viernes, 26 de diciembre de 2014

"Muerte accidental de un anarquista", de Darío Fo.

De nuevo a vueltas con el asunto del Nobel. En 1997 la Academia Sueca decidió encumbrar al más polémico y discutido de los escritores italianos, Darío Fo. Tal vez fuera el cupo que se reservan en tan distinguida institución para premiar a los autores transgresores e iconoclastas, con el riesgo -calculado- de que pudieran hacer una pedorreta al galardón. No se dio esta vez el caso, aunque el peculiarísimo discurso que el sorprendente ganador soltó como agradecimiento fue todo un alegato contra la injusticia y la manipulación de la democracia. Reconozcamos que esto pudo resultar un poco molesto cuando lo que esperas es que el protagonista esté en su papel y no provoque demasiados sobresaltos.

Y lo cierto es que Darío Fo ya no es el mismo personaje subversivo e incendiario de sus inicios, ha evolucionado hacia posiciones discutibles, por ejemplo el apoyo al extraño Movimiento Cinco Estrellas de su amigo Beppe Grillo. Pero lo que es innegable es que su obra escénica, ignorada hasta hace muy poco por los manuales de literatura, ha defendido siempre a los más desfavorecidos y representa una decidida denuncia contra los abusos de poder. La pieza más conocida y representada es “Muerte accidental de un anarquista”, divertidísima sátira basada en un hecho real no tan divertido: el asesinato por parte de la policía italiana de un anarquista, Pinelli, acusado de terrorismo.

La obra responde a un contexto histórico muy concreto, la estrategia por parte del Estado italiano, en manos de la Democracia Cristiana -estamos a principios de los setenta-, de generar una clima de caos que permitiera la represión del movimiento obrero. La llamada “estrategia de la tensión” es, en origen, una táctica de los grupos neofascistas cuyo objetivo era destruir las instituciones democráticas; para ello se desestabilizaba mediante el terrorismo la vida política del país, provocando desorden y magnificando la conflictividad social. Creado el ambiente de inseguridad, el siguiente paso es la apelación al Ejército para que restablezca el orden mediante un golpe de Estado y la inevitable dictadura. En Italia, las escuadrillas del neofascismo y la extrema izquierda fueron instrumentalizadas por los servicios secretos del Estado para cometer atentados. Se pretendía generar la sensación de una amenaza involucionista que permitiera frenar el avance del fascismo y controlar el auge del movimiento obrero. Con la colaboración del poder judicial, y bajo órdenes directas del gobierno, la policía cometió numerosos abusos contra elementos calificados como subversivos. Era el más puro terrorismo de Estado.

Para denunciar esta situación, el autor utiliza un humor corrosivo que pone en evidencia las tácticas fascistas de la policía y la manipulación periodística al servicio del poder. El mensaje contra la represión política y la sinrazón de Estado es demoledor, pero la ironía y la extraordinaria comicidad del desarrollo han permitido, incluso, que la obra funcione sin el mensaje político. Tal que así ocurrió en ciertas adaptaciones realizadas en los Estados Unidos, que despojaban al texto de las connotaciones más comprometedoras.
Todos los personajes sirven perfectamente tanto al objetivo general de la denuncia como al elemento bufonesco y cómico, sobre todo con el genial hallazgo del loco socrático, auténtico eje de la obra que va sacando a la luz todas las miserias del sistema desconcertando al resto de personajes. El loco, adoptando diferentes y disparatadas personalidades, consigue que los culpables confiesen los hechos tal y como en realidad ocurrieron, sorprendiendo una y otra vez las incongruencias y contradicciones de la “versión oficial”. Las libertades y garantías democráticas, teóricamente aseguradas en un Estado de derecho, están en realidad seriamente vulneradas y el espectador acaba siendo consciente de que la democracia no es en el fondo más que un simulacro.
El texto es de 1970, las tácticas del poder para someter a los ciudadanos pueden haber cambiado, o simplemente se han adaptado a los tiempos, pero las ideas que defendía entonces Darío Fo siguen siendo actualísimas. Y, por desgracia, también lo son las violaciones de los derechos humanos, la tentación dictatorial en gobiernos que se presumen democráticos y, por qué no decirlo, determinados diagnósticos en los que quedamos retratados:
Mire, al ciudadano de a pie no le interesa que la mierda desaparezca, le basta con que se denuncie, estalle el escándalo y se pueda comentar. Para él, esa es la verdadera libertad y el mejor de los mundos, ¡aleluya!”
 


