lunes, 13 de abril de 2009

El infierno de Grafenhof


“Mañana es el día de los rostros que como la carne
bailan sobre la tapia del camposanto
mostrándome el infierno
¿Por qué he de ver el infierno?
¿Es que no hay otro camino hacia Dios?”

El día de los rostros. Der Tag der Gesichter.

Thomas Bernhard

No expresa mal este poema poco conocido del protagonista de nuestra última tertulia el sentido que para él tuvo el hospital de Grafenhof, una temporada en el infierno antes de encontrar a Dios, solo que en este caso Dios es el propio Bernhard, absolutamente decidido a no volver siquiera a pensar en someterse a una sociedad modelada por el nacional-socialismo primero y por el catolicismo más reaccionario después.

Al leer las terribles primeras páginas que dan inicio a “El frío” pensaba que en pocas ocasiones he visto en la literatura contemporánea algo tan parecido a los castigos del círculo infernal dantesco como ese desfile de desechos humanos arrojando esputos tuberculosos en una botella. A partir de aquí Bernhard ya no ofrece respiro y agarra al lector con ese estilo suyo envolvente y rítmico, entregado a la tarea de destruir sin piedad todo lo establecido.

Cuando me planteaba el tema sobre el que iba a centrar mi comentario pensé que casi estaba equiparando al joven de “El frío” con nuestro viejo conocido, el corredor de fondo de Sillitoe. No es lo mismo, por supuesto, pero uno tiene debilidad por los personajes con fisura, los marginados, los que se quedan fuera de un mundo ante el que progresivamente manifiestan su frontal rechazo. Sin embargo Bernhard está más enfermo que el corredor de fondo, lo está físicamente pero, tal y como dice la cita de Novalis que encabeza el libro, su enfermedad es una enfermedad del alma. La incompatibilidad adquiere caracteres que van mucho más allá de la respuesta visceral; desde aquel frustrado viaje en bicicleta de “Un niño” la falta de adaptación a la insoportable realidad tendrá su punto culminante en el alucinante descenso al infierno de Grafenhof, tal vez trasunto del infierno en el que los nazis convirtieron Austria. Conviene recordar que Bernhard, el que manifiesta que “ser austriaco es mi mayor desgracia”, no se esforzaría tanto por denunciar todo aquello que le resulta repugnante de su país si no fuera porque se siente profundamente austriaco. Y como Elfride Jelinek, admiradora y seguidora de la obra de Bernhard, atacó hasta el final el fascismo latente del que los austriacos no acaban de desprenderse.

¿Se podría hablar de resentimiento contra los fuertes? ¿Es la rabia del tullido frente a los sanos? Sinceramente no lo creo, los sanos están identificados con la opresión, desde los médicos, que practican su profesión con dejadez o con crueldad infinita, a las enfermeras, que parecen casi engranajes siniestros de un campo de concentración. Contra toda esta materialización opresiva se dirige la denuncia, contra quienes pretenden sumir a los enfermos en el engaño para mejor desarrollar su voluntad de poder. Y reconozcámoslo, enfermos somos la mayoría.

En un lugar tan espantoso como el sanatorio de Grafenhof, allí donde el único fin es esperar la muerte, Bernhard encuentra varios asideros que le libran de la total desesperación o de la posibilidad, presente en varios momentos, de entregarse al conformismo y la sumisión. Uno de estos asideros es la música, y estoy por pensar que es de las pocas cosas por las que Bernhard cree que merece la pena seguir viviendo. Personalmente considero que el trato que da al joven músico, su amigo como dice explícitamente, y al abogado humillado pero no derrotado, es bastante más generoso que el de simples comparsas de un perfecto ególatra. Bien es cierto que se convierten en el otro asidero reforzando la intención que va emergiendo hacia el final de la obra, una voluntad de escapar que acaba pareciendo inquebrantable y que le libra de una más que segura destrucción o aniquilamiento.

¿Es esta una simple historia de redención, el relato ya muchas veces visto de una voluntad de superación? Pues no, aquí no hay optimismo ni salidas fáciles. El “hombre aislado” ha estado luchando contra la muerte pero no santifica la vida, es alguien que conoce, que ha aprendido del contacto con la muerte. Y esos, amigo Manuel, son siempre los más lúcidos.


Juan

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