Este
divertido, a veces terrible, libro de Azúa cuenta la historia de un
hombre que dedica su vida a una delirante investigación sobre el
contenido de la felicidad. Y las conclusiones están impregnadas de
ese pesimismo -que también es un poco postureo- propio de algunos
intelectuales de la Transición que desconfiaban de aventuras
utópicas y empezaron a entregarse a la serie de derrotas que
configuraron el sistema democrático. Cioran, Leopardi, referentes de
Azúa, Argullol o Savater -a quien se dedica esta historia de un
idiota-, nos enseñan que la desdicha es el destino del hombre libre,
al menos de aquellos que pretendan ser honestos y renuncien a
engañarse con falsas ilusiones. Confieso que me dejé seducir por
este elitismo autosatisfecho, hoy no puedo evitar desconfiar
profundamente de tan aniquiladoras disquisiciones.
Dicho
esto, yo me lo pasé muy bien leyendo esta insolente parodia,
metáfora de la condición de los españoles que aún no hemos salido
del asombro que nos produjo la gran farsa de la Transición y sus
promesas de libertad. Está magníficamente redactado, abundan las
frases brillantes, plenas de cinismo e ironía, y aunque insisto en
la sensación de pose marginal de escaso recorrido crítico, creo que
la propuesta de Azúa no es del todo desacertada: solo los idiotas
alardean de su felicidad, que es en realidad falsa; en un mundo a la
deriva solo cabe el lúcido pesimismo.
Merecen
algunas pequeñas consideraciones los diferentes episodios de esta
curiosa investigación. El inicio sugiere cierta relación con el
“Elogio de la locura”, aparenta la descripción irónica de la
idiotez contemporánea. Y para confirmar la idea de fábula
erasmiana, hay un pequeño homenaje picaresco con el primer bofetón
que recibe el protagonista en su más tierna infancia. Como
Lazarillo, el idiota toma conciencia respecto a lo que deberá ser su
actitud vital a partir de este primer encontronazo con una realidad
hostil. De aquí saca una lección provechosa que será su norma de
vida, la máscara de felicidad impostada que le asegura la
supervivencia. Asumida esta lección podrá salvar la dura prueba del
colegio religioso, masacrado -y con razón- por Azúa al considerarlo
culpable del asesinato programado de la individualidad: “Una
dictadura fascista y católica es la más rastrera y ruin de las
dictaduras”.
El
primer paso en la búsqueda de la felicidad es el compromiso
político, terreno abonado para una crítica descarnada dada la
discutible actuación de determinada progresía en esos años. En
realidad no estoy muy seguro de que la critica de Azúa, durante el
compromiso político de su personaje, sea la falta de conciencia de
clase del proletariado; se supone que el protagonista queda
desencantado al no encontrar auténtica solidaridad y camaradería
entre quienes deberían luchar contra un opresor común. En lugar de
eso solo encuentra pragmatismo y un materialismo miserable que
traicionará cualquier ideal a las primeras de cambio. En esta
desconfianza hacia la clase obrera reconozco una tendencia muy propia
de los tiempos de incertidumbre y desolación que siguieron a la
frustración postdemocrática. Aclaro la cuestión porque tiene mucho
que ver con el grupo de intelectuales que tienen afinidades electivas
con Azúa: sin capacidad ni interés para afrontar una situación que
reflejaba la continuidad institucional autoritaria y para entrar de
lleno en la necesaria crítica social y cultural, mentes tan
preclaras como Savater proponían un individualismo inspirado en
Cioran, con apariencia anarquizante pero profundamente reaccionario.
Y ciertamente también, inútil es recordarlo, la población empezaba
a resignarse a su suerte, abandonaba su compromiso ciudadano y se
disponía a soluciones individuales. Una vez más, la tradicional
despolitización y apatía, lograda por el franquismo a base de
represión y miedo, volvía a imponerse.
El
sexo y la búsqueda de la felicidad a través del amor supondrá un
nuevo fracaso, eso sí, tomado con el humor que recorre toda la obra.
El desamor se salda con un episodio que degenera en brutal parodia
cuando el idiota recibe la visita de un poeta -evidente sátira de
los Novísimos- que le comunica que le ha birlado la novia. La
escena adquiere un toque profundamente bufo y ridículo que disfraza
la realidad, esto es lo que iba notando conforme avanzaba en la
lectura: la realidad, bastante lamentable -como la de casi todos- se
disfraza con con un lenguaje irónico, con un disfraz de escepticismo
burlesco a modo de necesario apoyo para resistir los continuos
embates de la fortuna. O más bien, que la vida no es más que una
sucesión de fracasos y decepciones.
La
Historia de un idiota es considerablemente más corta que su
continuación, el “Diario de un hombre humillado”, tal vez por
eso es más contundente y precisa, incluso más divertida. Aunque
bajo la apariencia irónica y la burla continuada está la triste
realidad del protagonista, como muchos de sus contemporáneos,
acuciado por la soledad y la incomunicación.
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