domingo, 15 de febrero de 2015

Kanikosen, de Takiji Kobayashi: Hacia el infierno.


Kanikosen -El pesquero- es una novela brutal, tan brutal como la forma en la que fue asesinado su autor por los perros guardianes del régimen japonés, encaminado hacia la dictadura militar. Kobayashi, escritor comunista, participante activo en revueltas obreras y huelgas campesinas, fue encarcelado y torturado hasta la muerte por su compromiso político y su labor constante de lucha contra la injusticia social, aunque fue la descarnada denuncia del capitalismo que expone “Kanikosen” lo que desencadenó su última detención y el posterior asesinato.

El Japón contemporáneo tiene una historia difícil, de compleja adaptación a los parámetros occidentales frente a la resistencia de una tradición cuestionada desde la Revolución Meiji. Durante los años veinte el sistema parlamentario, con dos partidos a la inglesa, funcionaba con instituciones formalmente democráticas pero bajo la amenaza de un movimiento obrero muy activo y cada vez más poderoso. El régimen liberal nunca acabará de estabilizarse y cuando el poder militar, nunca del todo sometido al poder civil, vaya imponiendo sus criterios de ultranacionalismo imperialista, la represión desencadenada por gobiernos semifascistas laminará las organizaciones de clase. En este contexto de agitación nacionalista y de salvaje represión policial caerá Kobayashi, el más difundido de los escritores proletarios japoneses, recuperado por sucesivas y exitosas reediciones de su novela más conocida.

Kobayashi relata en “El pesquero” las circunstancias y los hechos que llevan a una huelga de trabajadores, con ciertas similitudes con la famosa sublevación del Potenkim, o como ha dicho algún crítico, la versión japonesa de “Las uvas de la ira”. En este caso no se trata de un buque de guerra sino de un simple barco de pesca, uno de los muchos cangrejeros que navegaban por las costas de Khamchatka, supuestamente protegidos por la Armada imperial para impedir ataques de los rusos. Sometidos a una explotación sin límites por el patrón, los marineros acabarán rebelándose impulsados por el ejemplo de sus camaradas soviéticos. No es difícil ver en el patrón, el capitán y los oficiales japoneses a los representantes del capitalismo más despiadado, agentes de la oligarquía japonesa que concentraba cada vez más riqueza a costa del trabajo casi esclavista de la clase obrera.

La descripción de las condiciones de vida en el barco es estremecedora, desde el primer momento sabemos, como afirman dos de los desgraciados que van a ser embarcados, que “vamos hacia el infierno”. Así es, la explotación de marineros y estudiantes reclutados para el trabajo, asemeja los castigos del más profundo de los círculos del infierno. No es la carne que ha de servir de alimento lo que provoca la rebelión proletaria, como en el Potemkin, son los propios trabajadores los que se pudren impregnados del jugo de los cangrejos y devorados por piojos y pulgas. La crudeza de las condiciones inhumanas que soporta la tripulación está narrada por Kobayashi con una agilidad y eficacia que hacen de Kanikosen una obra excepcional, un descubrimiento.

Es la novela de un joven escritor comunista, realizada hace ochenta años y que nos remite a pescadores de cangrejos en el mar de Ojotsk; ciertamente no parece que se den muchos motivos para que se convirtiera en un éxito editorial. Y sin embargo los hay, la situación actual de la clase obrera puede identificarse sin problemas con los marineros de Kanikosen; después de la terrible crisis económica somos todos precarios, es la exigencia para mantener las tasas de crecimiento de un capitalismo cada vez más desregulado. El modelo neoliberal se ha empleado con dedicación al desmantelamiento de la cosa pública -en todos sus sentidos- y es, por tanto, el gran enemigo de cualquiera que pretenda un mundo más justo y respirable. Ante esta situación los grandes perdedores han mostrado hasta ahora una muy escasa capacidad de respuesta, como si la fragmentación social del antiguo proletariado impidiera reconocernos como clase para crear nuevos vínculos de solidaridad. Kanikosen muestra la necesidad de asaltar los cielos tras un proceso de concienciación, aunque la lucha solo sirva para recuperar un poco de lo que nos han robado.