miércoles, 24 de diciembre de 2014

"La guerra de los mundos": Darwinismo social.

En varias ocasiones nos hemos planteado entrar en materia con obras de H.G.Wells, sin decidirnos nunca por una u otra razón. Y ello a pesar de que dedicamos toda una tertulia a hablar de viajes en el tiempo a partir de historias que ofrecían diversas opciones, desde los mundos paralelos a los bucles temporales, pasando por el círculo perfecto de un destino contra el que no se puede luchar. Ni siquiera entonces hablamos de la estupenda metáfora que diseñó Wells sobre la lucha de clases en “La máquina del tiempo”, relato mucho menos preocupado por la posibilidad física del viaje que por la crítica social contra un presente demasiado incierto. Para solucionar este inaceptable olvido he escogido una de las obras más conocidas y difundidas del autor inglés, “La guerra de los mundos”, novela de su primera fase creativa, la que convierte a Wells en uno de los grandes maestros de la ciencia ficción precisamente porque logró superar los límites del género.
El contexto que provoca la impactante parábola de “La guerra de los mundos” es el imperialismo, cuando las potencias europeas están lanzadas a la conquista de los territorios africanos o asiáticos que todavía escapan a su control. Apoyados en la superioridad técnica derivada de la Segunda Revolución industrial, y mientras en Europa se dejan sentir los efectos del crecimiento demográfico y las fuertes desigualdades sociales, los gobiernos occidentales hacen buenas las teorías de Lord Salisbury: solo las naciones capaces de conquistar y engrandecer su territorio podían considerarse pujantes y vivas, el resto eran Estados moribundos destinados a un papel secundario en el concierto internacional. La carrera por obtener mercados y recursos iba enrareciendo las relaciones entre países, al tiempo que quedaba demostrado que el crecimiento económico estaba lejos de plasmarse en una sociedad igualitaria o más justa.
Wells era una de esas personalidades sensibles y especialmente lúcidas ante lo que otros no querían ver. Consciente del peligroso entramado internacional que se estaba conformando y activista radical de los derechos de los más desfavorecidos, reaccionó con su obra en defensa de la justicia social denunciando el salvaje neodarwinismo que se había apoderado de las relaciones internacionales.
Sin embargo, “La guerra de los mundos” ha rebasado el papel de crítica social para convertirse en un relato que conmocionó por su realismo a generaciones de lectores y, no lo olvidemos, de oyentes radiofónicos. En la novela de Wells están los elementos básicos de una crónica que crece en tensión y que deriva desde la primera sorpresa y confianza hasta la desesperación más absoluta. La perplejidad de los confiados ingleses que ven caer extraños objetos, la incapacidad para entender lo que estaba ocurriendo, fue aprovechada magistralmente por Orson Welles en su famosísima emisión de radio de los años treinta -momento muy propicio para que el miedo se apoderase de los radioescuchas-, que supo manipular con habilidad el relato para perturbar al americano medio en plena depresión. La crítica a la destrucción causada por el mundo “civilizado” y al genocidio de las llamadas “razas inferiores”, se transformaba en un miedo incontrolable ante lo desconocido, ante la posibilidad de que la humanidad pudiera ser aniquilada por mentes mucho más poderosas y avanzadas.
La abrumadora superioridad de los invasores de otro mundo relativizaba el orgullo de Occidente y ponía en cuestión todos los argumentos hipócritas y falaces que justificaban el imperialismo. Al final, derrotados y humillados, los terrícolas se salvan de la esclavitud o la definitiva desaparición gracias a la incapacidad de los marcianos para acostumbrarse a los microorganismos de la Tierra: los seres más ínfimos serán quienes acaben con el peligro volviendo a relativizar superioridades técnicas o raciales.
En fin, que si Jules Verne es un precursor en muchos de los avances que la ciencia y la técnica moderna harían realidad, Wells responde, también por medio de la literatura, a las nefastas consecuencias que el mal uso de la técnica estaba provocando. De nuevo nos encontramos el pesimismo del ilustrado consciente de que no era este el camino para conseguir una sociedad mejor y más solidaria. Como escribió el propio Wells en uno de sus mejores relatos, vivimos en “el país de los ciegos”.
 

