lunes, 20 de abril de 2009

La frialdad bernhardiana


La lucidez de Bernhard surge de la cercanía de la muerte y de la superioridad moral (real o no) construida por él mismo. Tal vez esa certeza pesimista debería conducir a la renuncia a escribir, aunque en nuestro autor desemboca, más bien, en una escritura terapéutica.

El joven Thomas de “El frío” se ha enfrentado a una prueba en la que muchos fracasan. Él, en cambio, sobreponiéndose a su enfermedad física y domando o manipulando su sobrevenida frialdad anímica, la supera. Tal victoria se debe también a su juventud, al mínimo entusiasmo arrancado a un futuro que le espera y en contraste con el almacén de muertos en ciernes y personal sanitario deshumanizado que Grafenhof representa para él.

Aquello que no me ha convencido como lector no fue tanto la descripción y la vivencia del infierno del autor austriaco como su asepsia y los visos de egolatría que su conducta denota.

Podemos –es inevitable- considerar a los médicos y el sistema del sanatorio como un trasunto de la opresión nazi, en primer lugar, y de la atmósfera ultracatólica de la Austria de posguerra. Sin embargo, como ya vimos en la tertulia, éste es el punto de partida.

El hecho de que Bernhard fustigue a la clase médica con la que le ha tocado lidiar y la convierta en el blanco de sus airados dardos por motivos personales de sobra justificados conforma el sustrato social de la novela. Sin embargo, el meollo de la cuestión está en la enfermedad misma.

Como nos recordó Juan, el libro se abre con una cita de Novalis en la que se da a entender que quizás toda enfermedad es una enfermedad del alma. Muchos terapeutas tradicionales (algunos semejantes a los de Grafenhof) se echarían las manos a la cabeza, mientras que la legión de osteópatas y modernos chamanes secundarían, viéndose reconocidos, tal afirmación. Bien. ¿Quién sabe?

Reconozcamos que la enfermedad de Bernhard es un síntoma. Su enfermedad es el rasgo clave de su condición de marginado, indudablemente. No obstante resulta difícil simpatizar con el “personaje” que el autor muestra en la “novela”. El joven bastardo que ingresa en Grafenhof juega a acumular esputos en su botella. Caído en el infierno quiere adaptarse. Ser tanto o más que los otros. De hecho, se frustra al no conseguirlo en un primer momento.

Después deambula física y mentalmente por ese infierno cotidiano y, más allá de esos asideros que le permiten en parte continuar, elude el vértigo de la muerte mostrando las negligencias y el autoritarismo gratuito de los médicos. Se distrae. Su prueba en curso lo fortalece y el lector comprueba cómo él mismo se convierte en su propio médico.

Este aspecto corresponde a una sátira clásica, como las que Quevedo (ejemplo tópico, lo sé) escribía en su momento o como las que Gulliver-Swift desarrolla a lo largo de la narración de sus andanzas.

¿Qué ocurre en el caso de Bernhard? Que podemos analizarlo desde dos perspectivas. O bien como MORALISTA, que es la instancia clásica que ha aparecido de forma tradicional en la literatura; o bien como EXISTENCIALISTA, y siento volver a esgrimir este concepto, que ya empleé al hablar del bueno de Silitoe.

Como moralista, Bernhard satiriza un estamento social, o, más concretamente, en este libro, un gremio; como existencialista, el autor austriaco muestra el escenario de su “fisura” (considero acertadísimo este término). Qué mejor escenario que el infierno. Grafenhof, lugar regido por normas estrictas, distintas clases jerárquicas de enfermos, autoridades severas cuestionadas continuamente por el joven Thomas, y la muerte, la presencia continúa de la muerte, por enfermedad o por negligencia, qué más da.

La vida no es más que el cumplimiento de una pena, me dije, y tienes que soportar el cumplimiento de esa pena. Durante toda la vida. El mundo es un establecimiento penitenciario con muy poca libertad de movimientos (…) Piensa que, al nacer, te han condenado a una pena de prisión perpetua, y que tus padres tienen la culpa.” Palabras de Bernhard. ¿Recordáis La vida en sueño, o a Ciorán…?

