No consigo recordar el primer libro que leí, aunque recuerdo perfectamente el primer libro que me regalaron. Fue en un cumpleaños, el día antes de la vuelta al colegio tras las vacaciones de Pascua; el regalo habitual eran tebeos, hasta que mi padre debió considerar que estaba yo para empresas mayores y me sorprendió con una bonita edición de “Viaje al centro de la tierra”. Al principio me costó abrirlo, lo de Julio Verne me sonaba a cosa muy antigua que me interesaba bastante menos que Asterix, pero un viaje al centro de la tierra merecía comprobar, llámenme morboso, si los viajeros no se desintegraban por el calor en cuanto descendieran más allá de profundidades razonables. La entrega a la lectura fue total y obtuve el beneficioso efecto de un paraíso artificial que me aliviaba de la desagradable obligación que me esperaba al día siguiente. Como dijo Borges, la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido y algo así es lo que conseguí: introducirse en el universo de Verne supone el goce del relato puro, el deseo de participar en una aventura que, pese al peligro y el riesgo, sabemos que nos proporcionará múltiples satisfacciones y nos hará más sabios. Creo que “Viaje al centro de la tierra” consigue ese extraño fenómeno en el que te parece estar viviendo en un mundo mucho más real que la gris rutina diaria, un mundo que te libera del odioso aburrimiento provocado por quienes supuestamente debían educarme para la vida.
El comienzo es sorprendente, una aguda crítica a las costumbres de los norteamericanos, sátira que me atrevería a calificar como sangrante sobre la terrible y destructiva ingenuidad de los yankees. Una vez planteado el singular proyecto de viajar a la luna por parte de los desocupados artilleros, el tono de la novela cambia. Verne inicia una serie de minuciosas descripciones sobre los problemas que plantea el viaje; con exquisito rigor científico describe a sus lectores todo aquello que, según los conocimientos de la época, podía dificultar un proyecto de esa envergadura. Puede resultar paradójica esta minuciosidad científica cuando el resultado es un gigantesco cañón disparando a la luna. Pero, dejando este pequeño detalle aparte, lo cierto es que los viajes extraordinarios de Verne entraban en un proyecto inspirado por su editor, un socialista saintsimoniano, con el que se pretendía contribuir a la formación científica, moral y literaria de la juventud francesa. Es una idea que está muy en la línea de la filosofía positivista de la época, cuyo irreductible optimismo y carácter pedagógico se ajustaba perfectamente a los objetivos y necesidades de una burguesía confiada en liderar el progreso social.
En
las novelas de Verne no vamos a encontrar la desbordada fantasía de los
románticos, imagino al novelista francés leyendo entre perplejo y decepcionado
las páginas finales de “Arthur Gordon Pym” y buscando una explicación racional
a los delirios febriles de Poe. El resultado de esta pretensión racional, “La
esfinge de los hielos”, será decepcionante, pero responde a la misma pretensión
de verosimilitud y precisión que el resto de “viajes extraordinarios”. Se trata
de crear ciudadanos responsables y útiles a la República, de ahí el valor
ejemplarizante de sus primeros héroes, individuos geniales capaces de superar
todos los obstáculos hasta situar las fronteras del conocimiento humano un poco
más lejos.
Se
dice que las intuiciones de Verne eran en realidad ideas que circulaban en la
época de manera más o menos precisa. Sin embargo, hay en sus últimas obras una
innegable semejanza con el pensamiento filosófico que se desarrollará años
después: Verne comprende que el progreso
científico, lejos de liberar a la humanidad, está provocando su propia
destrucción. Es entonces cuando los viajes a la luna se transforman en empresas
de conquista, en individuos obsesionados por dominar el mundo utilizando la
ciencia al servicio de la opresión. El progreso técnico ha desviado su camino y
Verne dejará de lado su voluntarismo ingenuo para mostrar un pesimismo que a
Heidegger, Benjamín o a la Escuela de Francfurt no les resultaría nada ajeno.
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