


Es posible que me deje llevar por la admiración que profeso hacia un personaje que se metió en todos aquellos asuntos de la vida pública en los que estaba en juego la dignidad y la justicia. Sciascia fue algo así como el referente moral de los italianos y su compromiso político, inequívocamente de izquierdas pero de radical independencia, plasmó una rebeldía incansable contra el poder y sus máscaras. Su lucha fue contra el fascismo, un fascismo que adquirió formas nuevas, como en "El gatopardo", pero perpetuado en las estructuras de un país que nunca acaba de sacudírselo: "Reconozco el fascismo en cualquier sitio. El fascismo no ha muerto...siento un gran deseo de combatir, de comprometerme cada vez más, de ser siempre decidido e intransigente, de mantener una actitud polémica con respecto a cualquier poder".
Por si fuera poco soy un aficionado a la novela policiaca, a los grandes clásicos del género negro, los Hammett, Chandler, Thompson o Goodis, cuyas obras parecen adquirir un nuevo valor después de que el prestigio de Sciascia permitiera reconsiderar esta literatura. No hacía falta, pero es cierto que este género siempre fue poco apreciado, a lo mejor por aquello que dijo Borges: “le faltaba la suficiente dosis de aburrimiento como para gustar a los críticos”.
La novela negra no está protagonizada por valerosos justicieros, no hay héroes sino profesionales más bien cínicos y en los límites de la legalidad que dan cuenta de la degradación y el fracaso de una sociedad. Los protagonistas de Sciascia, tal vez menos relevantes que los antihéroes de Hammet o Chandler, son también escépticos, la cualidad más importante que un racionalista ilustrado como Sciascia puede esgrimir contra el fanatismo.
“El caballero y la muerte”, escrita en el último periodo de su vida, está protagonizada por uno de esos personajes que no se resignan a la tranquilidad del desconocimiento, que no renuncian a descubrir la verdad. El Vice, como el propio Sciascia, se encuentra a las puertas de la muerte, ya ha perdido toda esperanza, lo único que le queda es la salvación por el conocimiento, mirar a la muerte con el mismo orgullo que muestra el caballero del grabado. La rebeldía es la misma que cuando pensaba que “el mundo podía cambiar de base” pero ahora ya no hay razones para la esperanza; el caballero mide sus fuerzas contra poderosos enemigos en lucha desigual y sabe que será derrotado. Nada va a cambiar, el Caballero avanza solo, con coraje incomprensible para los que tiemblan, avanza, según el hermoso texto de Jean Cau, hacia la nada: “Estoy más pesimista que nunca, o tan pesimista como siempre, porque no queda razón alguna para el optimismo”.
Otro gran escritor italiano, Alberto Moravia, no acababa de creerse ese postrero pesimismo de Sciascia: el que sigue escribiendo está dando muestras de ser un incorregible optimista, es alguien que piensa que las cosas todavía pueden cambiar. Un pesimista hubiera renunciado a la escritura, hubiera dejado que la mentira siguiera prosperando, nos habría evitado ese molesto centinela que denunciaba el fascismo que dirige nuestras vidas.
Puedo entender alguna de las críticas que se hicieron durante la tertulia, básicamente que el valor literario de la obra está claramente por debajo del contenido político o de la crítica social. Es evidente que Sciascia no es Balzac o Proust, pero no veo por qué el laconismo o la economía de medios, propios de la mejor novela negra, deban estar reñidos con la calidad literaria. Además, a Sciascia hay que leerlo con cuidado, madurando cada una de sus frases, de sus reflexiones sobre el poder, el dolor y la muerte. Nada hay tan peligroso como bajar la guardia, demasiado a menudo acabamos aceptando los hechos como inevitables: leer a Sciascia nos recuerda que la libertad no se regala, se conquista día a día.