nos invade una gran parte de responsabilidad es de la escuela, cómplice en la forja de una conciencia global asentada en el acriticismo y el pánico a la disidencia.
 
 



En Walser hay que descubrir lo que subyace al texto, el hilo narrativo casi desaparece pero cualquiera que haya leído una de sus obras se da cuenta del enorme poder que tiene su lenguaje, el efecto casi mágico de sus palabras. La interpretación que le queramos dar depende de los intereses de cada uno y a mí, con la que está cayendo, me preocupa la incapacidad para decir No ante la injusticia. De ahí que vea algo muy parecido a lo que explica Susan Sontag, un poco disimulado rechazo al poder, tal vez no con intención de cambiar el orden social sino con el agobio de quien se ahoga en la obediencia y trata de aligerar esa sensación por medio de la ironía. Walser se defiende, no critica, se arma frente a la adversidad y frente al gran problema del hombre contemporáneo: la alienación y la despersonalización. El paralelismo con la actual democracia de mercado me parece obvio, el proceso de socialización del que se nos habla en Jakob Von Gunten llevaba directamente al “hombre sin atributos” de Robert Musil, una estirpe de seres abúlicos, sin voluntad, que se entregarán en manos de la nueva identidad liberadora que ofrecía el nazismo.

 
La cuestión que dota a la novela de su inefable ambigüedad es la actitud del protagonista. Estoy convencido de que Walser nos está contando un proceso de deshumanización que transforma a Jakob en un hombre sin atributos, como otros muchos que serán pasto del nazismo; lo que provoca extrañeza es que Walser parece sugerir que esto es inevitable, e incluso deseable. No estoy diciendo que Walser considerara necesaria la barbarie nazi –todo lo contrario-, nuestro autor se limita a describir algo que conoce bien y que, en un hombre acostumbrado a la humillación y a la huída, le iba a permitir llegar a un estado al que aspiraba con cierta paradójica altivez: ser un cero a la izquierda.
 
 

He tenido que leer por segunda vez la novela para ver si era posible desenmascarar el juego de Jakob: la sensación de que el protagonista se está quedando con todos es cada vez mayor. Intenta hacernos creer que su primera rebeldía era estúpida pero no acaba de conseguirlo, es un observador demasiado agudo que ironiza continuamente tanto sobre sus camaradas como sobre la desagradable realidad que le rodea. La ironía es el más poderoso corrosivo frente a los criterios establecidos, la forma de rebelarse y de manifestar las ansias de libertad contra la maquinaria represiva que nos convierte en seres sometidos al poder. Esto es lo que hace un tipo que nunca será capaz de asumir una lucha frontal, resistirse a la aniquilación mediante el humor y la burla, hasta llegar a la última solución posible: escapar con la imaginación hacia un desierto en el que se pueda vivir desarraigado de todo. Jakob acaba escapando porque no sabe luchar, “es mucho más refinado someterse”.
 



Tengo la impresión de que cada vez importa menos si los niños aprenden o no en las aulas a ser más sabios y mejores personas. Si hay un lugar en el que empieza a construirse la democracia ese es la escuela y, sin embargo, sin que podamos oponer una resistencia eficaz, la enseñanza es hoy más segregacionista y más proclive a alimentar la brecha social. Me cuesta creer que vayamos a someternos sin rechistar a esa degradación de la que hablaba Walser, aunque ahora se disfrace de democracia virtual y nos ofrezca la trampa de la libertad de consumo.



    Walser ha sido para mí un descubrimiento, un autor de sutilísima escritura, de momentos de lucidez suprema y premonitorio respecto a la condición del hombre contemporáneo; creo que todos somos un poco Jakob von Gunten, porque es mucho menos doloroso utilizar un instrumento tan potente como la imaginación para escapar de la fealdad cotidiana que alzar la voz y enfrentarse a la realidad. Pero no quisiera lamentarme como Walser, desde la triste comodidad de un sanatorio psiquiátrico, por el ascenso de un nuevo fascismo que fue aceptado sin apenas darnos cuenta.