En épocas algo más nacional-católicas que la actual, era tradición en TVE poner durante Semana Santa una serie de películas de reconocida devoción religiosa. Junto a las procesiones y misas de rigor, la concesión al divertimento en esas fechas de pasión llegaba con Quo Vadis, Ben Hur o Los diez mandamientos. Con el paso del tiempo algo se abrió la mano pero, al menos que yo sepa, a nuestra TV, siempre respetuosa con la sensibilidad de quienes practican la religión mayoritaria, no se le habría ocurrido introducir para fomentar los valores cristianos una película como La vida de Brian. Ahora bien, si nos ponemos serios tampoco Espartaco parece la opción más adecuada y, sin embargo, se ha convertido en un título imprescindible, a pesar de que el guión es de un comunista -Dalton Trumbo- y se basa en la novela de otro comunista -Howard Fast-.
Hay una tercera película que siempre me ha parecido demasiado ambigua como para exaltar los sentimientos religiosos en fechas tan piadosas. Y eso que su protagonista acaba en la cruz, incluso aparentemente convertido a la verdadera fe. Se trata de Barrabás, protagonizada por Anthony Quinn y basada en una novela del premio Nobel sueco Par Lagervist. Hay cierta relación entre Espartaco y Barrabás, y no solo en la crucifixión final. Ambas parecen descuidar el trasfondo y la descripción historicista para centrarse en lo que de verdad les interesa, la emancipación social en la obra de Fast y el problema existencial en la de Lagerkvist.
Barrabás es una novela corta, poco más de cien páginas, muy bien escrita, con menos episodios espectaculares que la película y con el problema de la culpa y la inquietud religiosa como idea motriz. No hay que asustarse porque no es una plúmbea reflexión teológica. Para empezar me parece una genialidad plantearse qué pudo ser del tipo que salvó el pellejo a cambio del sacrificio de Dios, por mucho que el Sumo Hacedor lo tuviera todo planeado. Pero sobre todo, la inquietud de Barrabás es la del hombre contemporáneo, que parece estar siempre en un terreno movedizo y sin apenas certezas. Todo el trayecto vital de Barrabás es el de un escéptico, muy apegado a lo material, que trata de escapar de la soledad intentando compartir una fe que no acaba de entender.
La novela se convirtió en una estupenda película de aventuras con trasfondo religioso. Hay los suficientes episodios interesantes como para contrastar la personalidad de ese hombre duro y escéptico con la santurronería cristiana, aunque ésta se presente en positivo frente a la crueldad de los romanos. De todas formas la espectacularidad hollywodiense no disimula una preocupación muy propia de la espiritualidad nórdica. El complejo de culpa que condena el goce terrenal, el silencio de Dios y el mundo interior atormentado nos hablan de un Barrabás más propio de Dreyer o Bergman que de una superproducción norteamericana.
Diría que es fácil reconocerse en el individualismo de Barrabás y en el hecho de que la soledad puede acabar siendo insatisfactoria. Una vez ha burlado la muerte, a costa de sustituir a un personaje que muchos adoran, encuentra en los cristianos la posibilidad de mitigar su aislamiento y una razón para prolongar su existencia. No es nada aventurado pensar que, si el crucificado suscita tantas adhesiones, quien se salvó a su costa debe estar destinado a una misión importante. El problema es que Barrabás nunca llega a creérselo del todo y no logra comprender a los cristianos, tan ajenos a cualquier principio vital de los que constituyen su verdadera personalidad.
Cuando la condena definitiva, de la que ha estado escapando casi sin quererlo, le alcanza por fin, la película nos muestra un personaje que parece haber entendido el mensaje cristiano. Sin embargo la novela es profundamente ambigua, la paz interior que se refleja en su rostro podría ser también la aceptación de que la vida es inútil y que solo nos queda entregarnos a la nada, a esas tinieblas a las que encomienda su alma.