martes, 6 de noviembre de 2012

"Solaris" revisitado.

Si nos remontamos a nuestros orígenes esta tertulia nace vinculada a la ciencia ficción, no solo por la obra de Huxley que nos sirvió de arranque, también por las afinidades literarias de algunos de los miembros fundadores. Sin embargo, la recurrente presencia de este tipo de novelas en nuestra tertulia ha sufrido una ausencia imperdonable: Stanislaw Lem. Tras una dura votación frente a dos novelas de enjundia, "Las uvas de la ira" y "Vida y destino", por fin le ha llegado el turno a Lem y a "Solaris". Cierto es que se trata de una novela que ya habían leído algunos de los tertulianos pero era obligado dedicar nuestro tiempo a una de las obras maestras de la ciencia ficción.

La tertulia se desarrolló en Játiva, nuestra habitual sede cervecera, y participó toda la plana mayor a excepción de "El Ausente" -pido perdón por la alusión joseantoniana-, ilustre especialista en Lem que nos privó de su sabiduría. El debate fue intenso y provechoso, la comida razonablemente buena y la cerveza corrió menos que en otras ocasiones dada la precisión que requería el tema. Al final "Solaris" obtuvo la votación más alta entre los libros que han protagonizado la tertulia; lo que teniendo en cuenta que ya han pasado por aquí Dostoiewsky, Tolstoi o Camus puede ser interpretado como una osadía o como un sincero homenaje a la calidad literaria de Lem. El caso es que no hubo ningún voto de protesta y todos aceptamos de buen grado el resultado, tal vez en reconocimiento a la brillante defensa de la obra que hizo Javi.

De la intensidad del debate puede dar idea el que Juanfe, el más torrencial de los participantes, quedó apenas limitado a unos pequeños comentarios sin poder desplegar su habitual pirotecnia verbal.



lunes, 5 de noviembre de 2012

La aventura sin límites. "De la tierra a la luna", de Jules Verne.


No consigo recordar el primer libro que leí, aunque recuerdo perfectamente el primer libro que me regalaron. Fue en un cumpleaños, el día antes de la vuelta al colegio tras las vacaciones de Pascua; el regalo habitual eran tebeos, hasta que mi padre debió considerar que estaba yo para empresas mayores y me sorprendió con una bonita edición de “Viaje al centro de la tierra”. Al principio me costó abrirlo, lo de Julio Verne me sonaba a  cosa muy antigua que me interesaba bastante menos que Asterix, pero un viaje al centro de la tierra merecía comprobar, llámenme morboso, si los viajeros no se desintegraban por el calor en cuanto descendieran más allá de profundidades razonables. La entrega a la lectura fue total y obtuve el beneficioso efecto de un paraíso artificial que me aliviaba de la desagradable obligación que me esperaba al día siguiente. Como dijo Borges, la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido y algo así es lo que conseguí: introducirse en el universo de Verne supone el goce del relato puro, el deseo de participar en una aventura que, pese al peligro y el riesgo, sabemos que nos proporcionará múltiples satisfacciones y nos hará más sabios. Creo que “Viaje al centro de la tierra” consigue ese extraño fenómeno en el que te parece estar viviendo en un mundo mucho más real que la gris rutina diaria, un mundo que te libera del odioso aburrimiento provocado por quienes supuestamente debían educarme para la vida.
 
 
Esta experiencia, que debió ser liminar en mi acercamiento a Verne, se quedó en un glorioso y aislado episodio que solo he recuperado varias décadas después; bueno, maticemos, nunca se abandona totalmente a Verne, te lo encuentras en películas, en series de televisión, en reportajes en los que se habla de su carácter de precursor, e incluso en pequeñas adaptaciones con las que crees que conoces casi todas sus obras sin necesidad de leerlas. En todo caso era una relación indirecta, de otro modo habría sido consciente de la profunda relación que tiene la obra maestra de Hergé, los dos volúmenes sobre el viaje a la luna, con las aventuras imaginadas por Verne. Confieso sin embargo que sigo prefiriendo la aventura tintinesca  -emocionante, con un guión prodigioso, de tensión sabiamente dosificada y progresiva- al libro que me ha servido de reencuentro con el escritor francés.
 
 
 “De la tierra a la luna” es una obra estupenda, sin duda, también lo es su continuación, “Viaje alrededor de la luna”, pero me cuesta entender la devoción de Gagarin, que quiso ser astronauta tras leer esta especie de elucubración lunar, o la de Tsiolkovsky, físico soviético interesado en lavar la cara al Verne menos presentable en materia científica. Porque, la verdad, el viaje que nos presenta es un completo delirio en el que se pretende alunizar con una bala disparada por un cañón, se abren escotillas de la peculiar nave en pleno vuelo y plantea alegremente la posibilidad de respirar el aire lunar sin más precaución que el optimismo desbordante del bon vivant francés que protagoniza la historia. Dicho esto, leer “De la tierra a la luna” es tan divertido como estimulante, no solo por las similitudes notables con la aventura tintinesca, también por la variación de tono que experimenta la novela en su desarrollo.


El comienzo es sorprendente, una aguda crítica a las costumbres de los norteamericanos, sátira que me atrevería a calificar como sangrante sobre la terrible y destructiva ingenuidad de los yankees. Una vez planteado el singular proyecto de viajar a la luna por parte de los desocupados artilleros, el tono de la novela cambia. Verne inicia una serie de minuciosas descripciones sobre los problemas que plantea el viaje; con exquisito rigor científico describe a sus lectores todo aquello que, según los conocimientos de la época, podía dificultar un proyecto de esa envergadura. Puede resultar paradójica esta minuciosidad científica cuando el resultado es un gigantesco cañón disparando a la luna. Pero, dejando este pequeño detalle aparte, lo cierto es que los viajes extraordinarios de Verne entraban en un proyecto inspirado por su editor, un socialista saintsimoniano, con el que se pretendía contribuir a la formación científica, moral y literaria de la juventud francesa. Es una idea que está muy en la línea de la filosofía positivista de la época, cuyo irreductible optimismo y carácter pedagógico se ajustaba perfectamente a los objetivos y necesidades de una burguesía confiada en liderar el progreso social.

 
En las novelas de Verne no vamos a encontrar la desbordada fantasía de los románticos, imagino al novelista francés leyendo entre perplejo y decepcionado las páginas finales de “Arthur Gordon Pym” y buscando una explicación racional a los delirios febriles de Poe. El resultado de esta pretensión racional, “La esfinge de los hielos”, será decepcionante, pero responde a la misma pretensión de verosimilitud y precisión que el resto de “viajes extraordinarios”. Se trata de crear ciudadanos responsables y útiles a la República, de ahí el valor ejemplarizante de sus primeros héroes, individuos geniales capaces de superar todos los obstáculos hasta situar las fronteras del conocimiento humano un poco más lejos.
 
Se dice que las intuiciones de Verne eran en realidad ideas que circulaban en la época de manera más o menos precisa. Sin embargo, hay en sus últimas obras una innegable semejanza con el pensamiento filosófico que se desarrollará años después: Verne comprende que el progreso  científico, lejos de liberar a la humanidad, está provocando su propia destrucción. Es entonces cuando los viajes a la luna se transforman en empresas de conquista, en individuos obsesionados por dominar el mundo utilizando la ciencia al servicio de la opresión. El progreso técnico ha desviado su camino y Verne dejará de lado su voluntarismo ingenuo para mostrar un pesimismo que a Heidegger, Benjamín o a la Escuela de Francfurt no les resultaría nada ajeno.