sábado, 16 de julio de 2016

El debate sobre Don Quijote y el problema de España.

Accedí muy tarde a la obra cervantina. Por supuesto tuve la intención, incluso la obligación, de leer El Quijote mucho antes, pero siempre encontré excusa para no hacerlo en el temor a su descomunal tamaño. No solo se trataba de mi natural prevención ante  libros tan voluminosos, el hecho de ser una de esas obras indiscutibles, una cumbre de la literatura universal, obliga necesariamente a que te guste. Y a mí, la verdad, me inquietaba un posible aburrimiento. Por eso me alegro de haber llegado tarde, con algo más de madurez, preparación y gusto un poco más afinado, para poder apreciar una de las lecturas más extraordinarias de mi vida, hasta el punto que recuerdo aquel verano en el que afronté las aventuras del ingenioso hidalgo como una época feliz. 
Esto no significa que fuera capaz de descubrir siquiera una mínima parte de los infinitos recovecos de la obra o sus múltiples implicaciones, pero me sirvió para entender por qué la figura de Don Quijote interesaba tanto a nuestros literatos y ensayistas, obsesionados por encontrar las claves de la conciencia nacional. Dejando aparte el delicioso juego literario de Torrente Ballester, que plantea que Don Quijote no está loco sino que inventa una farsa para burlarse del mundo, fueron los grandes nombres del Regeneracionismo quienes elevaron al caballero de la triste figura a la categoría de mito nacionalizador. La necesidad de recuperar un país sumido en la conciencia del “Desastre” colonial llevó a intelectuales como Ganivet, Ortega o Unamuno a recuperar los valores fundamentales del nacionalismo católico de 1492, identificando a Don Quijote con la esencia de lo español. Olvidando la reflexión histórica sobre la decadencia hispana que recorre la obra de Cervantes, un escritor de la talla de Unamuno veía en Don Quijote la fuente del ánimo heroico, el deseo caballeresco de renombre y la aspiración cristiana a la inmortalidad. Algo así como un trasunto de Cristo, un nuevo redentor capaz de recuperar nuestra anterior grandeza.
Planteando una crítica radical a esta línea interpretativa, que no cuestionaba los valores generados a partir de la expansión imperial hispánica, uno de los más lúcidos de nuestros intelectuales contemporáneos, Eduardo Subirats, establecía una relación genealógica entre los autores judeoconversos y erasmistas con otros posteriores como Blanco White, Américo Castro o Goytisolo. Estos autores representarían la España heterodoxa que encaja con el país mestizo y reivindicable que a mí entender refleja El Quijote. Hace mucho tiempo, cuando leía a ciertos autores marxistas que trataban de explicar la historia de España olvidando esencialismos, comprobé cómo quedaba desestimada la vieja polémica sobre "lo español" que mantenían Sánchez Albornoz y Américo Castro. Básicamente, las dos posturas que defendían tan ilustres profesores eran la del mito casticista e imperial - aunque Sánchez Albornoz fuera un liberal republicano- y la del país que nace por la confluencia de culturas diferentes, abierto e integrador. Aceptando que la historia no son “esencias inmutables” sino que es cambio y dialéctica, creo que en la interpretación de Castro se pueden encontrar elementos muy válidos de reflexión. 

Afortunadamente no somos el héroe ascético que imaginó Unamuno, ni siquiera nos representan todos los tópicos que han caracterizado a la “España eterna”, hay muchas Españas, muchas referencias que remiten a culturas diferentes, a esa heterodoxia que odiaban los grandes profetas del casticismo como Menéndez Pelayo. Y entonces ¿Quién es Don Quijote? Pues en mi opinión representa a la otra España, la que es ajena al mito imperial construido a partir de la casta militar castellana que se apodera de la Península en el siglo XV y somete a su yugo a las diferentes culturas que convivían de manera más o menos problemática. Representa la España heterodoxa, abierta y cuestionante. Cuando Cervantes se plantea como excusa para uno de sus relatos ejemplares la crítica a las novelas de caballerías es por su conciencia de un país decadente, porque ha llegado el momento de mostrar que ese imperio que solo benefició a unos cuantos poderosos se está pudriendo hasta la raíz: “¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza y que diera un doblón por describilla!”. Cervantes habla de un fracaso pero no está reivindicando glorias pasadas, que eso a él le parece tan ridículo como los aristócratas que se ríen de los delirios del caballero. La extraordinaria humanidad de Cervantes está del lado de la gente que muere de hambre mientras los Tercios defienden las glorias imperiales frente a los turcos o en los campos de batalla europeos. 
Pues sí, cada uno interpreta lo que considera más provechoso
 de un libro que es de todos. Yo reivindico esta crítica de la España que no me es propia, la mía es la del Lazarillo, la de los erasmistas, la de los ilustrados que combatían las tinieblas del catolicismo rancio, la de los revolucionarios de Cádiz, la de los defensores de Madrid, la de quienes lucharon contra una dictadura que duró cuarenta años y de la que tan complicado resulta desprenderse. Supongo que es cuestión de identidad, a lo mejor, como hacía el caballero, solamente estoy inventando un mundo a la medida de mis sueños, tan irreal como el mito nacional-católico que defiende esa España detestable. Entonces conviene recuperar a Sancho, a quien el caballero andante pide apoyo moral en el momento en el que su determinación de transformar el mundo empieza a resultarle dudosa. Cuando en el momento final Sancho intenta reivindicar con entusiasmo la vida quijotesca es, sin duda, porque ha aprendido a estimar al patético aunque dignísimo caballero, pero también porque, en el fondo, pensando que solo existe una triste realidad inmutable no vamos a ninguna parte.

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