Entre los considerables cambios que se produjeron en
mi adolescencia hubo uno menos aparatoso que otros pero que acabaría resultando
fundamental en mi mentalidad adulta: evolucioné desde un vago instinto
anticlerical, producto de mis experiencias en un colegio de curas, a un
discurso radical contra toda forma de religión. Mi padre, que siempre ha estado
atento a descubrir la culpabilidad que se oculta en mis ideas más vehementes,
pretendía demostrar que en realidad buscaba a Dios desesperadamente, solo así
se explicaba mi obsesión iconoclasta. Reconozco que en el ateo hay algo de
impositivo, se aproxima peligrosamente al fanatismo por esa pulsión suya de
querer derribar a Dios a toda costa. A mi pesar, debo encuadrarme en esta
categoría porque uno se vuelve intolerante cuando se enfrenta a la
intolerancia; el temor a la dictadura del excluyente acaba obligando a una
lucha sin tregua que no acepta pactos. Preferiría el escepticismo
de quienes viven ajenos a la religión, allí donde las banderías religiosas han
dejado de ser una preocupación. Pero claro, esto supone un grave problema: el
escéptico no está dispuesto a combatir y, como aquellos intelectuales paganos
que se burlaban de los delirios de los primeros cristianos, tiene todas las de
perder ante los fanáticos.
Cuando Saramago escribe “El evangelio según
Jesucristo” o “Caín” creo que está animado por una convicción muy similar. Está
lejos de la rabiosa violencia de Fernando Vallejo, el autor de “La puta de
Babilonia”, Saramago es un tipo elegante y bastante respetuoso, solo que
considera que no hay más Dios que nuestras obras y que la fe en ese demiurgo
ridículo que protagoniza la Biblia es una impostura impresentable. En
definitiva, un ateo en el sentido más ilustrado y vindicativo de la palabra que
cree en el hombre sin tutelas, en un mundo sin amenazas ni oscurantismos y en
que podemos ser mejores libres de dogmas y poderes metafísicos que no hacen
sino crear vanas ilusiones.
Comparto esta aspiración humanista de Saramago, sin
embargo tengo la impresión de que la crítica que se propone en “Caín” alcanza
un corto vuelo. Me explico, la educación católica tiende más al catecismo
adoctrinador que a la lectura de las fuentes directas pero, quien más quien
menos, la mayoría hemos leído el Antiguo Testamento y sabemos que solo haciendo
un ejercicio de hipocresía se pueden ignorar las contradicciones, errores y
crueldades sin límite de las que están plagadas las Escrituras. La imagen que
de la divinidad se ofrece en el Antiguo Testamento podría calificarse sin
demasiado riesgo como blasfema: un Dios vengativo y despiadado, que manda
arrasar ciudades y cometer genocidios. No solo es un modelo de crueldad, es un
artífice muy poco hábil al que se le sublevan los ángeles, le sale un hombre
imperfecto que ha de castigar continuamente y, a pesar de su omnisciencia,
parece que a cada paso le sorprendan los acontecimientos. Un desastre, no hace
falta ser Porfirio ni Reimarus para escandalizarse por tal acumulación de
despropósitos y, la verdad, Saramago no resulta demasiado original.
Ni mucho menos pretendo decir que leer un libro como “Caín”
te haga lamentar el tiempo empleado, simplemente creo que no nos descubre nada
sobre el horror de una lectura literal de la Biblia o cuando nos sugiere que
Dios no es de fiar. A la Iglesia, a pesar de la aparente solidez de su
entramado, le molesta mucho que perturben su tranquilidad y se pone de los
nervios cuando alguien le presenta en toda su desnudez la inconsistencia de sus
libros sagrados. En este sentido me interesa “Caín”, por los lamentables
ataques que iba a sufrir su autor por parte de articulistas meapilas y
paniaguados diversos al servicio de la clerecía. No solo por eso, me gusta también
que Saramago reivindique a Caín, uno de esos personajes maltratado injustamente
por las exigencias del guión: Caín representa en el Antiguo Testamento lo que
Judas en el Nuevo, el malo que requiere toda historia.
Desde aquel sensato análisis de cierto político
sudamericano, Juan Bosch –la difamación contra Judas fue una cuestión de lucha
por el poder-, hasta el reciente descubrimiento de su evangelio apócrifo, Judas
ha contado con algunos abogados dispuestos a defender su causa; al fin y al
cabo, bien mirado, fue el instrumento de un plan preconcebido por su propia
víctima. A Caín se ha dedicado menos interés en su defensa, puede ser porque su
crimen parece menos terrible perdido en el simbolismo del Antiguo Testamento, o
porque aún resulta más evidente que el responsable intelectual del asesinato de
Abel es un Dios caprichoso y desagradecido.
A partir de un hecho de tan clamorosa injusticia
surge en Saramago la idea del itinerario de Caín por diferentes episodios
bíblicos, itinerario en el que un Caín progresivamente indignado confirma la
escasa autoridad moral que exhibe el
Sumo Hacedor. Cada historia de la Biblia, una parte fundamental de nuestro
bagaje cultural, constituye una prueba
sobre el carácter tiránico de Dios. Y es Caín quien actúa como testigo,
como conciencia crítica que persigue a Dios y a sus seguidores para demostrar
que la obediencia incondicional al tirano es el medio que los poderosos han
elaborado para someter y controlar a los fieles.
Solo mediante un elevado grado de perversión, o
mediante una concienzuda labor deshumanizadora podemos aceptar las doctrinas
fundamentales del cristianismo. Yo admito que estaría más tranquilo si tuviera
la certeza de que un señor de barba
blanca escucha mis plegarias cada noche, o mejor aún, si confiara en que un
Dios –pónganle el nombre que quieran- está dando sentido a mi existencia y me
prepara una vida en el más allá de lo más gratificante. La perspectiva de mi
desaparición de este puerco mundo siendo pasto de los gusanos me parece lamentable, incluso una falta de respeto después de haber tenido que
soportar en esta vida a determinadas personas. No es que me lo tome con la
tranquilidad de un Epicuro o un Séneca, digamos que intento ser deportivo. O mejor, creo
que pensar que estamos solos, sin tutelas ni servidumbres divinas, puede ser
algo inquietante, pero también nos ofrece una oportunidad extraordinaria para
decidir por nosotros mismos.
En el fondo, esta es la propuesta de Saramago,
aceptémosla en buena hora y antes de que sea demasiado tarde.
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