sábado, 31 de enero de 2015

"Violetas de marzo", Phillip Kerr: Spade en Berlín


Sin caer en la exageración, las novelas de Phillip Kerr, la famosa trilogía de Berlín y las demás secuelas protagonizadas por el detective Bernie Gunther, son una fuente de conocimientos nada despreciable sobre la Alemania nazi. Es innegable que el ambiente turbio, con el miedo impregnando toda la sociedad, la corrupción y el delirio racista están reflejados en estos relatos, y ello a pesar de que, al menos las primeras novelas de la serie, me parecen más un homenaje del autor escocés a los clásicos americanos del género. Me sorprende, seguramente tiene que ver con ciertos clichés adquiridos sobre los alemanes, que un detective de esta nacionalidad sea tan cínico y posea un humor tan caústico, mucho más propio de personajes acostumbrados a los barrios bajos de alguna ciudad norteamericana sometida a la ley seca y rodeada de gangsters con apellido italiano. Aquí los gangsters están en el gobierno y lanzan discursos muy apropiados para que Chaplin los ridiculice.... si no fuera porque, poca broma con esto, condujeron a una guerra y al exterminio de millones de personas. En todo caso, Gunther es un hallazgo y merece un puesto importante entre los grandes detectives de la novela negra.


Los diálogos, muy trabajados -tal vez un poco artificiales en su intento de imitar los modelos hammetianos- y la personalidad del detective, un verdadero antiheroe de la estirpe de Sam Spade, son algunos de los puntos fuertes de la novela. No dejo de observar, a pesar de la contextualización tan clara, ciertos elementos que me parecen relevantes en cuestiones de actualidad, incluso de la propia actualidad española. Véanse por ejemplo los comentarios de Gunther sobre la molestia de la memoria histórica, o la referencia a la corrupción generalizada en un régimen dictatorial.

Cierto es que el conjunto funciona, tan cierto como que los materiales utilizados por Kerr proceden, como digo, de las fuentes de la novela negra: desde el dectective socarrón y cínico, sacado de los barrios bajos de Los Angeles, hasta el policía cabrón, la rubia despampanante o el rico degenerado que contrata los servicios del detective para solucionar un sucio asunto. En realidad es una trasposición casi total del universo hammettiano a un escenario algo más insólito. Hay un episodio, en la segunda mitad de la novela, que es muy significativo: Cuando Gunther se entrevista con Goering -magnífica la puesta en escena- resulta que el jerarca nazi es un gran admirador de la novela negra norteamericana. Entonces le pregunta a Gunther -el episodio se repetirá con Heyndrich- si ha leído "Cosecha roja", a lo que Bernie responde que no, que no tiene tiempo de leer esas cosas. Vamos, que Goering identifica al detective privado con Spade, Bernie niega conocer al antihéroe hammettiano y Kerr nos hace un guiño, porque en realidad.... Gunther es Spade.

Hay varias ideas interesantes sobre el régimen nazi, como la posibilidad abierta de colaboración entre las organizaciones mafiosas y el propio régimen. En principio un régimen totalitario elimina cualquier tipo de poder paralelo porque es el propio sistema el que ejerce como organización mafiosa que no admite competencia. Algo de eso también dice Kerr, sin embargo plantea que el anterior entramado gangsteril de la República de Weimar pasa a ser una organización subsidiaria del aparato de poder nazi, transformando tal entramado en supuestas organizaciones afines al partido. Como en el brechtiano Arturo Ui, nazismo y mafia financiera se unen mediante un sistema corrupto para que el gran capital pueda seguir acumulando poder.
 
La parte final de la novela es espléndida, sobre todo el episodio que se desarrolla en el campo de concentración, con elementos que parecen sacados de las descripciones de Primo Levi en Si esto es un hombre. Es en esta parte final de la obra cuando observamos la definitiva evolución del detective cínico y adaptable, que desprecia el nazismo pero que, tal vez, no era del todo consciente del nivel de degradación de la sociedad alemana y de la terrible opresión totalitaria que ejercía el régimen.

sábado, 10 de enero de 2015

"Historia de un idiota contada por él mismo", de Félix de Azúa.

