miércoles, 28 de octubre de 2009

MÁS VALE TARDE QUE NUNCA: LA CRÓNICA DE LA TERTULIA DOBLE




El pasado viernes 18 de septiembre se celebró la décimo primera tertulia, por primera vez doble. Gracias a la colaboración de Juan ya hemos podido disfrutar de las impresiones que le produjeron ambos libros.
El primer libro en ponerse sobre la mesa (eso sí, siempre después de los postres) fue La sonata a Kreutzer de Leon Tolstoi. La sorpresa se produjo cuando Javi se atrevió a suspender al maestro ruso otorgándole un 4, pero como él se encarga de reiterar no se trata ni mucho menos de eso, sino de demostrar su descontento por una obra que califica de menor y que seguramente no hace honor a otras del escritor. Sin embargo la opinión del resto de los tertulianos hizo que la obra aprobase con un 5'9. El desglose de las notas fue el siguiente:

Juanfe: 6
Juan: 6
Manuel (F y Q): 7
Rafa: 6'5
Elvira: 6
Manuel (cas): 6
Javi: 4

La tertulia continuó con la obra del autor peruano Mario Vargas Llosa "Pantaleó y las visitadoras" que fue acogida muy bien y calificado por algunos como "grata sorpresa". Obtuvo un 6'67 de nota media:

Elvira: 7
Juan: 6
Javi: 6
Rafa: 7
Manuel (Cas): 7
Juanfe: 7

El libro de la siguiente tertulia ya estaba elegido con anterioridad, y no es otro que "Balzac y la pequeña costurera china" de Dai Sijie.

lunes, 19 de octubre de 2009

El demonio de los celos. Sobre la Sonata a Kreutzer.





Tengo una admiración incondicional por la literatura rusa del XIX, digamos que desde que fui consciente de mi vinculación con esos personajes de Lermontov y Gogol en los que han hecho mella la monotonía y el tedio; considero a Chejov mi escritor preferido, solo superado por Kafka, y admito sin problemas que pocas narraciones me han parecido más hermosas y profundas que “La muerte de Ivan Ilich” de Tolstoy. De Tolstoy respeto su compromiso ético y su entrega a la lucha contra la injusticia, desde el punto de vista de un aristócrata, de acuerdo, tal vez sin entender sus auténticas causas, es cierto, pero siempre estuvo del lado de los marginados y nunca con los poderosos, lo que es un mérito que no a todos adorna. De ello se deduce que escoger al genial escritor ruso para ser comentado me pareció no solo excelente sino que, consideré, iba a dar lugar a una de las tertulias más intensas y provechosas.

Desde luego la discusión fue intensa y no precisamente por el entusiasmo general que produjo esta breve “Sonata a Kreutzer”. Sea una visión pesimista sobre el matrimonio con propuestas de intolerable moralina, la descarga de conciencia de un alma atribulada o la descripción de los pormenores de un caso clínico, que tales fueron algunas de las interpretaciones que surgieron en nuestra conversación, leí la novela en un estado de perplejidad que se aproximó peligrosamente a la indignación en algún momento. Quede claro que en modo alguno cuestiono la altura de Tolstoy como escritor pero sí el desvarío puritano al que parece entregarse en sus últimos años y del que esta obra es uno de sus más acabados ejemplos.

Dejando aparte la descripción de los pormenores del caso, que constituye la segunda parte de la obra, la impresión que me iban causando las sombrías ideas sobre el matrimonio expuestas en la parte inicial era bastante desoladora. Frente a las conmovedoras reflexiones sobre la existencia y el fracaso de Ivan Ilich, tan cercanas, el celoso Podnyshev postula un puritanismo idealista, una huída del mundo que es incluso más aristocrática que cristiana. Y al final, aunque algunos editores evitan prudentemente incluirlo, te encuentras con un comentario explicativo del autor que confirma todo aquel puritanismo caduco y despreciable que una lectura superficial de la obra nos ha ido introduciendo.

Lectura superficial, afirmo, porque a pesar de lo dicho hasta ahora y de que no es el Tolstoy que prefiero, hay en la “Sonata a Kreutzer” elementos sobrados como para matizar la opinión anterior. Por debajo de la irritante defensa de la santidad del matrimonio, además de ese moralismo gruñón que, como dijo Chesterton, “se lamenta de las alegrías de los hombres”, Tolstoy es un observador agudo de la sociedad y se muestra particularmente implacable contra los convencionalismos y la hipocresía de las clases acomodadas. La descripción de una mente perturbada por los celos es magnífica y yo mismo descubrí, con algo de espanto, estados y sensaciones similares. “Quien no es celoso no puede amar” decían los trovadores provenzales; si uno evita situaciones patológicas, los celos acaban convirtiéndose en una puerta abierta a un mejor conocimiento, casi un descubrimiento, de la persona amada. Pero los celos de Podnyshev ignoran a la mujer, ente incomprensible y diabólico, que solo adquiere los rasgos de algo más que un objeto sexual, un ser humano, cuando ya ha sido agredida. Sin duda los motivos que siguen hoy induciendo a un hombre a asesinar a su pareja son muy parecidos a los que expone Tolstoy.

