sábado, 1 de septiembre de 2012

Una noche de angustia. Sobre "El teniente Gustl", de Arthur Schnitzler.

Me gustan las novelas narradas en primera persona, les concedo de inicio un poder de convicción que solo requiere cierta verosimilitud y coherencia por parte del autor. Que te identifiques o que sientas alguna simpatía por el protagonista ya es otra cuestión; por ejemplo, en el ejercicio de introspección de este genial monólogo interior de Schnitzler descubrimos a un perfecto imbécil, un individuo patético y angustiado que resulta tan ridículo como el sentido del honor al que parece dispuesto a entregar su vida. No es que el honor sea un concepto que valore demasiado, es que en Gustl, este tenientillo austriaco, resulta especialmente patético, carente de sentido y propio de una sociedad con claros síntomas de enfermedad. Verán, les explico, tengo una molesta sensación de rechazo cuando me tropiezo con los elementos más reconocibles que caracterizaron al Imperio Austro-húngaro, todo parece sufrir un irrefrenable proceso de degradación y me vienen a la cabeza imágenes de decadencia, como en aquel ballet de Ravel, "La valse", en el que la apariencia amable y sonriente de la música acaba derivando hacia la tragedia. La performance no podía ser más explícita: los bailarines, representantes del esplendor del Imperio, son en realidad cadáveres que van perdiendo la máscara brillante y despreocupada para que, finalmente, quede solo podredumbre.  

La Viena imperial era decadente y frívola, sí, pero parece que en estas sociedades en descomposición es donde mejor florecen los grandes intelectuales, los creadores y científicos más avanzados que anuncian el desastre que oficialmente se reprime y oculta. También España se resistía a afrontar y resolver sus problemas de fondo, aunque por aquí necesitamos una derrota de dimensiones considerables para que nuestra intelectualidad intentara descubrir una realidad que era ignorada de manera casi indecente. A la búsqueda de esa realidad oculta en las profundidades del inconsciente se lanzará, en una Viena en ebullición cultural, Sigmund Freud, colaborando en la labor de zapa sobre los fundamentos de la cultura occidental que habían iniciado Marx y Nietzsche y que se ha venido en llamar "filosofía de la sospecha". No es por casualidad que aparezca el nombre de Freud cuando se trata de comentar a Schnitzler, ambos se mostraron mutuo respeto y no excesivo afecto, pero es evidente el interés de Schnitzler por indagar en el inconsciente de sus personajes de una manera que al mismo padre del psicoanálisis le resultaría muy familiar.  

El interés por la mente no excluye la preocupación social, sin embargo no creo que Schnitzler, escritor de talante progresista y lúcidamente crítico, tuviera veleidades reformadoras, me da a mí que era tan consciente de lo irremediable del mal de su tiempo que se limitaba a poner de manifiesto las contradicciones, sin optar por ningún tipo de proyecto de transformación o revolucionario. Cuando toda tentativa para mejorar el mundo está destinada al fracaso solo queda el decadentismo de un Klimt, que parece regodearse en su pintura enfermiza, o el refugio casi narcisista en el yo como método de defensa ante el derrumbe de los vínculos sociales. Algo de esto le ocurre a Schnitzler, con una salvedad, la ciudad de Viena se convierte en su personaje principal, el espacio que lo explica todo y alrededor del cual se mueven el resto de sus criaturas, cuya psicología solo puede entenderse en su relación con la ciudad imperial.  

Allí transcurre este relato protagonizado por un típico representante de la élite hedonista y aparente del Imperio. Nuestro hombre, un joven militar del glorioso ejército austriaco, asiste a una representación de ópera para mantenerse ocupado antes del duelo al que se ha comprometido al día siguiente. Adivinamos escasa seriedad en el personaje, como si la proximidad de una probable muerte en el campo de honor no fuera con él; por eso, lejos de la gravedad que requiere el caso, se comporta con la chulería y los malos modos que acompañan a quien se cree que es alguien por vestir de uniforme. Pero entonces se produce el hecho que desencadena su angustia: un simple pastelero, harto de la exhibición de prepotencia, pone en su sitio al orgulloso militar impidiéndole, en una escena de connotaciones sexuales más que evidentes, que saque su espada. Un duelo con otro militar es una cosa, pero ser humillado por un infame miembro de las clases menesterosas es más de lo que el atónito Gustl puede soportar: solo queda lavar el honor mediante el suicidio. A partir de aquí asistimos a la larga noche de falsa agonía de Gustl -nunca conseguirá convencernos de que va a suicidarse realmente-, con Schnitzler al margen de la función narradora para que sea el personajillo quien nos de cuenta de su miseria moral, mientras conceptos como la dignidad o el honor se hunden en la banalidad.  

