En uno de los comentarios que hice en este nuestro blog, hablando de posibles escritores que podríamos considerar en la tertulia, nombraba casi oponiéndolos a Sciascia y Celine. En realidad se trataba de ilustrar mi proposición con un escritor italiano y otro francés, pero no caí en la cuenta de que, al menos en apariencia, son profundamente antagónicos y que acertaba al situarlos como representantes de dos actitudes ante la vida totalmente disímiles. Sciascia se negaba en rotundo, al menos eso decía él, a leer al colaboracionista Celine por razones políticas y morales. Debemos perdonárselo, el italiano llegó a creer, allá por sus tiempos de comunista activo, que el mundo podía cambiar incluso a mejor.
Sin embargo hay algo que une a los dos extraordinarios escritores, ambos se sentían seducidos por esa obra a veces maltratada que es “El gatopardo”, de Tomaso di Lampedusa. Desde posiciones diferentes, claro; Sciascia consideraba que Lampedusa pretendía desactivar cualquier esperanza de cambio, provocaba inacción y conformismo. Con el paso del tiempo, el viejo y enfermo escritor siciliano acabó contagiado de ese pesimismo vital que caracteriza a los de su tierra y nos damos cuenta, sin demasiada sorpresa, que el escepticismo de Celine no quedaba tan alejado del último Sciascia.
El culpable de tan triste y lúcida estirpe es el Príncipe de Salina, uno de mis personajes favoritos, incomparable en la impresionante presencia de Burt Lancaster. Salina es el mejor ejemplo del antihéroe, su concepción trágica del mundo no supone una respuesta heroica, no es una respuesta con la determinación del que defiende los valores de la sociedad en que vive. Pero esto no significa que sea una personalidad decadente, es verdad que es hijo de una tradición en trance de desaparecer, sin embargo no moverá un dedo por defenderla porque posee la cualidad de la lucidez. El estoicismo del mundo clásico tiene en Salina al último de sus representantes, el último porque se ha quedado solo, entre sus congéneres esa gloriosa tradición ya no existe y Salina se irrita con ellos por la cortedad de miras que muestran. Acaba convirtiéndose en un outsider al que repugna el presente, añora su pasado e intuye el porvenir. Su actitud nace del orgullo ante su superioridad y de la ironía del que no se cree el mundo en el que vive.
Me admira particularmente la posición distanciada ante lo que está ocurriendo. Dice Carlo Ginzburg que el extrañamiento, la distancia, es el único medio de superar las apariencias o de alcanzar una comprensión más profunda de la realidad. Salina ha comprendido que todo debe cambiar para que nada cambie, pero ni respeta ni comparte la voluntad de poder de los nuevos administradores, como su sobrino Tancredo y, desde luego, desprecia a esa nueva burguesía representada por Calógero basada en la especulación rural.
La escena del baile, maravillosamente escenificada en la película de Visconti, es una de las más hermosas e íntimamente emocionantes que he visto. El príncipe ha aprendido de los acontecimientos reforzando su talante escéptico y estoico, afianzando su sensación de desplazamiento. Es el distanciamiento lo que le proporciona serenidad y la lucidez de comprender que es un personaje del pasado, alguien que ya no encaja en el presente asumiendo su fin con enorme dignidad.
Esa misma dignidad la tienen los protagonistas de las novelas de Sciascia, aquello que tanto agradaba a Vázquez Montalbán: tal vez no haya demasiadas posibilidades de cambiar el mundo pero el mundo no va a librarse de que denunciemos el asco que nos produce.
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