El problema es que se excede al plantear soluciones, sugiere que el deseo corrompe el amor pero ¿qué es en realidad el amor? Para Tolstoy la vida es dolor y sacrificio, una preparación purificadora para algo mejor, por eso el deseo y la carne corrompen. El matrimonio es una hipócrita convención social para mantener relaciones sexuales socialmente admisibles, pero éstas no dejan de ser repugnantes e indignas, un modo de alejarse cada vez más del estado de pureza que, personalmente, identifico más con un nihilismo irracional que con la apateia estoica. Olvidemos pues al Tolstoy que parece aspirar a la desaparición de la raza humana y quedémonos con el genial narrador de una mente torturada que, como dijo Manuel, necesita ser escuchada para encontrar el perdón. Quedémonos, en definitiva, con el Tolstoy que lucha desesperadamente por reformar una sociedad injusta que hace desgraciados a todos aquellos que no se someten a su voluntad.

viernes, 9 de octubre de 2009

El insobornable Pan-pan. En torno a Pantaleón y Vargas Llosa



Parece existir un cierto consenso, hablamos de gente mínimamente preocupada ante la triste condición del mundo globalizado, en que Vargas Llosa es un tipo mediocre como articulista, poco recomendable en su faceta política pero excelso novelista que posee la sabiduría que solo tienen los grandes de la literatura. Ocurre que la sensibilidad literaria de don Mario se transforma en torpe fanatismo liberaloide cuando abre la boca para farfullar que el pensamiento crítico contra el imperialismo es idiota, o que los sudamericanos harían bien en protestar menos y agradecer más los muchos beneficios obtenidos del gran amigo del Norte. Ya que sus medidas para arreglar el mundo se limitan a justificar descaradamente la represión de los poderosos, se agradecería que sus formas a la hora de fustigar rojos fueran estéticamente más interesantes. Pero no, es molesto e irritante sin la gracia de reaccionarios iluminados: no haría mal en refrescar sus lecturas de De Maistre o en buscar inspiración en las provocaciones de Cioran.

Un admirador de Borges, harto de las salidas de tono fachosas del genial argentino, le espetó en cierta ocasión: “Leeré todo lo que escriba, pero a usted no le aguanto un segundo más”. Algo así podría aplicarse a Vargas Llosa, consciente de que la vida de placeres mundanos de la que disfruta exige hacer dejación de la dignidad necesaria como para defender compromisos arriesgados.

Tal vez por eso, y a pesar de tratarse de una obra escrita en tiempos de veleidades progresistas, la insobornable dignidad de Pantaleón se nos presenta con un tono lúdico y de farsa, nada que ver con el coronel Dax de “Senderos de gloria”, representante de la lucha por la justicia frente a la corrupción moral y la deshumanización de los altos mandos militares. Desde luego los militares que dibuja Vargas Llosa son corruptos e inmorales y la novela puede calificarse sin problemas de antimilitarista, pero Pantaleón recuerda más a dinamiteros algo estúpidos como el “valiente soldado” Schweik que a personajes lúcidos y consecuentes como el Dax encarnado por Kirk Douglas.

También Pantaleón es un soldado modélico, fiel cumplidor de las órdenes e incapaz de afrontar la vida fuera del estamento militar. Entregado con entusiasmo obsesivo al cumplimiento de su deber, acabará socavando las bases de una institución presuntamente ejemplar pero que funciona, como todas las instituciones ejemplares, de manera hipócrita. El problema de Pantaleón es que no sabe parar, es un personaje irrelevante hasta que recibe una misión, entonces se llena de contenido para cumplirla, cualquiera que sea, con una capacidad sorprendente y una lógica irreprochable. Estoy tentado de decir que sufre el llamado síndrome de Aspergen, la capacidad innata para poner orden en el caos, sin ser consciente que esa capacidad en una sociedad con bases tan corruptas y caóticas le lleva a la irremediable derrota.