 
 
 
 
 
 
 

viernes, 5 de diciembre de 2014

Short cuts, de Raymond Carver: Vidas cruzadas.

Cuando empecé a leer Short cuts la primera impresión fue que entraba en un terreno que conocía. No es que ya hubiera leído a Carver, se trataba más bien de los ambientes y personajes de estas historias que no me eran en absoluto ajenos. Es fácil de explicar, cada vez me interesa más la pintura de Hopper, tengo recientes las descripciones de Bruce Begout sobre las banalidades del sueño americano y los cuentos de Cheever, que conozco en parte también gracias al cine, están necesariamente emparentados con Carver. Todos ellos me han proporcionado una imagen de los norteamericanos y de su amado país que dista mucho de la luminosidad y el entusiasmo que nos han transmitido durante años.
Dado que la obra elegida es una selección que serviría de argumento para una película, tal vez convenga empezar por el film rodado por Altman. Sin duda es Carver lo que estamos viendo, en absoluto podría hablar de traición al espíritu de sus relatos; pese a ello hay una diferencia que me distancia de la película y me sitúa más próximo a la letra impresa. Altman convierte las inquietantes sugerencias de Carver en múltiples líneas narrativas que se cruzan, se separan y se vuelven a encontrar movidas por el azar, o la necesidad impuesta por el propio director. Los cuentos de Carver muestran la anodina intimidad de un matrimonio a punto de saltar por los aires, intuyendo solo la gravedad de los problemas que les afectan; sin embargo, la película de Altman me recordaba un tipo de literatura mucho más débil, con historias alargadas hasta la intrascendencia.
Si la propuesta fílmica nos deja algunas dudas sobre la relación con el sentido de los relatos, los cuadros de Hopper parecen conectados con ese universo de intimidad desolada, de personajes resignados e incapaces de cualquier comunicación. En ambos artistas encontramos la misma sensación de melancolía, la soledad casi metafísica que refleja una sociedad cuyo individualismo es profundamente empobrecedor. Igual que en las pinturas de Hopper, hay algo en los relatos de Carver que conmueve e inquieta; no es tanto una amenaza como la incapacidad para escapar a un destino sin esperanza. En Hopper vemos individuos cuya soledad adquiere un carácter único; los personajes de Carver son gente vulgar y corriente que se convierte, en un momento determinado, en algo extraordinario que ya no puedes olvidar.

