sábado, 22 de septiembre de 2012

La escritura que sana. "El mundo", de Juan José Millás.


Siempre ha tenido Millás un tono de sutil ironía y de surrealismo que despliega con elegancia en sus artículos. Sin duda domina como pocos la forma breve, que convierte en un pequeño cuento moral o en un ataque despiadado contra el poder, como un golpe seco por el magistral manejo de la economía de medios. Conforme se ha ido degradando la situación del país, cuando ya no ha quedado más remedio que posicionarse sin excusas, Millás ha vuelto más descarnado su estilo y ha acentuado la dureza de la crítica. Yo diría que ha reservado para las formas más amplias su lado personal e íntimo, esa necesidad que muestra en muchas de sus obras de realizar un proceso psicoanalítico que le sirva de terapia frente al dolor del pasado.
 
 

Una curiosa metáfora articula “El mundo”, novela con la que el señor Lara pensó que podía sacar un notable rendimiento económico si le concedía el premio Planeta. Nos cuenta el autor que su padre presumía de haber sido el primero en fabricar un bisturí que cauterizaba la herida mientras la producía. Abrir sus heridas mientras intenta que sanen, tal parece ser el sentido de lo que nos va a contar Millás sobre el mundo.

Para determinados autores, en realidad puede que sean la mayoría, la escritura posee un valor terapéutico. Kafka tenía la sensación de ser barrido cuando no podía escribir, era una forma de autoanálisis –casi un asedio- con la finalidad de encontrar las causas de su sentimiento de culpabilidad. Entre los años cuarenta y cincuenta nace en España una generación de escritores que parecen estigmatizados por una fisura inconfundible, la conciencia de la educación castradora y la frustración de la esperanza en los nuevos tiempos. Las novelas de Millás, además de esos elementos tan personales que derivan de su gusto por lo insólito, o incluso un cierto surrealismo, producen esa misma sensación de desconcierto que anhela algo así como la justificación de lo vivido. En “El mundo”, tal vez la más sentida de sus novelas, aprecio ternura, humor y también cierta mala leche del adulto que siente esa conciencia de frustración y de culpa. Por eso bucea en su pasado con la íntima esperanza, no de liberarse de sus traumas o miserias, sino de aligerar en parte el dolor que pudieron provocarle.
 
 

La tarea de hacerse adulto y adaptarse al mundo no es nada fácil, exige poner orden en nuestros recuerdos, encontrar el sentido en el caos de la infancia para llegar a reconocernos. No estoy seguro de que todo lo que nos cuenta Millás sea cierto pero esos diferentes episodios -algunos me recordaban a los niños de la posguerra que relata Carlos Giménez en “Barrio”, otras veces veía al Antoine Doinel de “Los cuatrocientos golpes” en busca de la playa liberadora- nos hablan de una época de tonalidades grises, muy poco gratificante, solo soportable mediante el escapismo y la fantasía. Es el trauma de una época pero también, en esos retazos de una vida, se conforma el alma de un personaje llamado Juanjo Millás.
 
 
No puedo decir que haya quedado deslumbrado por la literatura de Millás, creo que tiene el talento de aquellos que hablando de sí mismos están tratando en realidad cuestiones que nos llegan a lo más íntimo: la angustia existencial, la soledad, la muerte. Fue una querida amiga la que quiso que conociera la parte más personal de quien ya admiraba como eficaz articulista que ejerce de mala conciencia del poder. Me he encontrado con una perspectiva de novelar diferente, imaginativa, insólita, pero tan penetrante como cuando utiliza su bisturí para diagnosticar los males de nuestro tiempo.

 

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