Y si el ejército se tambalea en cuanto se aplican normas que requieren una mínima lógica racional, Vargas Llosa muestra la religión, el episodio de los fieles del Hermano Francisco que circula en paralelo a toda la historia del eficacísimo prostíbulo ambulante montado por Pantaleón, como ejemplo máximo de la barbarie, auténtico opio del pueblo que hace dejación de su racionalidad para entregarse a emociones primarias y perniciosas. Ahora que me doy cuenta, y volviendo al principio, ¿en qué momento nuestro eterno aspirante al Nobel se cayó del caballo y abandonó Atenas para entregarse en los brazos de Roma?

Permítanme, para finalizar, una pequeña frivolidad refiriéndome a la película que sobre la obra que comentamos rodó Francisco Lombardi hace unos años. No está mal, tiene su gracia, elimina los aspectos más ásperos de la novela, incluyendo el asunto de la secta religiosa, para centrarse en la peculiar figura del protagonista y su relación con la prostituta conocida como “la brasileña”. A eso iba, a la brasileña (en la película “la colombiana”, seguro que han reparado en la fotografía que encabeza este comentario), la actriz Angie Cepeda, tan increíblemente hermosa en el film que uno puede entender que Pantaleón le rinda honores militares, presentando armas, cuando la bella es asesinada en una refriega.

domingo, 4 de octubre de 2009

El desierto de los tártaros: el vértigo del conocimiento





Escoger una novela de entre las que a uno más le han impresionado no es tarea fácil, supongo que acabamos decantándonos por aquellas en las que nos vemos más implicados, las que tocan quizá nuestros temores o anhelos más profundos. No sé si les ocurre lo que a mí, admito que son los ensayos los que han ido formando poco a poco el bagaje de conocimientos del que podemos echar mano pero es siempre la obra artística la que deja el recuerdo más nítido y preciso. Entre ellas está, sin duda, “El desierto de los tártaros”, del italiano Dino Buzzati, bastante menos conocido por estos lares de lo que merecería uno de los autores que mejor ha sabido captar la esencia del hombre contemporáneo.

El protagonista de este relato con ciertas vinculaciones kafkianas es Giovanni Drogo, militar destinado en una fortaleza fronteriza del Imperio que pasa su vida hastiado e inactivo esperando algo que no se produce; espera infructuosamente lo excepcional que otorgue sentido a su existencia. De un inicial entusiasmo ante la perspectiva del destino heroico va pasando a la apatía y la angustia, asumiendo que su vida se pierde inútilmente.

Por fin acaba presentándose la oportunidad; el enemigo, difuso y extraño, llega, pero Drogo cae enfermo y es expulsado de la fortaleza. Queda solo, retirado en una pobre pensión donde lo único que resta es la muerte. Y es entonces cuando comprende que no es la batalla exterior lo que importa, la ocasión definitiva que le justificará viene de su interior. Drogo no obtendrá la gloria en la batalla, muere solo y enfermo en tierra desconocida y sin nadie a su lado, nadie va a recordarle y por eso es importante el gesto de afrontar el trance con dignidad. Es el momento en el que obtiene la lucidez que le permite ver todas las contradicciones y desatinos del mundo, pero también su pensamiento alcanza el límite último, el punto donde quien llega se atormenta casi hasta el suicidio o halla la respuesta.

El hombre moderno, tal y como les ocurría a los románticos, se mueve entre la necesidad de desafiar al universo y el reconocimiento de su propia impotencia. No todos son capaces de asumir su fracaso, el fracaso de no lograr nunca aquello a lo que aspiramos. Solo podemos luchar continuamente, como Sísifo, contra nuestras oscuridades. Es nuestra propia impotencia la que nos acaba afirmando, y cuando Drogo se da cuenta de que el absurdo lo invade todo, de que la libertad es un espejismo, entonces muere.

Lo que más me gusta de Giovanni Drogo es que muere con una sonrisa, se burla del absurdo y de la falta de sentido. El ser humano está desamparado ante el azar y lo que le dignifica es asumir ese riesgo, afrontar la realidad con orgullo y sonriendo ante nuestra propia impotencia.

La historia de Drogo, por eso me subyuga, es nuestra propia historia. Para la mayoría el paso del tiempo va suponiendo la pérdida de la esperanza y la conciencia de que seremos uno más de los que apenas dejan un leve recuerdo destinado a desaparecer. En un momento u otro acabamos cuestionándonos por qué estamos aquí, y de nuestra valentía para asumir el vértigo del conocimiento, la falta de sentido, dependerá la dignidad con la que afrontaremos nuestra derrota.

No, se equivocan si ven un pesimismo radical en esta historia, a poco que nos fijemos, Buzzati es de aquellos que confían en un último instante de lucidez. Como en las películas de John Huston, el que se ríe de la derrota es el que logra la última victoria.