John Cheever, el autor de “El nadador”, es otro de esos magníficos especialistas en el relato corto que disecciona la clase media norteamericana. Sus historias reflejan un similar hastío y soledad, la monotonía y la desesperación de la que nacen psicópatas con afán de notoriedad capaces de provocar una explosión de violencia brutal surgida de la cotidianeidad. Carver y Cheever retratan el individualismo que desestructura cualquier vínculo social solidario o enriquecedor. Sin duda es este individualismo el pilar de su modo de vida, pero acaba siendo el cáncer de los vínculos de cohesión social.
Creo que Carver es aún más contundente, por su lenguaje seco y preciso, con sus historias tan diáfanas y a la vez tan elusivas, de una cotidianeidad insoportable. Hay una constante sensación de amenaza que te hace sospechar un final trágico y apenas sin más opción que la derrota asumida con dignidad. Estas narraciones escuetas y fugaces, como fragmentos de una vida, son el perfecto reflejo de las sociedades actuales en las que parece no quedar espacio ni tema para los grandes relatos. Algo parecido se dijo en nuestra tertulia a propósito de la narrativa de Carver, exponente de que la epopeya novelística del siglo XIX está ya obsoleta, prueba de que los personajes de Dostoievsky, Balzac o Galdós han dejado paso a individuos mucho más vulgares y con historias mínimas. Pues bien, sospecho que hay un error de perspectiva; es difícil encontrar en la decadente sociedad norteamericana héroes capaces de abrirse paso a dentelladas para sobrevivir, pero si observamos en nuestras fronteras, allá donde muchos sitúan las barreras de su conciencia, encontramos que en nada se diferencian de los poderosos personajes decimonónicos esos emigrantes subsaharianos que emprenden su particular odisea huyendo del hambre y la destrucción.  Posiblemente será ésta la epopeya que se contará en el futuro.







domingo, 9 de noviembre de 2014

Un agujero en la memoria: "Dora Bruder", de Patrick Modiano.

Es la pregunta de siempre, la polémica que se repite cada año cuando la Academia sueca entrega el más importante de los premios literarios ¿Por qué a Modiano y no a Murakami, Philip Roth, o a cualquiera de los otros espléndidos escritores franceses, tal vez más conocidos que el propio Modiano? En una entrevista a su editor en España afirmaba este arriesgado personaje que pocas veces habrá un Nobel tan indiscutible; claro, es opinión interesada, pero el caso es que me pareció sincero, llámenme crédulo. He de reconocer que desconocía casi totalmente su obra; buscando información supe que Modiano es el guionista de una película magnífica de Louis Malle, “Lacombe Lucien”, y que sus novelas acaban girando en torno a dos temas principales: el colaboracionismo en la Francia ocupada, la memoria más oscura del país vecino, y el periodo de su adolescencia, representado como un intento de recuperar un pasado semiolvidado. La Francia de la ocupación nazi no es una temática cómoda, hubo una fuerte polémica cuando se estrenó “Lacombe Lucien” porque ponía en cuestión la idea de la resistencia heroica y del colaboracionismo limitado a un grupo de fascistas convencidos.