Este divertido, a veces terrible, libro de Azúa cuenta la historia de un hombre que dedica su vida a una delirante investigación sobre el contenido de la felicidad. Y las conclusiones están impregnadas de ese pesimismo -que también es un poco postureo- propio de algunos intelectuales de la Transición que desconfiaban de aventuras utópicas y empezaron a entregarse a la serie de derrotas que configuraron el sistema democrático. Cioran, Leopardi, referentes de Azúa, Argullol o Savater -a quien se dedica esta historia de un idiota-, nos enseñan que la desdicha es el destino del hombre libre, al menos de aquellos que pretendan ser honestos y renuncien a engañarse con falsas ilusiones. Confieso que me dejé seducir por este elitismo autosatisfecho, hoy no puedo evitar desconfiar profundamente de tan aniquiladoras disquisiciones.
Dicho esto, yo me lo pasé muy bien leyendo esta insolente parodia, metáfora de la condición de los españoles que aún no hemos salido del asombro que nos produjo la gran farsa de la Transición y sus promesas de libertad. Está magníficamente redactado, abundan las frases brillantes, plenas de cinismo e ironía, y aunque insisto en la sensación de pose marginal de escaso recorrido crítico, creo que la propuesta de Azúa no es del todo desacertada: solo los idiotas alardean de su felicidad, que es en realidad falsa; en un mundo a la deriva solo cabe el lúcido pesimismo.

Merecen algunas pequeñas consideraciones los diferentes episodios de esta curiosa investigación. El inicio sugiere cierta relación con el “Elogio de la locura”, aparenta la descripción irónica de la idiotez contemporánea. Y para confirmar la idea de fábula erasmiana, hay un pequeño homenaje picaresco con el primer bofetón que recibe el protagonista en su más tierna infancia. Como Lazarillo, el idiota toma conciencia respecto a lo que deberá ser su actitud vital a partir de este primer encontronazo con una realidad hostil. De aquí saca una lección provechosa que será su norma de vida, la máscara de felicidad impostada que le asegura la supervivencia. Asumida esta lección podrá salvar la dura prueba del colegio religioso, masacrado -y con razón- por Azúa al considerarlo culpable del asesinato programado de la individualidad: “Una dictadura fascista y católica es la más rastrera y ruin de las dictaduras”.
El primer paso en la búsqueda de la felicidad es el compromiso político, terreno abonado para una crítica descarnada dada la discutible actuación de determinada progresía en esos años. En realidad no estoy muy seguro de que la critica de Azúa, durante el compromiso político de su personaje, sea la falta de conciencia de clase del proletariado; se supone que el protagonista queda desencantado al no encontrar auténtica solidaridad y camaradería entre quienes deberían luchar contra un opresor común. En lugar de eso solo encuentra pragmatismo y un materialismo miserable que traicionará cualquier ideal a las primeras de cambio. En esta desconfianza hacia la clase obrera reconozco una tendencia muy propia de los tiempos de incertidumbre y desolación que siguieron a la frustración postdemocrática. Aclaro la cuestión porque tiene mucho que ver con el grupo de intelectuales que tienen afinidades electivas con Azúa: sin capacidad ni interés para afrontar una situación que reflejaba la continuidad institucional autoritaria y para entrar de lleno en la necesaria crítica social y cultural, mentes tan preclaras como Savater proponían un individualismo inspirado en Cioran, con apariencia anarquizante pero profundamente reaccionario. Y ciertamente también, inútil es recordarlo, la población empezaba a resignarse a su suerte, abandonaba su compromiso ciudadano y se disponía a soluciones individuales. Una vez más, la tradicional despolitización y apatía, lograda por el franquismo a base de represión y miedo, volvía a imponerse.
El sexo y la búsqueda de la felicidad a través del amor supondrá un nuevo fracaso, eso sí, tomado con el humor que recorre toda la obra. El desamor se salda con un episodio que degenera en brutal parodia cuando el idiota recibe la visita de un poeta -evidente sátira de los Novísimos- que le comunica que le ha birlado la novia. La escena adquiere un toque profundamente bufo y ridículo que disfraza la realidad, esto es lo que iba notando conforme avanzaba en la lectura: la realidad, bastante lamentable -como la de casi todos- se disfraza con con un lenguaje irónico, con un disfraz de escepticismo burlesco a modo de necesario apoyo para resistir los continuos embates de la fortuna. O más bien, que la vida no es más que una sucesión de fracasos y decepciones.
 
