jueves, 1 de enero de 2015

"Las crónicas del Sochantre", de Alvaro Cunqueiro.

Entre los nombres perdidos de la literatura española me dí en tropezar, por pura casualidad, con el de Alvaro Cunqueiro. Poco conocimiento tenía yo de este escritor, al que en una primera aproximación imaginaba como una especie de Wenceslao Fernández Florez, con querencia por los mitos ancestrales de los gallegos y narrador de historias en las que esperaba encontrar a la Santa Compaña y a personajes similares al entrañable bandido Fendetestas.


El caso es que debí haber sospechado de un galleguista conservador devenido en falangista. Y no porque la ideología obligue a desestimar de inmediato a un escritor -ahí está el caso de Celine- sino porque esa resistencia a dejarse impregnar por la realidad social de su época estaba más lejos de la “resistencia silenciosa” de la que habla Javier Gracia que de la literatura fascista que analiza Puértolas. El poder de sugestión que tiene una crítica generosa hizo que cayera en la tentación de escoger estas “Crónicas del Sochantre”, seguramente atraído por la promesa de un lenguaje refinado, el talento narrativo y la capacidad evocadora de una historia con intuiciones del realismo mágico.
A las veinte páginas ya estuve tentado de abandonar la lectura, el lenguaje utilizado -que unos admiran de manera incondicional y otros detestan también sin condiciones- me pareció no ya refinado sino decididamente viejo, fuera de tiempo, tan culto como irritante. Tampoco fui capaz de encontrar ese sentido del humor tan gallego, que existir, existe, pero será que mi visión mediterránea de la existencia es poco sensible a tales sutilezas. La novela consiste en una serie de historias contadas por difuntos, ajusticiados que han secuestrado a un sochantre para que amenice el entierro de uno de ellos con su bombardino -no sabía que era un sochantre, pero parece que se dedica a eso, a la música de Iglesia-. En la introducción, la picaresca y el aburrimiento se confunden más a menudo que lo sobrenatural y lo terrenal, aunque sospecho que era esto último lo que pretendía el autor. Y, a mi modesto entender, las primeras historias están narradas de una manera, digamos, discutible, o es que ya empezaba a cerrarme en banda.
 
Es verdad que para leer a determinados autores hay que dejar la razón en suspenso, entregarse sin prejuicios al mundo tan personal que te propone la obra. Porque si mantenemos la razón alerta es bastante probable que la evocación mítica se transforme en pesadez, la invención en artefacto sin sentido y la melancolía en aburrimiento.
 
Tampoco quiero ser tan drástico con don Alvaro. Al final casi te dejas seducir por su mundo único y mágico, con una Bretaña que parece Galicia, a pesar de los ecos de la Revolución y su guillotina. Las historias se van poblando de infinidad de personajes que requieren hasta un glosario -de útil consulta para no perderse-, son tipos curiosos que medio disculpan el fárrago en el que queda convertido el relato. No me ha llegado a interesar la escritura de Cunqueiro, pero no niego ni originalidad a una narración que sabe fundir la realidad con elementos fantásticos -antes del éxito del realismo mágico latinoamericano-, ni la habilidad para asimilar la herencia de una fecunda tradición de nuestra literatura, por mucho que la circunstancias demandaran otro tipo de compromiso.
 


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