Después de hablar de Sciascia se imponía comentar al otro gran referente moral de la Italia contemporánea, Primo Levi, viejo compañero del siciliano en algunas batallas mediáticas contra revisionistas y negacionistas de diferente pelaje.
Cuando leí “Si esto es un hombre” me pareció el testimonio más estremecedor que podía escribirse sobre el llamado universo concentracionario. Levi hizo exactamente aquello que demandaba Adorno a los filósofos, “conocer y recordar permanentemente el mal que ya es pasado para no reencontrarlo en el futuro”. Este es el objetivo de la trilogía de Levi, una auténtica requisitoria contra el olvido y a favor de la memoria de las víctimas del Holocausto, con el fin de recuperar los recuerdos que la brutalidad de los campos de concentración había pretendido destruir. Levi explica la única distinción que contaba en el Lager, la de los salvados y los hundidos, los sobrevivientes y los muertos que se pierden en el olvido. Pero aún queda una última categoría, los llamados “musulmanes”, los que sondearon los límites del horror sin poder dar cuenta de él. Nadie más que ellos podría haber narrado la auténtica dimensión de lo ocurrido en los campos, pero fueron deshumanizados de tal forma que nunca pudieron volver de ese punto de no retorno.
“Si esto es un hombre” está lejos del relato sentimentaloide y lloriqueante de un Spielberg, lo que aquí nos encontramos es la descripción descarnada de la lucha por la vida en un campo de exterminio, la progresiva pérdida de dignidad que los presos asumen con el único fin de alargar un poco más su vida. Para esquivar la brutalidad de los verdugos era inevitable atentar contra los propios compañeros cautivos y Levi lo cuenta de manera implacable: asistimos a lo más bajo que cada uno hizo, las miserias cometidas para sobrevivir día a día y lo que es peor, lo que nosotros mismos seríamos capaces de hacer por resistir un poco más.
Dijo Jean Amery, el otro gran narrador de Auschwitz, que un intelectual comprometido solo podía ser de izquierdas. Sin duda Levi lo fue, pero sin perder esa lucidez escéptica que le diferenciaba de otros prisioneros del Lager. Cuando recuerda a aquellos compañeros de infortunio que poseían una fuerza espiritual superior, gracias a la fe religiosa o política, lo hace con respeto, con el respeto de aquel que por no adscribirse a ninguna creencia quedaba en la total indigencia material y espiritual ante la violencia desatada. Tal vez por eso percibió mejor que los demás la verdad de Auschwitz, el terrible proceso de deshumanización al que eran sometidos los excluidos de la comunidad racial elegida.
Sin embargo Levi acaba asumiendo la imposibilidad de comprender el misterio de Auschwitz, aún sabiendo que su testimonio es una exigencia ética ante la sociedad. La memoria de la ofensa es la condición esencial para restablecer la justicia: contra el olvido que engulle el pasado sin cuestionarlo, la memoria tiene una función redentora. Reconoce que los que verdaderamente comprendieron, los que sondearon el fondo, fueron exterminados. Aquellos que sobrevivieron, como él mismo, solo pudieron acceder a un fragmento de la realidad insuficiente para explicar la verdad de lo ocurrido.
Podemos plantearnos, como pensaba Amery, que Levi era demasiado condescendiente respecto a la culpabilidad de Alemania. Ciertamente no pensaba que todos los alemanes fueran cómplices y luchó siempre contra el resentimiento del que Amery jamás pudo desprenderse. Los alemanes no eran criminales en masa, aunque hubo una culpa colectiva por no rebelarse ante la realidad bien conocida del genocidio. A pesar de eso nunca estuvo cómodo con ese planteamiento y siempre destacaba a la minoría que luchó contra el nazismo. Esta convicción y la necesidad propia de un ilustrado de seguir luchando por una sociedad mejor le permitió depurar el resentimiento, pudo filtrar su angustia, pero no se libró totalmente de ella. Su sorprendente suicidio parece indicarnos que no pudo superar ese inefable sentimiento de culpa, la culpa de haber sobrevivido. Creo que fue Enzo Traverso quien más acertadamente definió el sentido de la obra de Levi: “el mundo necesita ser contaminado por la angustia para no resignarse al horror”.