La Historia de un idiota es considerablemente más corta que su continuación, el “Diario de un hombre humillado”, tal vez por eso es más contundente y precisa, incluso más divertida. Aunque bajo la apariencia irónica y la burla continuada está la triste realidad del protagonista, como muchos de sus contemporáneos, acuciado por la soledad y la incomunicación.
 
 
 


jueves, 1 de enero de 2015

"Las crónicas del Sochantre", de Alvaro Cunqueiro.

Entre los nombres perdidos de la literatura española me dí en tropezar, por pura casualidad, con el de Alvaro Cunqueiro. Poco conocimiento tenía yo de este escritor, al que en una primera aproximación imaginaba como una especie de Wenceslao Fernández Florez, con querencia por los mitos ancestrales de los gallegos y narrador de historias en las que esperaba encontrar a la Santa Compaña y a personajes similares al entrañable bandido Fendetestas.


El caso es que debí haber sospechado de un galleguista conservador devenido en falangista. Y no porque la ideología obligue a desestimar de inmediato a un escritor -ahí está el caso de Celine- sino porque esa resistencia a dejarse impregnar por la realidad social de su época estaba más lejos de la “resistencia silenciosa” de la que habla Javier Gracia que de la literatura fascista que analiza Puértolas. El poder de sugestión que tiene una crítica generosa hizo que cayera en la tentación de escoger estas “Crónicas del Sochantre”, seguramente atraído por la promesa de un lenguaje refinado, el talento narrativo y la capacidad evocadora de una historia con intuiciones del realismo mágico.
A las veinte páginas ya estuve tentado de abandonar la lectura, el lenguaje utilizado -que unos admiran de manera incondicional y otros detestan también sin condiciones- me pareció no ya refinado sino decididamente viejo, fuera de tiempo, tan culto como irritante. Tampoco fui capaz de encontrar ese sentido del humor tan gallego, que existir, existe, pero será que mi visión mediterránea de la existencia es poco sensible a tales sutilezas. La novela consiste en una serie de historias contadas por difuntos, ajusticiados que han secuestrado a un sochantre para que amenice el entierro de uno de ellos con su bombardino -no sabía que era un sochantre, pero parece que se dedica a eso, a la música de Iglesia-. En la introducción, la picaresca y el aburrimiento se confunden más a menudo que lo sobrenatural y lo terrenal, aunque sospecho que era esto último lo que pretendía el autor. Y, a mi modesto entender, las primeras historias están narradas de una manera, digamos, discutible, o es que ya empezaba a cerrarme en banda.
 
Es verdad que para leer a determinados autores hay que dejar la razón en suspenso, entregarse sin prejuicios al mundo tan personal que te propone la obra. Porque si mantenemos la razón alerta es bastante probable que la evocación mítica se transforme en pesadez, la invención en artefacto sin sentido y la melancolía en aburrimiento.
 
Tampoco quiero ser tan drástico con don Alvaro. Al final casi te dejas seducir por su mundo único y mágico, con una Bretaña que parece Galicia, a pesar de los ecos de la Revolución y su guillotina. Las historias se van poblando de infinidad de personajes que requieren hasta un glosario -de útil consulta para no perderse-, son tipos curiosos que medio disculpan el fárrago en el que queda convertido el relato. No me ha llegado a interesar la escritura de Cunqueiro, pero no niego ni originalidad a una narración que sabe fundir la realidad con elementos fantásticos -antes del éxito del realismo mágico latinoamericano-, ni la habilidad para asimilar la herencia de una fecunda tradición de nuestra literatura, por mucho que la circunstancias demandaran otro tipo de compromiso.
 


viernes, 26 de diciembre de 2014

"Muerte accidental de un anarquista", de Darío Fo.

De nuevo a vueltas con el asunto del Nobel. En 1997 la Academia Sueca decidió encumbrar al más polémico y discutido de los escritores italianos, Darío Fo. Tal vez fuera el cupo que se reservan en tan distinguida institución para premiar a los autores transgresores e iconoclastas, con el riesgo -calculado- de que pudieran hacer una pedorreta al galardón. No se dio esta vez el caso, aunque el peculiarísimo discurso que el sorprendente ganador soltó como agradecimiento fue todo un alegato contra la injusticia y la manipulación de la democracia. Reconozcamos que esto pudo resultar un poco molesto cuando lo que esperas es que el protagonista esté en su papel y no provoque demasiados sobresaltos.

Y lo cierto es que Darío Fo ya no es el mismo personaje subversivo e incendiario de sus inicios, ha evolucionado hacia posiciones discutibles, por ejemplo el apoyo al extraño Movimiento Cinco Estrellas de su amigo Beppe Grillo. Pero lo que es innegable es que su obra escénica, ignorada hasta hace muy poco por los manuales de literatura, ha defendido siempre a los más desfavorecidos y representa una decidida denuncia contra los abusos de poder. La pieza más conocida y representada es “Muerte accidental de un anarquista”, divertidísima sátira basada en un hecho real no tan divertido: el asesinato por parte de la policía italiana de un anarquista, Pinelli, acusado de terrorismo.

La obra responde a un contexto histórico muy concreto, la estrategia por parte del Estado italiano, en manos de la Democracia Cristiana -estamos a principios de los setenta-, de generar una clima de caos que permitiera la represión del movimiento obrero. La llamada “estrategia de la tensión” es, en origen, una táctica de los grupos neofascistas cuyo objetivo era destruir las instituciones democráticas; para ello se desestabilizaba mediante el terrorismo la vida política del país, provocando desorden y magnificando la conflictividad social. Creado el ambiente de inseguridad, el siguiente paso es la apelación al Ejército para que restablezca el orden mediante un golpe de Estado y la inevitable dictadura. En Italia, las escuadrillas del neofascismo y la extrema izquierda fueron instrumentalizadas por los servicios secretos del Estado para cometer atentados. Se pretendía generar la sensación de una amenaza involucionista que permitiera frenar el avance del fascismo y controlar el auge del movimiento obrero. Con la colaboración del poder judicial, y bajo órdenes directas del gobierno, la policía cometió numerosos abusos contra elementos calificados como subversivos. Era el más puro terrorismo de Estado.

Para denunciar esta situación, el autor utiliza un humor corrosivo que pone en evidencia las tácticas fascistas de la policía y la manipulación periodística al servicio del poder. El mensaje contra la represión política y la sinrazón de Estado es demoledor, pero la ironía y la extraordinaria comicidad del desarrollo han permitido, incluso, que la obra funcione sin el mensaje político. Tal que así ocurrió en ciertas adaptaciones realizadas en los Estados Unidos, que despojaban al texto de las connotaciones más comprometedoras.
Todos los personajes sirven perfectamente tanto al objetivo general de la denuncia como al elemento bufonesco y cómico, sobre todo con el genial hallazgo del loco socrático, auténtico eje de la obra que va sacando a la luz todas las miserias del sistema desconcertando al resto de personajes. El loco, adoptando diferentes y disparatadas personalidades, consigue que los culpables confiesen los hechos tal y como en realidad ocurrieron, sorprendiendo una y otra vez las incongruencias y contradicciones de la “versión oficial”. Las libertades y garantías democráticas, teóricamente aseguradas en un Estado de derecho, están en realidad seriamente vulneradas y el espectador acaba siendo consciente de que la democracia no es en el fondo más que un simulacro.
El texto es de 1970, las tácticas del poder para someter a los ciudadanos pueden haber cambiado, o simplemente se han adaptado a los tiempos, pero las ideas que defendía entonces Darío Fo siguen siendo actualísimas. Y, por desgracia, también lo son las violaciones de los derechos humanos, la tentación dictatorial en gobiernos que se presumen democráticos y, por qué no decirlo, determinados diagnósticos en los que quedamos retratados:
Mire, al ciudadano de a pie no le interesa que la mierda desaparezca, le basta con que se denuncie, estalle el escándalo y se pueda comentar. Para él, esa es la verdadera libertad y el mejor de los mundos, ¡aleluya!”
 


miércoles, 24 de diciembre de 2014

"La guerra de los mundos": Darwinismo social.