Recuerdo una fotografía terrrible de Capa, se conoce como “La colaboracionista de Chartres” y produce un impacto imperecedero; en ella vemos a una muchacha con un niño en brazos, tiene la cabeza rapada para que todos sepan que colaboró con los nazis y es humillada por un grupo de ciudadanos que parecen disfrutar de la vejación de una mujer indefensa, hiciera lo que hiciera. En todo el grupo que le rodea no hay ni un atisbo de compasión, creen estar legitimados para exhibir y humillar a quien se vendió al enemigo. No existe el heroísmo de los resistentes, solo la miseria moral de los bienpensantes. En “Lacombe Lucien” una pregunta recorre toda la película, una pregunta que obsesiona a Modiano y que está presente en todas sus novelas de la primera etapa ¿De verdad Francia, no ya en su conjunto, pero sí la mayoría, se enfrentó decididamente a la ocupación nazi?
Todas estas circunstancias han acabado llevándome hacia el autor francés, uno intuye que no va a quedar defraudado. Cierto, sé que en el Nobel de literatura hay más razones que las puramente literarias, no me engaño respecto a esto y por eso le presto muy poca atención, pero sé también que Modiano me ha interesado mucho más que cualquier otro premiado de los últimos tiempos. En “Dora Bruder”, una de estas pequeñas piezas de cámara que caracterizan su obra, hay señales de la incomodidad de la que hablaba, nacida de un agujero en la memoria del que será consciente a partir del anuncio de una pérdida en un antiguo periódico. Es la más difundida de sus novelas, apenas parece una acumulación de lugares exactos, precisos, con una desnudez que sorprende. Es extraño que una obra de tanta economía de medios consiga envolverte y te impulse a seguir leyendo casi con ansia. Modiano hace un ejercicio de empatía con aquellos que fueron olvidados; en la figura de Dora Bruder, una niña judía fugada de su casa y que acabó en Auschwitz, está respresentado el sufrimiento de seres anónimos, la memoria de aquellos judíos que muchos franceses como los de la fotografía dejaron que fueran avasallados sin mover un solo dedo.
Modiano se encuentra con que sus lugares de la infancia son los mismos que los de Dora, los recorre para intentar sentir lo que ella sintió, compara hechos, actitudes, su propia vida tiene pasajes similares, aunque él mismo se da cuenta de la infinita distancia con el sufrimiento de quienes fueron perseguidos por causas oscuras o, lo que es peor, por el brillante porvenir de unos elegidos. Modiano quiere comprender y saber más. La aparente falta de intensidad de los datos objetivos y del recorrido de unas calles que al lector, seguramente, le son ajenas, acaba con una sensación turbadora, un estremecimiento por el sufrimiento olvidado, por aquellos que quedaron ocultos en la memoria.
Creo entender algo de lo que impulsa a Modiano a la búsqueda de una persona olvidada y desconocida. Dora, como otros muchos, fue una víctima, sufrió un ataque irreparable y desde el momento en que el escritor empezó a atisbar su drama se convirtió para él en una herida permanente. La conmoción por el recuerdo de los ofendidos de ayer es el principio para iniciar cualquier intento por entender el presente, más aún, es la base de cualquier posibilidad de transformarlo. Dora nos interpela desde el pasado y nos obliga a adoptar un posicionamiento moral, no es solo la solidaridad con el que sufre, sabremos lo que somos cuando sepamos responder a las preguntas del otro, del que ha sido condenado y sacrificado por la barbarie. Una barbarie que a muchos, en ese momento, les pareció racional y necesaria.
 
 
 
 
 

 

miércoles, 29 de octubre de 2014

"Confesiones de un inglés comedor de opio", de Thomas De Quincey.


Opio...temible agente de placeres y sufrimientos inimaginables”

En uno de esos prólogos estupendos de su biblioteca personal, decía Borges que nadie le dio tantas horas de felicidad en la lectura como Thomas de Quincey. Puede que haya algo de exagerado en el comentario, pero tal afirmación en quien se sentía más orgulloso de los libros que leyó que de sus propios escritos merece tenerse en cuenta. Recuerdo “El asesinato considerado como una de las bellas artes” como un magistral ejemplo de humor negro, muy parecido en su contenido satírico a aquella “humilde propuesta” del divertidísimo planfleto de Swift. Sin embargo, las confesiones del comedor de opio es la obra que elegiría para darle la razón a Borges. Se trata de un breve escrito, en parte una forma de purificarse tras un largo periodo en paraísos artificiales, en parte también relato de su trayectoria existencial con la declarada intención de ser útil a quienes quieran escucharle. Después de leerla por segunda vez ya ni siquiera me pesa ese gusto tan romántico por el virtuosismo retórico. De Quincey es de una lucidez asombrosa y va dejando, en cada uno de los episodios que componen el testimonio del opiómano, fragmentos sobrecogedores o reflexiones de sorprendente precisión.
Sin quedar claramente diferenciados, el libro parece dividido en tres pequeños capítulos. El primero es casi dickensiano y relata la bellísima historia de amistad entre el autor y una niña prostituta en medio de la miseria más atroz. No es casual la referencia dickensiana, contemplamos los mismos ambientes sórdidos y de extrema pobreza que acompañaron los inicios de la industrialización británica; allí trata de salir adelante el joven Thomas, que vive un sin fin de problemas físicos y económicos que acabarán llevándole al opio. En realidad esta primera parte es una genealogía de su dependencia, a modo de explicación pertinente de sus futuros excesos.

