miércoles, 3 de marzo de 2010

Elegía: Lamento por una vida cualquiera



No es fácil leer “Elegía”, a pesar de su brevedad y aparente sencillez. Y no es fácil porque Roth habla de temas que nos afectan demasiado: nuestro frágil equilibrio roto por la enfermedad que aguarda a la vuelta de la esquina, la vejez que nos aproxima a una muerte con rasgos cada vez más nítidos. Ha de estar uno con cierta disposición mental para soportar sin inmutarse que el inevitable destino de un ser tan extraordinario como yo es alimentar gusanos.

De modo que si se deciden echar un vistazo a la más atípica de las obras de Roth ya saben lo que les espera: el proceso de extinción de una vida cualquiera, por ejemplo la de uno mismo. Bueno pues no, por aquí empiezan mis discrepancias con la novela: ¿Hasta qué punto podemos reconocernos en las decepciones y miedos del protagonista sin nombre? O dicho de otra forma ¿Sobre quien está hablando Roth en realidad?

Roth adopta una posición tan distanciada de su protagonista que al lector le cuesta sentir afecto, o no nos sentimos próximos ni especialmente conmovidos por lo que le ocurre. No acaba de llegar ese punto de emoción en el que la enorme capacidad como narrador de Roth transforme el relato en una obra maestra. Solo en el extraordinario diálogo con el enterrador atisbamos que el tipo cuya tragedia vital seguimos ha acabado aceptando lo inevitable y tal vez ha firmado definitivamente la paz consigo mismo. Pero a mí me deja la sensación de que a la novela le falta algo, no veo (lo siento, Manuel) la serenidad de Iván Ilich tras comprender que todo es inútil, no veo una respuesta a aquello que pedía la mujer de Kurtz en “El corazón de las tinieblas”: “algo con lo que vivir”, algo que pueda salvarse. De acuerdo, Roth no cree en nada y no tiene por qué ofrecer un consuelo final o una verdad redentora, sin embargo hubiera ayudado un poco a quitarme de la cabeza que, en realidad, he estado asistiendo a la vida de alguien que tiene poco que ver conmigo.

Me resisto a pensar que esa conciencia de inutilidad o fracaso inducido por una sociedad tan competitiva como la norteamericana tenga que ser también la mía. Puede que vayamos hacia eso, hacia la conversión de los viejos en residuos del sistema productivo, pero dejar de ser útil para la sociedad capitalista me trae perfectamente al fresco.

Desde luego comparto el miedo del protagonista, cuando se alcanza cierta edad es irremediable tener miedo, lo que hay que evitar es que el miedo te paralice. Más que nada porque, como viene a significar Roth con la brevedad de su texto, la vida es insignificante y al final muy poca cosa acabamos sacando de ella. Como mucho la lucidez de ser conscientes de que nuestro paso por aquí es un camino hacia la nada del que, como diría Adorno, conviene salir con el menor sufrimiento posible.

En fin, que no es la novela ideal como para encarar con optimismo lo que queda de semana. Les propongo pues finalizar con otro judío ilustre también obsesionado con la muerte, sin duda menos desolador que la novela de Roth. Se trata de Woody Allen y dijo algo que me parece el epítome divertido del triste relato del hombre sin nombre: “Durante mi juventud pensé que la frase más bella era Te amo; ahora pienso que la frase más bella es esa que alguna vez escuchas de labios de un médico: el tumor es benigno”.

2 comentarios:

  1. Creo que casi todos han leído ya la obra de Auster prevista para la próxima tertulia. No sé yo si suscitará suficiente interés como para que alguien considere manifestar su entusiasmo o su hartazgo de literatos yanquees.

    Juan

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  2. Por cierto, no me he dado cuenta de que empiezo el comentario de la misma manera que Javi. Es pura coincidencia, o es que los dos son un pelín cobardones ante la posibilidad de que nos visite la Parca.

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