En varias ocasiones nos hemos planteado entrar en materia con obras de H.G.Wells, sin decidirnos nunca por una u otra razón. Y ello a pesar de que dedicamos toda una tertulia a hablar de viajes en el tiempo a partir de historias que ofrecían diversas opciones, desde los mundos paralelos a los bucles temporales, pasando por el círculo perfecto de un destino contra el que no se puede luchar. Ni siquiera entonces hablamos de la estupenda metáfora que diseñó Wells sobre la lucha de clases en “La máquina del tiempo”, relato mucho menos preocupado por la posibilidad física del viaje que por la crítica social contra un presente demasiado incierto. Para solucionar este inaceptable olvido he escogido una de las obras más conocidas y difundidas del autor inglés, “La guerra de los mundos”, novela de su primera fase creativa, la que convierte a Wells en uno de los grandes maestros de la ciencia ficción precisamente porque logró superar los límites del género.
El contexto que provoca la impactante parábola de “La guerra de los mundos” es el imperialismo, cuando las potencias europeas están lanzadas a la conquista de los territorios africanos o asiáticos que todavía escapan a su control. Apoyados en la superioridad técnica derivada de la Segunda Revolución industrial, y mientras en Europa se dejan sentir los efectos del crecimiento demográfico y las fuertes desigualdades sociales, los gobiernos occidentales hacen buenas las teorías de Lord Salisbury: solo las naciones capaces de conquistar y engrandecer su territorio podían considerarse pujantes y vivas, el resto eran Estados moribundos destinados a un papel secundario en el concierto internacional. La carrera por obtener mercados y recursos iba enrareciendo las relaciones entre países, al tiempo que quedaba demostrado que el crecimiento económico estaba lejos de plasmarse en una sociedad igualitaria o más justa.
Wells era una de esas personalidades sensibles y especialmente lúcidas ante lo que otros no querían ver. Consciente del peligroso entramado internacional que se estaba conformando y activista radical de los derechos de los más desfavorecidos, reaccionó con su obra en defensa de la justicia social denunciando el salvaje neodarwinismo que se había apoderado de las relaciones internacionales.
Sin embargo, “La guerra de los mundos” ha rebasado el papel de crítica social para convertirse en un relato que conmocionó por su realismo a generaciones de lectores y, no lo olvidemos, de oyentes radiofónicos. En la novela de Wells están los elementos básicos de una crónica que crece en tensión y que deriva desde la primera sorpresa y confianza hasta la desesperación más absoluta. La perplejidad de los confiados ingleses que ven caer extraños objetos, la incapacidad para entender lo que estaba ocurriendo, fue aprovechada magistralmente por Orson Welles en su famosísima emisión de radio de los años treinta -momento muy propicio para que el miedo se apoderase de los radioescuchas-, que supo manipular con habilidad el relato para perturbar al americano medio en plena depresión. La crítica a la destrucción causada por el mundo “civilizado” y al genocidio de las llamadas “razas inferiores”, se transformaba en un miedo incontrolable ante lo desconocido, ante la posibilidad de que la humanidad pudiera ser aniquilada por mentes mucho más poderosas y avanzadas.
La abrumadora superioridad de los invasores de otro mundo relativizaba el orgullo de Occidente y ponía en cuestión todos los argumentos hipócritas y falaces que justificaban el imperialismo. Al final, derrotados y humillados, los terrícolas se salvan de la esclavitud o la definitiva desaparición gracias a la incapacidad de los marcianos para acostumbrarse a los microorganismos de la Tierra: los seres más ínfimos serán quienes acaben con el peligro volviendo a relativizar superioridades técnicas o raciales.
En fin, que si Jules Verne es un precursor en muchos de los avances que la ciencia y la técnica moderna harían realidad, Wells responde, también por medio de la literatura, a las nefastas consecuencias que el mal uso de la técnica estaba provocando. De nuevo nos encontramos el pesimismo del ilustrado consciente de que no era este el camino para conseguir una sociedad mejor y más solidaria. Como escribió el propio Wells en uno de sus mejores relatos, vivimos en “el país de los ciegos”.
 

