“O a cenar con Cristo o a Constantinopla”.
Quevedo escribe en 1613 un famoso soneto en el que habla de la patria desmoronada, de la pérdida del antiguo esplendor que va quedando hecho jirones por los campos de batalla de Europa. Es justo el periodo en el que el capitán Alonso de Contreras relata los hechos de su agitada vida en la milicia, sus extraordinarias aventuras en el Mediterráneo luchando contra los turcos y defendiendo más su pellejo que el destino del Imperio en el que no se ponía el sol.
La España por la que combate Alonso es un país desarticulado, que se va hundiendo por el peso de la Contrarreforma y que sigue fuertemente vinculado a una doctrina imperial fanática e inútil para el desarrollo social. Un desarrollo, al menos, que nos acercara un poco a la Europa moderna en la que el Renacimiento permitió la posibilidad de zafarse de la rigidez impuesta por la Iglesia. No se trata de negar grandezas o hazañas civilizadoras, allá cada cual con el valor que le quiera dar a la historia de España, se trata de introducirnos en las entrañas de un imperio dominado por una casta indecente y analfabeta, sojuzgado por la Iglesia y con un pueblo reprimido, que apenas tiene otra aspiración que sobrevivir en condiciones de miseria extrema o intentar acceder a las migajas de la clase dominante.
En estas condiciones los más inquietos no van a optar por la rebelión, las posibilidades quedaban limitadas a tomar el camino de las Américas, para participar en el saqueo de las nuevas tierras, o enrolarse como mercenario en el Ejército para asegurarse el sustento a base de matar o morir, por ejemplo en la guerra sucia contra el infiel. Practicando el corso por el Mediterráneo oriental encontramos en ese tiempo al capitán Alonso de Contreras, cuyas aventuras resultarían difícilmente creíbles de no ser porque todas ellas aparecen documentadas en los archivos. Sabemos que en un determinado momento decidió dejar constancia de tales hechos, una autobiografía auténtica con ciertas semejanzas con el género picaresco en cuanto a la estructura y el contenido de la narración. Como Lázaro, el discurso del capitán tiene algo de pliego de descargo ante un superior. La serie de episodios engarzados por la prodigiosa memoria del protagonista equivalen al típico relato picaresco, desde los modestos orígenes a la adquisición de una cierta respetabilidad.
Sin embargo, no es un pícaro el que nos habla, es un soldado acostumbrado a mirar de cara a la muerte, un tipo duro, seguramente tan desengañado como Lázaro, pero que carece de la ironía y del lúcido análisis del personaje de ficción. Sin duda el capitán Contreras nos está ofreciendo una descripción impagable de la sociedad del Siglo de oro, en toda su crudeza y desde el punto de vista de un soldado del Imperio muy alejado de la “razón de Estado”. Como sugería Ortega y Gasset en el más famoso de los prólogos de esta obra, hay una evidente dicotomía, por mucho que Contreras no pretendiera tal cosa, entre el arrojo, la valentía y la habilidad de aquel que lucha en primera línea frente a aquellos que están en posición de superioridad gracias al privilegio. En España no se premiaba el mérito y las estructuras sociales impedían por todos los medios que la herencia de sangre se viera alterada por el ascenso de las clases inferiores.
Contreras no es ningún héroe intachable, ni es el exponente de un imperio glorioso, ni representa a la España católica y civilizadora, es un aventurero que no cree en nada y que refleja más bien el desconcierto de una época confusa y decadente. Ortega no ve más motivos de admiración en esto que la capacidad para iluminar el mundo que le circunda en un relato que carece de retórica, una narración tan desnuda como dinámica. Reconozcamos al menos eso al capitán. Y reconozcámosle también que es de justicia ese ligero punto de orgullo que se le escapa, sin bravuconadas ni estridencias. Es un orgullo que nada tiene que ver con la actitud patriótica o la defensa de la raza, ni siquiera de la religión “verdadera”, es algo más parecido al respeto a uno mismo y a un peculiar código ético en el que la lealtad y la dignidad todavía eran importantes.
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