sábado, 22 de diciembre de 2012

El emperador filósofo. "Meditaciones" de Marco Aurelio.


Hablar de los estoicos es referirse a la crisis de la polis, el final de un modo  de vida en el que el individuo se sentía inmerso en una comunidad, marco indispensable para su desarrollo personal. El desarraigo traerá como consecuencia la reivindicación del mundo entero como patria -el cosmopolitismo estoico- y la creencia de que la felicidad individual ya no tiene que coincidir necesariamente con el bien del Estado. El filósofo helenístico asume que lo único que nos queda es la salvación individual y su dedicación será la búsqueda de soluciones que comprometen a cada uno en particular.


Es lógico que en épocas de desesperanza, cuando la utopía parece que ya no es posible, nos volvamos hacia estas filosofías de fuerte contenido ético que nos ayudan a encontrar nuestro lugar en un mundo que empieza a parecernos tan ajeno como caótico. Desde cierto punto de vista es el resultado del cansancio, de la conciencia de nuestra soledad fundamental, pero esta deriva hacia una ideología de resignación y conformismo puede también interpretarse como una mentalidad, diseñada por las clases dominantes, para desactivar cualquier tipo de rebelión contra el poder. No afirmo que Séneca o Marco Aurelio estuvieran tramando la sumisión del pueblo romano durante unos cuantos siglos más, pero es evidente que la aceptación del estoicismo como ideología legitimaba la obediencia de las masas explotadas


 
En dos obras excelentes dedicadas a la relación entre ideología e historia, Gonzalo Puente Ojea analiza la evolución conservadora del cristianismo y el conformismo político que subyace en la filosofía estoica. Marco Aurelio representaría la culminación de un pensamiento paralelo a la creciente fatiga espiritual del Imperio y a la impotencia para modelar la vida social según la regla de oro estoica: vivir conforme a la naturaleza. El estoicismo romano carece incluso de la protesta contra los usos y normas sociales que impregnaba al estoicismo griego; ahora el estoico se siente vinculado al destino político de la pax romana, por eso no lleva su moral de repliegue interior a sus últimas consecuencias. La defensa del ideal de Roma, los deberes ineludibles que le impone el cargo y que Marco Aurelio asume como su destino personal, se traduce en quietismo político.
 
 
Asumo y acepto esta interpretación, lo que pasa es que a veces Puente Ojea es demasiado dogmático y parece no interesarle tanto el personaje como su ubicación en un determinado contexto ideológico. A mí, desde que leí las “Meditaciones”,  Marco Aurelio  me parece, como escribió Taine, “el alma más noble que haya existido”. Si hubiera sido simplemente un intelectual su caso no interesaría tanto, sin embargo era un emperador que se pasó la vida guerreando sin vocación guerrera, que legisló y mejoró el imperio, no por ambición sino porque consideraba que cada uno debe cumplir dignamente con el papel que le ha tocado en suerte: “Muchas veces comete injusticia el que nada hace, no solo el que hace algo”. Comparándolo con Séneca, aquel que dijo “Haz lo que yo diga y no lo que yo haga”, Marco Aurelio dio fe de su filosofía con dignidad y hechos, no se limitó a palabras. En su labor política es heredero de la tradición republicana, esforzándose por mantener ese ideal en todos los dominios. Sus medidas de gobierno son admirables, muchas de sus leyes fueron para mejorar la condición de la mujer y el esclavo, adaptó las instituciones y se esforzó por evitar los abusos del régimen imperial. En la práctica hizo posible esa constitución mixta de la que hablaban Polibio y Cicerón, aunque acabara demostrándose que el equilibrio era ilusorio y bastó que cambiara el príncipe para que todo se viniera abajo. En realidad ya lo había anunciado en sus Meditaciones, “No sueñes con la utopía de Platón, será suficiente algún pequeño paso adelante”. Solo el presente importa, lo demás es opinión y desvarío.
 
 
 
 
Uno de los aspectos más discutibles en quien defendía principios tan humanitarios es la persecución implacable contra los cristianos. En principio no hace falta ser cristiano para proclamar la igualdad innata de todos los hombres y, la verdad, nadie lo afirmó mejor que Marco Aurelio. Así que no confundamos el paganismo con la violencia dogmática de la que acusa el cristianismo a todos los que se opusieron a la difusión de sus doctrinas, las cuales, no lo olvidemos, resultaban aberrantes e inhumanas para la mayoría de intelectuales paganos. Sin embargo, Marco Aurelio entendía que todos los ciudadanos tenían un deber hacia el Estado que casaba mal con la actuación política de los galileos. Nada más lejano de la confianza en la propia conciencia que la fe dogmática y las creencias reveladas, nada más ilusorio que la promesa de una vida futura: al estoico no le queda otra satisfacción que cumplir con su ética autónoma, en armonía con el cosmos y la naturaleza. Frente a la actitud, tan valiente como fanática, de los mártires cristianos, el estoico solo ofrece su autarquía apática, inquebrantable ante los golpes de la fortuna, un ideal digno pero aristocrático, egoísta y frío. En una “época de angustia”, el ideal del sabio estoico tenía la partida perdida frente a las promesas de salvación ofrecidas por los cristianos.
 
 
Hay pocas cosas tan odiosas como un “convencido”, un fanático que avanza con la seguridad del que posee la “verdad” aplastando todo aquello que se le oponga. Decía Cioran que cuando no sabía a quien detestar abría las Epístolas de San Pablo para tranquilizarse. El delicado que razona no puede medirse con el bruto que reza y sucumbirá al primer asalto, por eso nadie predica en nombre de Marco Aurelio, porque carecía de “esperanza”, tal vez la Razón divina está atenta al bien del conjunto pero no se hacía ilusiones sobre el futuro del individuo: “Próximo está tu olvido de todo, próximo también el olvido de todo respecto a ti”. Trató de aferrarse a una explicación del mundo que le permitiera vivir con dignidad frente al azar absurdo, pero no puedo evitar una impresión que todavía lo hace más grande a mis ojos. En sus soliloquios repite las cosas una y otra vez, como si no acabara de convencerse, hay un escepticismo latente que le da a sus pensamientos un tono dramático. Lo intenta, trata de resignarse, de despreciar el mundo y la carne, de cumplir con su deber, pero sabemos que nunca pudo alcanzar esa apatía inhumana del sabio estoico.
 
 

 

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Lo Kafkiano.


1. Estoy convencido de que cuando Kafka escribe “La metamorfosis”, más que un temor metafísico, un dolor insondable provocado por la incomprensión o el sentimiento de insignificancia ante un padre autoritario, lo que de verdad le ponía de mala baba y le hacía compararse con un insecto era la obligación de trabajar sin descanso en una oficina de seguros, en un entramado burocrático alienante y sin sentido. Siempre pensé que un trabajo así me volvería loco o me llevaría directamente al suicidio.

Sin embargo no hace falta ser un burócrata encerrado en un despacho para sentirse como un insecto, nos pasa a cualquiera. A veces a uno le desbordan los acontecimientos, nos vemos incapaces de afrontar las funciones que nos están encomendadas o las tareas que debemos desempeñar cada día. Es debilidad, falta de cálculo al plantear expectativas por encima de las que podemos alcanzar. Entonces se percibe la suprema fragilidad, la derrota a la que estamos condenados en un momento u otro. Te miras al espejo y ves un miserable insecto.
 
 

2. Escribió Kafka en “La condena” que “nada se afirma con tanta rapidez en la mente como un sentimiento de culpa sin fundamento”. Me ha acompañado siempre la sensación de que soy culpable de algo, sin una causa determinada, sin saber exactamente por qué. Es el absurdo heredado de una educación judeo-cristiana que asesina los instintos de vida para hacerte sentir que tu relación con el mundo es siempre conflictiva, que estás de prestado y vigilado minuciosamente. Eres culpable por no llegar a tiempo a clase, por no saludar al amigo imbécil de tus padres, por no querer a tu abuela o por tener pensamientos impuros con la vecina. Toda una suerte de males han de caer sobre mí y acabaré igual que Josef K, “como un perro”.
 

3. Sin las obras de Kafka sería difícil soportar la incomprensión de este mundo al que hemos sido arrojados. Nuestra existencia parece labrada bajo el signo de una desesperanza que solo finaliza con la muerte física. Posiblemente por eso “El castillo” es una novela inacabada, porque refleja la desazón ante lo que nunca se alcanza, síndrome eternamente renovado en cada uno de nosotros. La insistencia del agrimensor K por entrar en contacto con el Castillo se topa una y otra vez con una red que no hay forma de destejer, es la complicación infinita que nos impide alcanzar una comprensión relevante sobre nuestro lugar en el mundo. Pero aún más que por esta incapacidad, la pesadilla del relato procede de la imposibilidad de abandonar la empresa: preguntamos, pero el guardián de la ley permanece en silencio y protege hasta el final un sentido inaccesible. Y ahí quedamos, a las puertas de la ley, en una espera siempre frustrada.
 

4. Aquellos que no se acomodan con el destino del hombre contemporáneo han de sentir una misteriosa empatía con Kafka. Es verdad que no se puede vivir siempre con la conciencia de nuestra incompatibilidad con el mundo, pero permanece ahí, medio oculta y amenazante, esperando los momentos de debilidad para asaltarnos. Es la misma sensación turbadora que persigue a los personajes kafkianos, sumidos en la inquietud ante aquello que nunca acaba de definirse. Y sin embargo hay una terrible sencillez en la aceptación del absurdo, reflejado mediante situaciones de una lógica irreprochable. Porque ni “El castillo” ni “El proceso” son textos oscuros, más bien en ellos está todo demasiado claro, todo parece reducido a su mínima expresión, la sencillez absoluta, una angustia magistralmente contenida.
 

No hay muchos artistas que hayan acabado dando su nombre a una categoría filosófica, incluso más, a una forma de expresar la incomprensión fundamental que nos aturde. Llamamos kafkiano a todo conflicto que se vuelve extraño y parece evadir una solución lógica. Cuando nos vemos inmersos en una situación kafkiana tenemos la extraña sensación de que es preciso actuar aunque al final, sin remedio, se nos escapa el sentido de la actuación. No hay más que dos opciones, o seguimos adelante asumiendo el sinsentido general o se inicia una rebeldía que no tiene destino concreto puesto que no sabemos quién es el causante de nuestra afección.
 
 
5. ¿Dónde reside la genialidad de Kafka? Escribió Ernst Fischer, uno de los pocos marxistas que admiraron sin reservas al escritor checo, que el individualismo kafkiano es la respuesta a una sociedad opresiva, es un rechazo ético que anuncia la futura transformación revolucionaria. Sin duda en su obra hay una denuncia contra la indefensión del individuo frente a la gigantesca maquinaria burocrática, pero la auténtica grandeza de Kafka es la de quien fue capaz de describir minuciosamente -antes que los francfurtianos, antes que Beckett o Foucault- los mecanismos del poder y su influencia sobre los individuos. Es el grito de rabia contenida, de rebelión frente a todas las formas de totalitarismo, la advertencia de quien intuye el opresivo dominio de la razón de Estado, de la lógica del genocidio o de la tecnología al servicio de la destrucción masiva.