La quiebra se ha producido en la conciencia de Gustl, el orgulloso soldado no es más que un arrogante y un cobarde incapaz de poner en práctica los valores que él mismo se atribuye. Esta impotencia flagrante quedó reflejada en uno de los más conocidos aforismos de Schnitzler, "cuando el odio se acobarda, sale a la calle enmascarado y se hace llamar justicia"; en este caso el odio acobardado de Gustl es odio social por el agravio de un hombre insignificante, tal vez un socialista, y la máscara que utiliza no es la de la justicia sino la del honor mancillado. La personalidad enfermiza de Gustl hace intolerable que su conciencia le recuerde su culpa de honor, aunque intuimos que algo va a ocurrir eliminando la pesada carga del suicidio. En realidad aquello que está provocándole la angustia es lo que puedan pensar los otros respecto a la sucedido; cierto que los mecanismos mentales del personaje ya están en marcha para enmascarar la verguenza, lo que no puede es evitar que sus iguales le consideren un cobarde. La fortuna se pondrá finalmente de su parte y al lector le queda la irremediable sensación de que no solo Gustl, es toda una forma de vida la que ha encontrado en el último momento una salvación ficticia que solo retrasará un poco más el desastre.

4 comentarios:

  1. Al leerlo me metí dentro de la psicología del personaje y sentí que su vida pende de un hilo todo el tiempo debido a su frágil personalidad. Los acontecimientos más triviales van definiendo en suerte su propia vida. El personaje cuida mucho su honor y dignidad a partir de lo que se muestra públicamente-en su vida privada se permite otras cosas- y cuando en esas circunstancias se ve empañada su imagen recurre a consecuencias muy drásticas a partir de una lógica extraña de la cual se puede inferir que está en guerra todo el tiempo, aunque no exista el combate. Pienso que es una guerra interior del personaje contra él mismo quién se bate entre la vida o la muerte porque su consciencia se halla dividida entre lo heroico y la imbecilidad. Esta guerra, como un péndulo, se mece entre el duelo y el suicidio como medio de fuga para resguardar su reputación

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  2. Ya lo decía Hegel: la autoconciencia solo puede darse satisfacción en otra autoconciencia. En otras palabras, en esa época de inminente derrumbre del Imperio Austro-Húngaro, el hombre ha perdido el yo de tal manera que solo puede recuperarlo mediante el reconocimiento de los demás. De ahí el final.

    Gracias por dedicarle un espacio a Schnitzler. Vale la pena leerlo.

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  3. Hola Javi, sé muy bienvenido a este blog, que a veces parece más bien un páramo por lo descuidado que lo tenemos. Me gusta esa idea de la conciencia dividida entre lo heroico y la imbecilidad, creo que representa muy bien a muchas tipologías literarias, y me atrevería a decir que también a muchas personas con las que me he encontrado. Pero en mi comentario descarto cualquier tipo de heroicidad o de gesto elevado en Gustl, tampoco me atrevo a decir que sea un imbécil. Creo que representa a una sociedad enferma, aquella que da más importancia a las apariencias que a unos fundamentos éticos lo suficientemente sólidos como para aguantar las duras pruebas que le esperaban. Gustl es un fanfarrón, un clasista y un cobarde, carece de dignidad. Y su monólogo es tan lamentable y nos resulta tan cercano porque pocos hemos escapado al intento de justificar actuaciones muy poco dignas con recursos que disimulen en lo posible nuestra vergüenza. La guerra interior es esa, la propia justificación ante algo que, al propio Gustl, se le hace cada vez más evidente: es un miserable.

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  4. Hola Karenin. La tertulia sobre Camus fue una de las más intensas y, me atrevería a decir que disputadas. Somos conscientes de que Camus es hoy un referente en el que buscar consejo para afrontar con algo de lucidez -y resistencia- este auténtico embate contra la razón que venimos sufriendo.

    A Schnitzler lo conocí gracias a Max Ophuls, una maravillosa película basada en "La ronda". Luego conseguí un librito de aforismos que ya me decidió a buscar más de un autor que, tengo la impresión, es menos conocido de lo que merece. Algo comenté sobre la relación Schnitzler-Freud, pero después de leer tu artículo en Jauría lectora creo que poco relevante sería capaz de decir. Enhorabuena por tu blog y me alegro mucho que te hayas dejado caer por aquí en alguna ocasión.

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