Entre
los nombres perdidos de la literatura española me dí en tropezar,
por pura casualidad, con el de Alvaro Cunqueiro. Poco conocimiento
tenía yo de este escritor, al que en una primera aproximación
imaginaba como una especie de Wenceslao Fernández Florez, con
querencia por los mitos ancestrales de los gallegos y narrador de
historias en las que esperaba encontrar a la Santa Compaña y a
personajes similares al entrañable bandido Fendetestas.
El
caso es que debí haber sospechado de un galleguista conservador
devenido en falangista. Y no porque la ideología obligue a
desestimar de inmediato a un escritor -ahí está el caso de Celine-
sino porque esa resistencia a dejarse impregnar por la realidad
social de su época estaba más lejos de la “resistencia
silenciosa” de la que habla Javier Gracia que de la literatura
fascista que analiza Puértolas. El poder de sugestión que tiene una
crítica generosa hizo que cayera en la tentación de escoger estas
“Crónicas del Sochantre”, seguramente atraído por la promesa de
un lenguaje refinado, el talento narrativo y la capacidad evocadora
de una historia con intuiciones del realismo mágico.
A las veinte páginas ya estuve tentado de abandonar la lectura, el lenguaje utilizado -que unos admiran de manera incondicional y otros detestan también sin condiciones- me pareció no ya refinado sino decididamente viejo, fuera de tiempo, tan culto como irritante. Tampoco fui capaz de encontrar ese sentido del humor tan gallego, que existir, existe, pero será que mi visión mediterránea de la existencia es poco sensible a tales sutilezas. La novela consiste en una serie de historias contadas por difuntos, ajusticiados que han secuestrado a un sochantre para que amenice el entierro de uno de ellos con su bombardino -no sabía que era un sochantre, pero parece que se dedica a eso, a la música de Iglesia-. En la introducción, la picaresca y el aburrimiento se confunden más a menudo que lo sobrenatural y lo terrenal, aunque sospecho que era esto último lo que pretendía el autor. Y, a mi modesto entender, las primeras historias están narradas de una manera, digamos, discutible, o es que ya empezaba a cerrarme en banda.
Es
verdad que para leer a determinados autores hay que dejar la razón
en suspenso, entregarse sin prejuicios al mundo tan personal que te
propone la obra. Porque si mantenemos la razón alerta es bastante
probable que la evocación mítica se transforme en pesadez, la
invención en artefacto sin sentido y la melancolía en aburrimiento.
Tampoco
quiero ser tan drástico con don Alvaro. Al final casi te dejas
seducir por su mundo único y mágico, con una Bretaña que parece
Galicia, a pesar de los ecos de la Revolución y su guillotina. Las
historias se van poblando de infinidad de personajes que requieren
hasta un glosario -de útil consulta para no perderse-, son tipos
curiosos que medio disculpan el fárrago en el que queda convertido
el relato. No me ha llegado a interesar la escritura de Cunqueiro,
pero no niego ni originalidad a una narración que sabe fundir la
realidad con elementos fantásticos -antes del éxito del realismo
mágico latinoamericano-, ni la habilidad para asimilar la herencia
de una fecunda tradición de nuestra literatura, por mucho que la
circunstancias demandaran otro tipo de compromiso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario