


Puedo asegurarles que no estaba buscado pero, como verán, la tertulia sigue en su línea de coherencia a la hora de seleccionar lecturas. Lo digo por los paralelismos evidentes entre el descenso a lo más oscuro de la mente que lleva a cabo el funcionario de Dostoievski y la caída moral que sufre su heredero espiritual, el juez penitente de Camus. De acuerdo, no son equiparables el humanismo laico de Camus y el desgarro irracionalista de Dostoievski, sin embargo ambos asumen ese universo sin Dios que se atrevió a proclamar Nietzsche y que nos concede la plena libertad del sin sentido.
Nos puede sorprender, acostumbrados hoy a las sutiles disquisiciones sobre las palabras propias de la oledada posmoderna, que la reflexión ética tuviera tanta importancia mediado el pasado siglo. Era así, se lo aseguro, se catalogó como “existencialistas” a unos filósofos que se atrevieron a plantear como único horizonte real un final muy poco heroico tras una vida absurda. Por mucho que busquemos sentido solo vamos a encontrar un mundo ininteligible que puede hacerse angustioso. Y a pesar de todo, cuando aceptamos la irracionalidad del mundo sin caer en la desesperación, cuando asumimos nuestra miseria, la vida acaba teniendo cierto valor y la miseria puede transformarse en grandeza. Nada puedo esperar, lo que hago es inútil pero a nadie debo obedecer porque soy libre. Es por esto que Camus veía a Sísifo feliz, solo un rebelde puede encontrarse a sí mismo en una actividad inútil y no rendirse mediante el suicidio.
Sitúense en la Francia algo desengañada y confusa de mediados de siglo, Sartre y Camus inician un debate que marcará la vida cultural francesa y que hoy podría seguir vigente, el compromiso político y la ética, la dignidad y la justicia. No es una polémica cualquiera, se sustancia en revistas literarias y cada uno de ellos dejará recados al otro en alguna de sus novelas. “La caída” podría ser la última respuesta de Camus, el reconocimiento de su propia debilidad ante una encrucijada histórica en la que no se sintió a la altura. Frente a la inequívoca posición anti-imperialista de Sartre, Camus vaciló ante la justicia, encontró una fisura en su compromiso ético y convirtió en arte su irónica reflexión sobre la debilidad.
“La caída” es la tercera novela de Camus y supone una variante, casi diría que un viraje respecto al posicionamiento que había tenido su autor como moralista severo. Los elementos básicos del existencialismo están, sin embargo hay una reconsideración irónica que pone en cuestión la posibilidad de mantener contra viento y marea una honestidad sin tacha. ¿Recuerdan que Séneca ya lo había planteado? Haz lo que yo diga y no lo que yo haga, viejo problema casi insalvable, una cosa son los principios y otra muy diferente el individuo que los sustenta.
Admito la existencia de múltiples lecturas en la obra, creo sin embargo que en esa dificultad del ser y el deber ser radica el tema fundamental que preocupaba a Camus cuando escribió “La caída”. Clamence está muy lejos del humanismo ético del Bernard Rieux de “La peste”, es un hipócrita que no ha acabado de darse cuenta de su miseria y cuando lo hace, después del episodio del puente, se convierte en un ser ridículo; el superhombre no es sino un individuo más, un pobre tipo. A partir de ahí comienza su deambular penitente en busca de la gracia que nunca logra, solo obtiene un malsano consuelo en la demostración a los demás de que su culpa es también la de ellos.
Cuando digo que Clamence es un hipócrita es porque considero que, aunque lo oculte, sospecha de su fragilidad, no quiere pensar en ello puesto que apenas había visto perturbada hasta entonces su mentira, una mentira latente. Se engaña a sí mismo hasta que todo sale a la luz cuando se muestra incapaz de prestar ayuda a una suicida; de pronto todo se hace evidente, Clamence también ha caído hasta darse cuenta de su nimiedad insoportable. Ni es el abogado de causas nobles que “se acostaba todas las noches con la justicia”, ni ese ser superior que manipula a su antojo, ni siquiera el hombre confiado y seguro de sí que “vivía impunemente”, es un hombre frágil que ha tomado conciencia de su insignificancia. Inmediatamente hace un segundo descubrimiento, apenas unos pocos de los que vivimos en este mundo irreal, en este infierno que son los otros, se libran de la misma culpabilidad; a casi todos nos acaba persiguiendo la risa que no es más que el desgarrador desacuerdo entre lo que pretendíamos ser y lo que somos en realidad.
Es propio del artista convertir sus reflexiones en análisis de una mentalidad, transformar sus obsesiones en un diagnóstico sobre la condición humana. Es posible que Camus estuviera justificando su propia actitud, no sería el primer escritor que trata de exorcizar sus fantasmas, pero es que Camus era un artista, no un monumento a la moralidad intachable. Cuando entró en contradicción en el conflicto de Argelia acabó llegando a la conclusión de que ni siquiera podemos ser justos, por eso “La caída” es su obra más desesperanzada, por eso no hay posibilidad de recobrar la inocencia una vez se ha descubierto el mal moral. Y por eso Camus era en el fondo más honesto que Sartre, porque tuvo más presente nuestra radical imperfección.