 
 
 
 
 
 
 

viernes, 5 de diciembre de 2014

Short cuts, de Raymond Carver: Vidas cruzadas.

Cuando empecé a leer Short cuts la primera impresión fue que entraba en un terreno que conocía. No es que ya hubiera leído a Carver, se trataba más bien de los ambientes y personajes de estas historias que no me eran en absoluto ajenos. Es fácil de explicar, cada vez me interesa más la pintura de Hopper, tengo recientes las descripciones de Bruce Begout sobre las banalidades del sueño americano y los cuentos de Cheever, que conozco en parte también gracias al cine, están necesariamente emparentados con Carver. Todos ellos me han proporcionado una imagen de los norteamericanos y de su amado país que dista mucho de la luminosidad y el entusiasmo que nos han transmitido durante años.
Dado que la obra elegida es una selección que serviría de argumento para una película, tal vez convenga empezar por el film rodado por Altman. Sin duda es Carver lo que estamos viendo, en absoluto podría hablar de traición al espíritu de sus relatos; pese a ello hay una diferencia que me distancia de la película y me sitúa más próximo a la letra impresa. Altman convierte las inquietantes sugerencias de Carver en múltiples líneas narrativas que se cruzan, se separan y se vuelven a encontrar movidas por el azar, o la necesidad impuesta por el propio director. Los cuentos de Carver muestran la anodina intimidad de un matrimonio a punto de saltar por los aires, intuyendo solo la gravedad de los problemas que les afectan; sin embargo, la película de Altman me recordaba un tipo de literatura mucho más débil, con historias alargadas hasta la intrascendencia.
Si la propuesta fílmica nos deja algunas dudas sobre la relación con el sentido de los relatos, los cuadros de Hopper parecen conectados con ese universo de intimidad desolada, de personajes resignados e incapaces de cualquier comunicación. En ambos artistas encontramos la misma sensación de melancolía, la soledad casi metafísica que refleja una sociedad cuyo individualismo es profundamente empobrecedor. Igual que en las pinturas de Hopper, hay algo en los relatos de Carver que conmueve e inquieta; no es tanto una amenaza como la incapacidad para escapar a un destino sin esperanza. En Hopper vemos individuos cuya soledad adquiere un carácter único; los personajes de Carver son gente vulgar y corriente que se convierte, en un momento determinado, en algo extraordinario que ya no puedes olvidar.

John Cheever, el autor de “El nadador”, es otro de esos magníficos especialistas en el relato corto que disecciona la clase media norteamericana. Sus historias reflejan un similar hastío y soledad, la monotonía y la desesperación de la que nacen psicópatas con afán de notoriedad capaces de provocar una explosión de violencia brutal surgida de la cotidianeidad. Carver y Cheever retratan el individualismo que desestructura cualquier vínculo social solidario o enriquecedor. Sin duda es este individualismo el pilar de su modo de vida, pero acaba siendo el cáncer de los vínculos de cohesión social.
Creo que Carver es aún más contundente, por su lenguaje seco y preciso, con sus historias tan diáfanas y a la vez tan elusivas, de una cotidianeidad insoportable. Hay una constante sensación de amenaza que te hace sospechar un final trágico y apenas sin más opción que la derrota asumida con dignidad. Estas narraciones escuetas y fugaces, como fragmentos de una vida, son el perfecto reflejo de las sociedades actuales en las que parece no quedar espacio ni tema para los grandes relatos. Algo parecido se dijo en nuestra tertulia a propósito de la narrativa de Carver, exponente de que la epopeya novelística del siglo XIX está ya obsoleta, prueba de que los personajes de Dostoievsky, Balzac o Galdós han dejado paso a individuos mucho más vulgares y con historias mínimas. Pues bien, sospecho que hay un error de perspectiva; es difícil encontrar en la decadente sociedad norteamericana héroes capaces de abrirse paso a dentelladas para sobrevivir, pero si observamos en nuestras fronteras, allá donde muchos sitúan las barreras de su conciencia, encontramos que en nada se diferencian de los poderosos personajes decimonónicos esos emigrantes subsaharianos que emprenden su particular odisea huyendo del hambre y la destrucción.  Posiblemente será ésta la epopeya que se contará en el futuro.