A continuación entra de lleno en la lúcida y aterradora experiencia del adicto, pero lo cuenta sin ninguna intención de justificarse, aunque sea evidente que su cuerpo y su alma están profundamente afectados por años de entrega incontrolada al opio. No siempre fue así, De Quincey describe con profusión de datos y convencimiento total los efectos beneficiosos del opio, hasta el punto que casi nos convence de que nos lancemos directamente en brazos de tan milagrosa sustancia: “La felicidad podía comprarse por un penique y llevarse en el bolsillo del chaleco”. Lejos de anular nuestra mente, el consumo con las dosis adecuadas aumenta hasta lo inimaginable las capacidades intelectivas, además de aliviar el dolor físico que le acompañaba desde la infancia. La ingesta de laúdano lleva a De Quincey a auténticos extasis de lucidez, casi al descubrimiento de aquella verdad oculta bajo la apariencia de lo sensible que lo llevará a ser un autor de referencia para los surrealistas. Hay un fragmento en la obra, muy difundido, en el que De Quincey describe sus impresiones sobre las famosas Cárceles de Piranesi, el despliegue de las obsesiones del arquitecto italiano, la conciencia de que junto a la apariencia tranquilizadora del mundo exterior existe otro universo interno poblado por potencias demoníacas. De Quincey está unido a Piranesi por un espíritu similar, el desasiego ante un universo nada tranquilizador al que ambos se asomaban con la lucidez que les proporcionaba algún tipo de droga.
En las últimas páginas se muestra plenamente consciente de que la droga no es ya un potenciador de sus capacidades sino que se ha convertido en un auténtico tirano que esclaviza al adicto, la situación se hace tan extrema que la muerte es el inevitable destino si no realiza un titánico esfuerzo de liberación. La dependencia, el sometimiento de la voluntad por las dosis cada vez más elevadas de este elixir del placer, obliga a la desintoxación total o a resignarse al abatimiento definitivo. A pesar de lo dramático de este episodio no crean que De Quincey se pone en plan cenizo con intenciones moralizantes; su testimonio, que aligera con un humor inteligente e irónico, es más bien un ejercicio introspectivo de desinfección, explicándose y explicándonos el por qué de su caída.
Vuelvo a Borges, afirma el hacedor argentino que cada línea en De Quincey está trabajada al milímetro. Y es verdad, su escritura es fascinante, el lenguaje cuidadísimo de un estilista que no se queda únicamente en la perfección formal; en cada uno de sus ensayos, además de una prosa casi poética, muestra la erudición del helenista, el agudo humor británico y la pasión del científico por descubrir las verdades últimas, aunque sean aterradoras.
 




domingo, 12 de octubre de 2014

"Sostiene Pereira": Contra la indiferencia

Vivimos una época complicada. Parece muy lejano el tiempo en el que los regímenes fascistas estuvieron a punto de imponerse en toda Europa tras una guerra devastadora. En España y Portugal nos tocó padecer los epígonos de ese fascismo, una larga noche que duró cuarenta años y que, para nuestra desgracia, nos cuesta sacudirnos de una vez, a pesar de haber trascurrido casi otros cuarenta. Nos queda -aunque quieran sepultarlo- el compromiso de quienes supieron defender la libertad frente a la tiranía, esa generación dejó en nuestra memoria el recuerdo de su voluntad de resistencia, su lucha por una sociedad mejor y más justa. Nuestro error ha sido creer que la libertad nos la regalaron y que ya nada había que entregar por mantenerla; la pasividad y el conformismo son el caldo de cultivo de una nueva tiranía que ahora se nos impone por mecanismos más sutiles, hasta interiorizarla.
A Pereira, el protagonista de la espléndida novela de Antonio Tabucchi, no le gusta lo que pasa en su país, no reacciona porque está mayor, tiene su trabajo y tampoco le parece que meterse en aventuras vaya a resolver nada. La dictadura miente, reprime y asesina.... seguramente es así, pero mejor agachar las orejas y refugiarse en la melancolía y la soledad, o en el recuerdo de su mujer: siempre será mejor el pasado que un futuro incierto y poco esperanzador. Pereira vive en un ambiente opresivo, de miedo y delaciones, pero no tiene referentes a los que acudir y está demasiado solo como para asumir cualquier compromiso. Hasta que un hecho, la circunstancia que nos da la oportunidad para redimirnos de nuestras miserias, aparece en su vida resignada y pasiva.

Los dos jóvenes perseguidos por el régimen acabarán provocando esa quiebra de la que habla el médico Cardoso: la exigencia ética ha cambiado el alma de Pereira, que no es otra cosa sino la concienciación política de un hombre bueno que estaba aletargado. Seguro que conocen uno de los artículos más combativos y polémicos de Gramsci, “Odio a los indiferentes”, recientemente recuperado y de absoluta actualidad. Tabucchi debía estar pensando en las palabras de Gramsci cuando escribió “Sostiene Pereira”, no es difícil identificar en la novela el llamado a la lucha contra la apatía y la desesperanza, a la necesidad de enfrentarse a los poderes establecidos y recuperar la voluntad perdida.


Hay en toda la novela un sentido humanista muy poético en el que reconozco la influencia de aquella particular versión del neorrealismo que desarrollaron Zavattini y De Sica: el humor suave y contenido, la ternura y la capacidad para entender a nuestros semejantes, solo que en Tabucchi no se orientan tanto hacia la compasión sino hacia la reivindicación y el compromiso. Se ha criticado la suavidad o ligereza que impregna la obra porque difumina el terrible contexto dictatorial y represivo de la época. Sin embargo, el mensaje no pierde fuerza, se trata de plantearnos si es moralmente aceptable el aislamiento contemplativo cuando la libertad y los derechos son humillados. Y queda meridianamente claro que Pereira sostiene que no.
El Portugal que nos describe Tabucchi, como decía al principio, parece lejano, pero si nos fijamos un poco y salimos de esta confianza inoperante en una supuesta democracia, nos daremos cuenta que no lo está tanto. Este verano, mientras leía la novela, escuché en TVE una necrológica sobre García Lorca, como las que le encarga Pereira al joven Monteiro Rossi para las páginas culturales del “Lisboa”. Es curioso que la TV pública cumpliera estrictamente las recomendaciones de Pereira cuando se trata de escribir sobre un autor tan “peligroso” como Lorca: “De un escritor no debe usted decir cómo ha muerto, en qué circunstancias o por qué, debe decir simplemente que ha muerto....” Y continua Pereira sosteniendo ante la “irresponsabilidad” de Monteiro Rossi: “O es usted un inconsciente o un provocador y el periodismo que se hace hoy en día en Portugal no prevé ni inconscientes ni provocadores”. Inconscientes y provocadores, bueno, en sentido literal de esos tenemos muchos, en el sentido que pretende darle Pereira, periodistas libres que no se paran a pensar si deben publicar la verdad, que ejercen su oficio con honestidad, que informan al ciudadano con rigor y que obedecen a su conciencia y no a la repugnante oligarquía que sigue dirigiendo nuestros destinos.... de esos, de esos hay muy pocos. 

martes, 26 de agosto de 2014

"Intemperie", de Jesús Carrasco. El páramo sin ley.