Bernhard reconstruye (rememora) el escenario y lo identifica con la vida. El niño bastardo, producto desechado por su padre, casi olvidado por sus familiares, asume su condición, carga las tintas, es dominado por su personal terapia: el aislamiento, el frío.

La enajenación del mundo a través de Grafenhof. La superación de la prueba dependerá de su propia construcción como persona y viceversa. De ahí que “El frío” puede ser entendida como una novela de aprendizaje, como tantas otras.

Ciertamente, el calado metafísico, no tanto la crónica de una vida bajo el peso de la historia austriaca (en mi opinión, la familia “con fisura” determina en mayor medida el “personaje Bernhard”), contribuye a que el texto acabe por ser desasosegante, asfixiante, aparentemente deprimente.

Sin embargo, las cuitas metafísicas y antisociales han menudeado en literatura y han logrado cristalizar en formas perfectamente asumibles por los lectores contemporáneos. Desde Larra o Baudelaire hasta Camus, Buero Vallejo o el desaforado Houellebecq.

¿Por qué Bernhard no ha dejado huella en mí? Porque no lo encuentro, aunque suene contradictorio, especialmente trascendental. Habla de “su problema” y no logra implicarme. Su altivez moral provoca aversión. Es un “pobre hombre” acuciado por la existencia que rebusca en sus miserias sin caer en la cuenta de que todos a su alrededor hacen lo mismo.

Camus, en “La peste”, mostró con amplitud de miras cómo cada persona, fuesen cuales fuesen sus circunstancias personales o sociales, se enfrenta a la muerte. Un comerciante, un niño, un delincuente, los creyentes o los ateos, ¡un médico!... Todos se ven arrojados ante la muerte. Algunos actuarán como Bernhard, pero no todos compartirán su visión o su tono vital, su asepsia, ¿su indiferencia?


Manuel

2 comentarios:

  1. Probablemente son esos que han decidido no escribir los que con más lucidez han asumido la certeza de nuestra conciencia trágica. No sé si recuerdas a Bartleby el escribiente, ese extraño personaje de Melville que se niega a escribir, la negación como única postura posible ante lo que has llamado certeza pesimista.

    El caso contrario, similar al de Bernhard, es el de Kafka, el más claro ejemplo de escritura terapéutica. En Kafka escribir es como respirar, una necesidad tan íntima que no quiso hacer pública, de ahí la sorprendente y destructiva petición que hizo a Max Brod.

    La perspectiva ofrecida por Manuel es perfectamente válida. De todas formas aversión es un término demasiado fuerte si bien es cierto que un tipo tan pesimista y egocéntrico no puede resultar demasiado simpático. Sin embargo no puedo estar de acuerdo en que su problema no sea trascendente; la superación de la enfermedad es una experiencia liminar que le proporciona la visión más certera de la realidad. Dice Bernhard que “después que el cuerpo está destrozado, el cerebro se desarrolla maravillosamente”, a esa lucidez me refiero, a la del que es capaz de mirar el mundo y ver más allá que cualquiera de nosotros. La frustración de sus primeras experiencias integradoras se debe a que su experiencia no es todavía lo bastante radical; no se distrae, aprende, observa, disecciona, comprende. Como diría Nietzsche, lo que no me mata me hace más fuerte.

    Sí, Bernhard es un moralista pero ajeno a la finura y el sentido del humor de los moralistas franceses del estilo de La Rochefoucauld. Los alemanes siempre han sido más radicales, con un desgarro expresionista que no necesariamente es más lúcido pero desde luego sí más descarnado.

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  2. Yo creo que en cierta medida Manuel achaca a Bernhard lo mismo que yo a Mishima en Confesines de una máscara, que todo es una pose, un juego con el claro de fin de impactar al lector, de engañarlo y de hacerle creer lo que el autor desea. No estoy de acuerdo totalmente con este planteamiento en el caso de Bernhard. Sinceramente creo que se limita a contar la historia tal y como la recuerda, bajo su punto de vista, por supuesto que contaminado por su propio sentir y por el paso del tiempo, pero sin intención alguna de "llevar al huerto" al incauto lector.

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