Siempre ha tenido Millás un tono de sutil ironía y de
surrealismo que despliega con elegancia en sus artículos. Sin duda domina como
pocos la forma breve, que convierte en un pequeño cuento moral o en un ataque
despiadado contra el poder, como un golpe seco por el magistral manejo de la
economía de medios. Conforme se ha ido degradando la situación del país, cuando
ya no ha quedado más remedio que posicionarse sin excusas, Millás ha vuelto más
descarnado su estilo y ha acentuado la dureza de la crítica. Yo diría que ha
reservado para las formas más amplias su lado personal e íntimo, esa necesidad
que muestra en muchas de sus obras de realizar un proceso psicoanalítico que le
sirva de terapia frente al dolor del pasado.
Una curiosa metáfora articula “El mundo”, novela con
la que el señor Lara pensó que podía sacar un notable rendimiento económico si
le concedía el premio Planeta. Nos cuenta el autor que su padre presumía de
haber sido el primero en fabricar un bisturí que cauterizaba la herida mientras
la producía. Abrir sus heridas mientras intenta que sanen, tal parece ser el
sentido de lo que nos va a contar Millás sobre el mundo.
Para determinados autores, en realidad puede que sean
la mayoría, la escritura posee un valor terapéutico. Kafka tenía la sensación
de ser barrido cuando no podía escribir, era una forma de autoanálisis –casi un
asedio- con la finalidad de encontrar las causas de su sentimiento de
culpabilidad. Entre los años cuarenta y cincuenta nace en España una generación
de escritores que parecen estigmatizados por una fisura inconfundible, la
conciencia de la educación castradora y la frustración de la esperanza en los
nuevos tiempos. Las novelas de Millás, además de esos elementos tan personales
que derivan de su gusto por lo insólito, o incluso un cierto surrealismo,
producen esa misma sensación de desconcierto que anhela algo así como la
justificación de lo vivido. En “El mundo”, tal vez la más sentida de sus
novelas, aprecio ternura, humor y también cierta mala leche del adulto que siente
esa conciencia de frustración y de culpa. Por eso bucea en su pasado con la
íntima esperanza, no de liberarse de sus traumas o miserias, sino de aligerar
en parte el dolor que pudieron provocarle.
La tarea de hacerse adulto y adaptarse al mundo no es
nada fácil, exige poner orden en nuestros recuerdos, encontrar el sentido en el
caos de la infancia para llegar a reconocernos. No estoy seguro de que todo lo
que nos cuenta Millás sea cierto pero esos diferentes episodios -algunos me
recordaban a los niños de la posguerra que relata Carlos Giménez en “Barrio”,
otras veces veía al Antoine Doinel de “Los cuatrocientos golpes” en busca de la
playa liberadora- nos hablan de una época de tonalidades grises, muy poco
gratificante, solo soportable mediante el escapismo y la fantasía. Es el trauma
de una época pero también, en esos retazos de una vida, se conforma el alma de
un personaje llamado Juanjo Millás.
No puedo decir que haya quedado deslumbrado por la
literatura de Millás, creo que tiene el talento de aquellos que hablando de sí
mismos están tratando en realidad cuestiones que nos llegan a lo más íntimo: la
angustia existencial, la soledad, la muerte. Fue una querida amiga la que quiso
que conociera la parte más personal de quien ya admiraba como eficaz
articulista que ejerce de mala conciencia del poder. Me he encontrado con una
perspectiva de novelar diferente, imaginativa, insólita, pero tan penetrante
como cuando utiliza su bisturí para diagnosticar los males de nuestro tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario