Si ustedes tienen la curiosidad de escribir en internet la expresión “Crónicas marcianas” puede que se lleven una pequeña sorpresa. En los resultados no aparecerá en primer lugar el original de Bradbury, ni siquiera la serie que se inspiró en aquella novela con Rock Hudson como protagonista. No, lo primero que aparece en su buscador es un programa nocturno que mantuvo una cadena privada durante varios años y que tiene el dudoso mérito de haber inaugurado en nuestro país el fenómeno de la telebasura. Nada que ver con Bradbury, por supuesto, el presentador optaba por una estética en el vestuario que recordaba más a Star trek y, en cuanto a lo marciano, era más bien por lo delirante del show y por el desfile de frikis que llenaban el plató. En todo caso, es significativo que para la mayoría de los españoles las “Crónicas…” sean antes un late show odioso que los poéticos relatos de Bradbury.
Me atrevo a señalar -es solo la opinión de un profundo desconocedor del género- que la vertiente menos respetable de la ciencia ficción es la llamada “space opera”, aventuras espaciales con personajes arquetípicos y aparatosos escenarios futuristas. A Bradbury le encantaba este subgénero muy popular que tiene en los cómics de “Flash Gordon” casi un ejemplo fundacional. Las historietas creadas por Alex Raymond trasladan las obsesiones y tópicos del modo de vida americano al planeta Mongo, disimulando con el entorno fantástico y el impacto visual un mensaje bastante reaccionario y vulgar. Bradbury asimiló con tanta inteligencia los cánones establecidos en esta fantaciencia, y otros clichés de autores clásicos como Verne o Wells, que fue capaz de transgredirlos y convertir la ciencia ficción en algo totalmente diferente. Como “Flash Gordon”, la obra de Bradbury también representa el espíritu de una época, pero no por elaborar un producto de evasión que defendía la estabilidad social, sino por mostrar en su literatura la angustia de una sociedad que sentía la amenaza atómica y que tenía serios problemas de conciencia.
“Crónicas marcianas” es, en parte, el resultado de esa sensación amenazante que se configura tras la Segunda Guerra Mundial, creo que ese es el impulso profundo de la obra. También es producto de la innegable fascinación que siempre ha despertado el planeta rojo; nos obsesiona la posibilidad de que existan otras formas de vida fuera de la Tierra y desde hace mucho tememos que los marcianos nos visiten con intenciones seguramente inquietantes. La más conocida de las especulaciones literarias sobre el tema es “La guerra de los mundos”, que plantea la aterradora posibilidad de la conquista marciana de la Tierra gracias a su arrolladora superioridad técnica. Bradbury tiene presente la obra de Wells y la homenajea de manera evidente al repetir la forma en la que los marcianos quedan exterminados, ese virus humano que resulta devastador para sus defensas. Sin embargo, el planteamiento es totalmente diferente, en las “Crónicas” son los terrícolas quienes están al borde de la destrucción y se ven obligados a colonizar otros mundos convertidos en réplicas de nuestro planeta. No es la única diferencia, hay en la novela de Bradbury un tono fúnebre, elegiaco, que se aleja del realismo casi documental del relato de Wells. Es lo que siempre se repite, hablar de la poesía de “Crónicas marcianas” es ya un lugar común.
No sabría muy bien cómo explicar el contenido poético en una novela de ciencia ficción. Y el caso es que Bradbury, por lo que he leído, fue también poeta en su juventud. Tal vez intentó hacer poesía con el tema que más le interesaba, lo cierto es que la obra está recorrida por un misterioso ambiente crepuscular, sin apenas descripciones científicas que presenten un futuro lleno de novedades técnicas. Casi nada sabemos de las circunstancias del viaje, o de las características de las aeronaves, incluso Marte es -antes de la llegada de los terrícolas- un planeta habitado por seres peculiares pero no muy alejados de nosotros, con pequeñas ciudades que parecen sacadas del medio oeste americano y casitas de campo en las que viven parejas con la misma soledad y tedio que podríamos encontrar en un cuadro de Hopper. Si la poesía es convertir en imágenes o en palabras el misterio de la existencia, Bradbury transforma en metáforas las incertidumbres de su tiempo.
El pesimismo que refleja la novela será poético pero no por ello es menos desalentador respecto al destino que le espera a la humanidad. Hay en Bradbury una desconfianza amarga en el progreso que le lleva en varias de sus obras a plantear futuros distópicos, la tiranía que en nombre del hedonismo y la ignorancia ha creado un mundo sin libros o el torpe orgullo materialista de una sociedad que repite sus defectos y vicios en un nuevo planeta. En realidad, un moralista o un escritor más de ciencia ficción no habría sido tan trascendente, por supuesto que hay una lectura social que está muy pegada a su tiempo y que, en apariencia, podría sugerir que está pasada de moda. Pero, aparte de que la crítica al consumismo, las referencias a la Caza de brujas o al temor por la carrera armamentística no me parecen en modo alguno despreciables como asuntos del pasado, Bradbury tiene un verdadero conocimiento del alma humana y propone la pregunta existencial definitiva: Qué hacemos aquí y cómo nos las vamos a seguir arreglando para mantenernos unos años más sin destruirnos entre nosotros o acabar con el planeta. Esa es la clave de su vigencia.