¿Por qué se interesaron editoriales de varios países por la primera novela de un publicista? ¿Puede convertirse en fenómeno literario una obra compleja y arriesgada o esto queda reservado para un producto al gusto de mayorías poco exigentes? ¿Se puede deslumbrar a lectores avisados con un hábil pastiche de recursos reconocibles?
No me considero muy capaz de responder a estas preguntas, ni siquiera estimo que sea necesario para tomar en consideración un determinado libro, es solo la desconfianza ante un éxito demasiado súbito o el interés por descubrir las causas que lo han encumbrado. A pesar de ello voy a intentar razonar sobre la cuestión. Digamos en principio que la amplia promoción orquestada por quienes han visto la posibilidad de beneficios, e incluso los premios institucionales, habitualmente sospechosos, no suponen que una novela sea inatacable o que estemos ante una lectura imprescindible. Tengo la sensación de que las obras trascendentes suelen presentarse con menos consenso y con más dificultades para ser reconocidas. Es un prejuicio, desde luego, una disculpa por si acaso soy poco generoso con quien merecería mejor disposición. De modo que es conveniente disipar dudas desde el principio: la buena prensa de Intemperie está justificada; seguramente no es la novela que vaya a revolucionar nuestro acomodado panorama literario pero encontrar un narrador competente, que llega a emocionar y sobrecoger por momentos, son aspectos suficientes como para tenerlo en cuenta.
En realidad el autor no maneja elementos demasiado complejos, un argumento sencillo, apenas reducido a una historia muy básica que recuerda a otras novelas del realismo social de posguerra; muy duro y descarnado, muy de España negra. A pesar de la referencia al rey -o al retrato de “los reyes”-, es complicado determinar la época en la que transcurre, en todo caso es la España más profunda, hecha de miseria y violencia, con destellos de solidaridad que ofrecen alguna esperanza.
La acción es escasa pero el lenguaje que despliega el autor es rico, amplio en terminología de usos rurales que obliga a los menos avezados a consultar de continuo el diccionario o a resignarse a suponer para qué sirve cada uno de los aparejos de un burro. La exuberancia léxica hace el relato más denso, bien es cierto que puede llegar a desconcertar un poco y hasta provocar hastío por la sospecha de que el autor se está recreando en exceso -habrá que incidir en esto-, pero también consigue una fisicidad extraordinaria. Los arcaísmos que nos acercan a un mundo ancestral, la aridez del páramo desolado, las condiciones extremas que soportan los personajes, todo ello hace que sientas la mineralidad del terreno, la dureza que envuelve la narración.
El caciquismo y la violencia política en un país brutal, que no conoce piedad para los débiles, está presente en el relato sin que ello suponga que la cuestión social sea la principal preocupación del autor; observamos una voluntad de universalizar los hechos más allá de la denuncia de la injusticia, se trata de plantear la posibilidad de rescatar la ética en donde solo impera la violencia. Una estructura simple, a partir de la huida de un niño perseguido por la maldad absoluta, nos deja ver en la figura del cabrero una pequeña esperanza, la idea de que siempre es posible encontrar el sentimiento humanitario aún donde parece totalmente destruido.

Intemperie” tiene numerosos aspectos que explican su éxito y el interés que ha generado, también hay otros que justifican críticas. Escribía Borges que el Barroco es la etapa final de todo arte, cuando éste exhibe y dilapida sus medios; pues bien, distingo algo de barroca exhibición en esa abundancia de vocablos específicos que acaban siendo un fin en sí mismo y no una necesidad para el desarrollo de la historia. El lector puede sospechar, sobre todo en la primera mitad del texto, que hay un abuso de expresiones alambicadas, un virtuosismo “técnico” que cae en la complacencia y desvirtúa la narración. También en el lado negativo podríamos hablar de cierto esquematismo, una demasiado obvia dicotomía entre buenos y malos que resta profundidad al conjunto. No creo que esto sea grave, al fin y al cabo estamos ante una especie de cuento para adultos que aspira a explicar de modo metafórico algunas de nuestras principales pulsiones. El principal problema que veo en “Intemperie”, aquello que podría discutir su trascendencia literaria, es el entramado general, un eficaz ensamblaje de elementos diversos que van desde la dura meseta castellana de las obras de Delibes al tono apocalíptico que expone Cormack McCarthy en La carretera ¿Es malo que sean reconocibles las influencias? Por supuesto que no, lo que no acaba de convencer es la sensación de que todo es obvio y escasamente original, que nos han colocado un producto aparente sin demasiado recorrido.