Me confieso tintinófilo. Lo soy casi desde el momento en que leí “La estrella misteriosa”, tebeo que robé a un compañero durante una excursión organizada por el colegio de curas en el que sufrí condena, en uno de los hechos delictivos menos condenables de mi niñez. Estaba totalmente justificado, esa portada maravillosa con Tintín perplejo ante una seta gigante no podía sino invitarme a un universo que debía conocer.
También fui un entusiasta de Asterix pero cada vez me parecía más simple, con recursos demasiado fáciles frente a la complejidad y densidad del universo de Hergé. Por no hablar de que Asterix, el presuntamente progresista, es un defensor del nacionalismo más vulgar y chauvinista, mientras que Tintín, conservador y católico, nos vacuna contra este tipo de veleidades.
El que
Tintín sea un hijo de la derecha belga más reaccionaria es algo que me
molestó durante un tiempo. No concebía que pudiera gustarme una
historieta nacida para difamar la revolución soviética y para
difundir valores cristianos ultraconservadores. Todo eso es cierto,
Hergé coqueteó con el Partido Rexista de Leon Degrelle, estuvo
mucho tiempo vinculado al padre Wallez -su mentor en el periódico “El siglo XX”- y su actuación durante la ocupación nazi
fue muy poco defendible. Pero creo sinceramente que Hergé era un ingenuo
en algunas cosas y sobre todo, era una buena persona. Los valores que
defiende son los de un scout bien intencionado y fue transformándose en
un formidable humanista con alto sentido de la justicia y defensor de
las causas nobles. Tintín acaba trascendiendo las diferencias entre
derecha e izquierda para alcanzar la categoría de héroe universal,
un héroe lúcido que sabe resolver con humor y eficacia los problemas.
La
pureza y bondad del héroe requería un grafismo adecuado a sus
intenciones. Es la famosa “línea clara”, la estética de trazos
precisos, colores planos y sin sombreado -salvo alguna rara excepción-,
con exquisito cuidado en los detalles y en el diseño de fondos. El
trabajo de documentación de Hergé es uno de sus grandes aciertos,
gracias a esto configura una realidad creíble para que su imaginario
funcione.
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Ciertamente la evolución desde la torpeza de "Tintín en el país de los Soviets" hasta el clasicismo de "Stock de coque" es enorme. Las dos primeras historias, "Tintín en el Congo" y "Tintín en América" las considero de aprendizaje, a partir de aquí Hergé encuentra un mecanismo que le servirá para lograr el factor de identidad. Es el enigma que activa la curiosidad, algo insólito que enlaza unas peripecias en las que Tintín está corriendo permanentemente. Hasta “El cangrejo de las pinzas de oro” las historias no son lineales sino tramas complejas que se van enredando y que el protagonista debe descifrar. Son peripecias laberínticas que justifican la comparación que se ha hecho con el Hitchcock del periodo inglés.
Cuando me encontré por vez primera con “La estrella misteriosa” todavía no sabía que es un álbum clave en la evolución de la serie. El laberinto empieza a transformarse en un universo luminoso en el que la aventura colectiva, con la progresiva importancia de maravillosos secundarios, tendrá a Julio Verne como inspirador. Con esa obra maestra absoluta que es “Aterrizaje en la luna” Hergé se da cuenta de que ya no hay más mundos que explorar, inicia entonces un repliegue manierista nacido del dominio total sobre el universo familiar. Tintín ha creado ya un mundo estable materializado en Moulinsart que en las siguientes aventuras será agredido desde fuera, obligando a los protagonistas a restablecer la tranquilidad. Los siguientes álbumes, “Stock de coque” -una de mis preferidas- y “El asunto Tornasol” son obras de narración extremadamente compleja que vuelven a las intrigas laberínticas combinándolas con el pleno dominio del relato de aventuras.
La
aventura que más tardé en disfrutar es “Tintín en el Tíbet”,
creo que era demasiado adulta para el tiempo en que la leí. Los
malos han desaparecido y el argumento es de una simplicidad
desarmante, pero cuando la leo ahora me parece la más intensa y
sentida de todas las obras de Hergé. Se dice que Hergé trataba de
purificarse, con el blanco de la nieve que domina la historia, de sus
culpas por haber abandonado a su mujer. Pese a ello tiene una
comicidad extraordinaria y considero que el personaje de Haddock, el
mejor secundario de la historia del cómic, adquiere aquí
niveles de genialidad suprema.
Hergé da otra vuelta de tuerca con “Las joyas de la Castafiore”. Ya no hay ni aventura, ni viaje, ni malos, todo se ventila en Moulinsart con una magistral comedia de salón que parece el homenaje a los tintinófilos que nos identificamos con un universo cada vez más barroco y denso.
Las dos
últimas aventuras sufren la inevitable decadencia, es como si con
“Las joyas de la Castafiore” hubiera quedado agotado el repertorio de
posibilidades narrativas y solo restaran revisitaciones rutinarias;
claro que un álbum flojo como “Vuelo 714 para Sydney” sería la
obra cumbre de cualquier otro creador. Lamentablemente Hergé no pudo
acabar “Tintín y el arte Alpha”, yo sin embargo he podido leer
un intento de completar esta última obra realizado por un canadiense
llamado Yves Rodier. Es solo un pálido reflejo del mundo de Hergé y
ni el argumento ni el dibujo están a la altura del maestro.
A veces pienso que durante mi juventud leí y releí tantas veces las historias de Tintín que me saturé de ellas. Sin embargo, no hace mucho decidí regresar a "Tintín en el Tíbet". No fue el retorno sentimental y condescendiente con el que he vuelto a leer en algún momento las aventuras fascistoides de "El guerrero del antifaz", fue recuperar la obra de un artista que llevó el cómic a niveles de complejidad y belleza irrepetibles.