Quien
haya visto la anodina película del mismo título tal
vez no encuentre demasiados
incentivos como
para interesarse en
la novela de Baricco. Sería un gran error, Seda es un relato
hipnótico, al que hay que dedicarle una lectura lenta y atenta para
descubrir la profunda poesía en lo que falsamente podemos
interpretar como simple prosa. No aparenta demasiado,
una miniatura oriental que se ha comparado con un haiku, pero en lo
esquemático de su argumento hay algo que hechiza, como el paisaje
por el que deambula el personaje protagonista.
La historia de Hervé Joncour, el largo viaje en busca de gusanos de seda, es una delicada combinación de sugerencias y símbolos, un triángulo entre la fascinación por Oriente, el atractivo misterio de lo desconocido y la entrega de una mujer que protagoniza la auténtica historia de amor del relato. La habilidad de Baricco consiste en una extrema contención que mantiene en sordina la pasión amorosa, la libertad que parece ofrecer un mundo desconocido o el sufrimiento de la pérdida. La seda no es solo el objetivo del viaje, es la imagen simbólica de una novela en la que se ha de intuir entre las palabras el nudo de conflictos y pasiones que se desarrollan. Ligera como la seda, pero imposible de captar en toda su belleza si no estás dispuesto a disfrutar de algo tan etéreo, porque leer Seda con ojos escépticos se aproximaría mucho a estar cerca de la nada.
No
debía ser fácil allá por el
siglo XIX, época en la que transcurre la novela, abandonar todo
aquello que mantiene a una persona unida a sus raíces, en definitiva
a lo
que nos identifica y que resulta
consustancial a nuestra existencia. La fidelidad al
paisaje propio otorga la
seguridad de lo previsible, una cierta rutina disciplinada de quien
conoce lo que van a ir deparándole los días; pero hay quien siente
esta apacible rutina con inquietud, una oculta ansiedad que tal vez
no llegue a manifestarse. Hervé Joncour nunca sintió esa ansiedad,
nunca
hasta que asumió
el papel de un nuevo Marco Polo para conseguir la seda con
la que abastecer la industria de su pueblo.
Joncour
siente la extrañeza de lo desconocido pero desde que llega a Japón
queda deslumbrado, necesita volver una y otra vez atraído por una
mujer que le fascina, la concubina del poderoso personaje que ha de
proporcionarle los gusanos de seda. Estoy tentado de interpretar esta
fascinación como una versión sutil y elegante del orientalismo que
tan de moda se puso durante el XIX; o siguiendo la propia explicación
de Baricco, no es simple deseo o atracción amorosa, sino un conjunto
de pasiones a las que es difícil designar con un nombre exacto. Sin
duda el relato deja entrever esas pasiones que se nos antojan
volcánicas aunque apenas se revelen, pero me inclino por la
vertiente del viaje interior, la necesidad de resolver un desgarro
del alma que se siente insatisfecha. Es el ansia de conocimiento que
se produce con la conciencia de una vida que pasa “sin aliento ni
esperanza”. Hervé Joncour recuperará el equilibrio gracias a la
mujer que ha comprendido toda su turbulencia espiritual y física,
para acabar encontrando la paz -tal vez no del todo completa- en el
lugar al que pertenece.
Comentaba
Baricco en una entrevista que no escribiría sin pensar que va a
decir algo que nunca se dijo antes; creo que, en realidad, lo que
cuenta Baricco interesa por cómo lo dice, por esa capacidad para
crear un universo literario de exquisita belleza a través del
dominio del lenguaje. Apenas unos breves párrafos en cada capítulo
-el autor habla de una estructura musical, como una partitura- nos
van dejando captar gestos, actitudes, silencios que dibujan un relato
que acaba dejando un poso de emoción y tristeza.
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